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– Mierda, Little Boss. Me alegro mucho de verte vivo.

Notó cómo los brazos del muchacho le rodeaban la espalda.

– Little Boss no existe más, Ben. Pero es bueno estar aquí contigo.

Se quedaron así un momento, envueltos en un afecto que era el de padre e hijo. Con la esperanza absurda de que cuando deshicieran el abrazo estarían otra vez en un momento del pasado, que todo sería normal y que Ben Shepard, pequeño empresario de la construcción, había entrado en la nave para darle a su ayudante instrucciones para la próxima jornada.

Se separaron y volvieron a ser los de ahora, uno frente al otro.

Ben hizo un gesto con la cabeza.

– Ven conmigo. Habrá quedado alguna cerveza, si te apetece.

El muchacho sonrió y respondió arropado por la antigua confianza.

– Nunca hay que rechazar una cerveza de Ben Shepard. Podría cabrearse y no es un buen espectáculo verlo así.

Entraron en la habitación. Little Boss se sentó en la cama, hizo un gesto de llamada y Walzer salió de su escondite y se sentó en sus rodillas.

– Lo has dejado todo como estaba. ¿Por qué?

Ben se dirigió a la nevera y ocultó la cara mientras respondía.

– Premoniciones de vidente o las esperanzas indestructibles de un viejo. Lo que prefieras.

Cerró la nevera y se volvió con dos cervezas en la mano. Señaló al gato con una botella. El felino estaba encantado con las caricias de su recuperado amo.

– Periódicamente he encargado que limpiaran tu cuarto, y cada día le he dado de comer a esa sabandija que tienes en las rodillas.

Le tendió la cerveza al muchacho, que permanecía sentado en la cama. Buscó una silla y se sentó frente a él. Bebieron en silencio. Los dos estaban llenos de preguntas a las que sería difícil dar respuesta.

Ben entendió que debía ser el primero.

Haciendo el esfuerzo de no desviar la mirada, preguntó:

– ¿Qué te ocurrió? ¿Quién te dejó en este estado?

Antes de responder, el muchacho se tomó su tiempo, un tiempo largo como una guerra.

– No es una historia breve, Ben. Y es más bien fea. ¿Estás seguro de querer oírla?

Ben se apoyó en el respaldo de la silla y la inclinó hasta llegar a la pared.

– Tengo tiempo. Todo el tiempo…

– … y todos los hombres que necesito, soldado. Mientras tú y tus compañeros no comprendáis que en este país seréis derrotados.

Estaba sentado en el suelo, contra el tronco de un árbol sin ramas, con las manos atadas a la espalda, en un terreno surcado por raíces muertas. Comenzaba a amanecer. A su espalda sentía la presencia de su compañero, inmovilizado de la misma manera que él; hacía rato que no hablaba ni se movía. Quizá se había dormido. O tal vez estuviera muerto. Ambas opciones eran posibles. Hacía dos días que estaban así, inmóviles. Dos días de escasa comida, de sueño interrumpido por los dolores en las articulaciones y los calambres en las posaderas. Ahora tenía mucha sed y hambre, y el uniforme se le adhería al cuerpo por el sudor y la suciedad. El hombre de la cinta roja en la cabeza se había agachado frente a él y sostenía ante sus ojos las placas de identificación. Las había dejado oscilar con un efecto casi hipnótico. Después las había vuelto hacia sí, como para comprobar los nombres, aunque los conocía perfectamente.

– Wendell Johnson y Matt Corey. ¿Qué hacen dos buenos chicos norteamericanos en medio de estos arrozales? ¿Es que en vuestra casa no tenéis nada que hacer?

«Claro que tenemos cosas que hacer, baboso hijo de puta», había aullado mentalmente. Ya había aprendido qué precio había que pagarle a aquella gente por expresar ciertas cosas.

El vietcong era un tipo seco, de edad indefinible, con unos ojos pequeños y hundidos. Algo más alto que el promedio de sus compatriotas, hablaba un buen inglés, algo manchado con pinceladas guturales. Había pasado un tiempo

¿Cuánto?

desde que su pelotón había caído, aplastado por un ataque sorpresa del Vietcong. Todos habían muerto, menos ellos dos. Y enseguida había comenzado un calvario de desplazamientos continuos, de mosquitos, de marchas forzadas hechas de pasos guiados por la voluntad, uno y otro y otro más…

Y de golpes.

De vez en cuando se encontraban con otros grupos de combatientes. Caras todas iguales de hombres que transportaban armas y suministros en bicicleta, por senderos casi invisibles trazados en la vegetación.

Ésos eran los únicos momentos de alivio.

«¿Adónde nos llevan, Matt?»

«No lo sé.»

«¿Tienes idea de dónde estamos?»

«No, pero saldremos de ésta Wen, tranquilízate.»

Y de descanso.

El agua. La bendita agua que en otros lugares llegaba con el simple gesto de abrir un grifo, era un instante de paraíso en la tierra, un instante que sus guardianes parecían administrar con sádico placer.

Su carcelero no había esperado una respuesta. Sabía que no llegaría.

– Lamento que el resto de tus compañeros hayan muerto.

– No lo creo -se le escapó.

Enseguida tensó el cuello, a la espera de un guantazo. Pero no llegó; en cambio, en la cara del vietcong apareció una sonrisa en la que sólo el brillo burlón de sus ojos traslucía crueldad. En silencio, encendió un cigarrillo.

Después respondió con un tono neutro que parecía extrañamente sincero.

– Te equivocas. La verdad es que me hubiese gustado teneros vivos. A todos, se entiende.

El mismo tono con el que había dicho:

«No te preocupes cabo. Ahora se te curará…»

Y de inmediato le había descerrajado un balazo en la cabeza a Sid Margolin, que estaba en el suelo y se quejaba de una herida en el hombro.

Desde un lugar a sus espaldas llegó el rumor crepitante de una radio. Después, otro vietcong, un muchacho muy joven, se había acercado a su comandante. Los dos mantuvieron un diálogo apresurado en esa lengua incomprensible de un país que Wendell nunca llegaría a entender.