Después, el jefe volvió a dirigirle la palabra.
– Para el día de hoy se pronostica una situación más bien divertida.
Se puso en cuclillas frente a él. Quería verle la cara de cerca.
– Habrá un ataque aéreo. Hay un ataque todos los días, pero el próximo será justamente en esta zona.
En ese momento lo entendió. Había hombres que iban a la guerra porque debían hacerlo. Otros sentían que hacerlo era su deber. Pero el hombre de la cinta roja estaba en la guerra porque le gustaba. Era probable que cuando la guerra terminara, ese hombre se inventara otra, tal vez sólo suya, para seguir combatiendo.
Y matando.
Ese pensamiento le dibujó una expresión que el otro captó.
– ¿Qué pasa? ¿Te sorprende, soldado? ¿Crees que los monos amarillos, o Charlie, como nos llamáis, no estamos capacitados para las operaciones de inteligencia?
Con la palma de la mano le dio un cachete en la mejilla. La burla estuvo en la suavidad absoluta del golpe, una especie de caricia.
– Pues sí que somos capaces. Y hoy podrás descubrir para quién combates.
Se levantó de golpe e hizo un gesto. De inmediato cuatro hombres armados con AK-47 y fusiles los rodearon apuntándoles. Un quinto hombre les desató las muñecas. Con un gesto brusco les indicó que se levantaran.
El comandante señaló un sendero, delante de ellos.
– Por allí. Deprisa y en silencio, por favor.
Los empujó en aquella dirección, sin amabilidad alguna. Después de unos minutos de caminata a marcha veloz llegaron a un gran claro arenoso, rodeado a la derecha por lo que parecía una plantación de árboles de caucho, colocados a una distancia tan regular entre ellos que parecían una puntilla de la naturaleza en medio del caos de la vegetación circundante.
Los separaron y ataron a dos troncos en los extremos del claro, de modo que entre ellos hubiera una larga hilera de árboles. Después de ajustarle las ataduras a las muñecas, les pusieron mordazas bien apretadas. La misma suerte para los dos, pero por un arranque de rebeldía su compañero se ganó un golpe en la espalda con la culata de un fusil.
El hombre de la cinta roja se acercó con aire burlón.
– Vosotros, que lo usáis con tanta facilidad, debéis saber qué efectos tiene el napalm. Mi gente lo sabe desde hace mucho. -Y señaló un punto impreciso en el cielo-. Los aviones llegarán desde allí, soldado norteamericano.
Volvió a colgarles la placa de identificación. Luego se fue, seguido por sus hombres, en silencio como sólo ellos sabían andar. Se quedaron solos, mirándose desde lejos y preguntándose cuándo, cómo y por qué. Después, ante ellos y desde un punto en el cielo, llegó el ruido de un motor. El Cessna L-19 Bird Dog surgió del borde de la vegetación como el fruto de un sortilegio. Era una misión de reconocimiento y estaba volando a baja cota. Casi había pasado de largo cuando el piloto hizo un viraje, haciendo que el aparato bajara un poco más, tanto como para que pudiera verse con claridad la silueta de dos hombres en la cabina. Poco después, terminado ese juego de habilidad, el aeroplano enfiló otra vez el cielo, hacia el lugar del que había llegado. El tiempo había pasado en el silencio y el sudor, en cantidades indefinibles. Después, un silbido y una pareja de Phantom llegó a una velocidad que su miedo fragmentó en fotogramas y trajo consigo el trueno. Sólo después, como una extravagancia, el relámpago. Vio crecer el resplandor y cómo se transformaba en un reguero de fuego que avanzaba como en una danza después de haberlo devorado todo en su camino, y el reguero llegó a ellos y los embistió…
– …le dio de lleno a mi compañero, Ben. Fue literalmente incinerado. Yo estaba más lejos y sólo me llegó una oleada de calor, lo que me redujo a este estado. No sé cómo me salvé. Tampoco sé cuánto tiempo estuve allí hasta que llegó la asistencia sanitaria. Tengo recuerdos muy confusos, Ben. Sé que me desperté en un hospital, todo vendado y con las venas llenas de agujas. Y creo que se necesitan las vidas de muchos hombres para sentir el dolor que sentí en esos pocos meses.
El muchacho hizo una pausa. Ben entendió que lo hacía para permitirle asimilar lo que le había contado. O para prepararlo para lo que seguía.
– Los del Vietcong nos usaron como escudos humanos. Y los del avión de reconocimiento nos habían visto. Sabían que estábamos allí y atacaron igual.
Ben se miró los zapatos. En ese momento habría sido inútil comentar nada sobre esa experiencia. Decidió volver al presente y sus incertidumbres.
– Y ahora ¿qué quieres hacer?
Little Boss encogió los hombros con desinterés.
– Sólo necesito apoyo durante unas horas. Debo ver a un par de personas. Después vendré a buscar a Walzer y me iré.
El minino, indiferente como buen gato, abandonó las rodillas de su amo y acomodó sus tres patas sobre la cama, en una posición más cómoda.
Ben separó la silla de la pared y la afirmó en el suelo.
– Intuyo que estás por meterte en líos.
El muchacho sacudió la cabeza, escondido detrás de su no sonrisa.
– Yo no puedo meterme en líos.
Se quitó los guantes de algodón y extendió hacia Ben unas manos llenas de cicatrices.
– ¿Ves? No tengo impresiones digitales. Están borradas. Toque lo que toque no dejo huellas. -Pareció reflexionar un momento, como si de pronto hubiese encontrado una definición exacta para sí-. No existo. Soy un fantasma. -Miró a Ben con unos ojos que todo lo pedían, aun cuando estaban dispuestos a conceder poco-. Ben, dame tu palabra de honor de que no dirás a nadie que he estado aquí.
– ¿Ni siquiera a…?
El muchacho lo interrumpió con determinación.
– A nadie, he dicho. Nunca.
– ¿Y si lo hiciera?
Un segundo de silencio. Después, de aquella boca martirizada salieron unas palabras tan frías como las de los muertos.
– Te mataría.
Ben Shepard comprendió que el mundo había desaparecido para aquel muchacho. No sólo su mundo interior, sino también el mundo de fuera. Un escalofrío le recorrió la espalda. Se había ido, junto a otros hombres de su país, para combatir en una guerra contra otros hombres a los que les habían ordenado odiar y matar. Después de lo ocurrido, los papeles se habían invertido.