Había recorrido calles, evitado a personas y esquivado luces, y cada paso era un pensamiento y cada pensamiento…
El ruido de un coche en la entrada lo devolvió a la atención que por un momento había perdido. Se levantó del sofá y se acercó a la ventana. Apartó una cortina que olía a polvo y miró. Un Plymouth Barracuda último modelo estaba detenido con el morro apuntado a la cortina metálica del garaje. Las luces de los faros se extinguieron en el cemento y a continuación, primero uno y después el otro, Duane Westlake y Will Farland bajaron del vehículo.
Los dos iban de uniforme.
El sheriff estaba un poco más gordo que la última vez que lo había visto. Demasiada comida y demasiada cerveza. Cada vez más lleno de mierda. El otro seguía siendo el tipo enjuto, flaco y ruin que recordaba.
Los dos se acercaron a la entrada. Charlaban.
No daba crédito a su buena suerte.
Había creído que esa noche tendría que hacer dos visitas. Ahora el albur le estaba ofreciendo en bandeja de plata la posibilidad de ahorrarse una. Y de lograr que cada uno de los dos supiera…
La puerta se abrió y antes de que la claridad invadiera la habitación pudo ver ambas siluetas proyectadas en el recuadro que la luz recortaba en el suelo.
El claro y lo oscuro.
El grande y el pequeño.
Lo malo y lo peor.
Se dirigió hacia la escalera y se quedó allí, apoyado en la pared y oyendo las voces. Escuchando lo que decían. En su cabeza, el diálogo pasó como las páginas de un texto teatral que Karen le había hecho leer una vez.
Westlake: ¿Qué has hecho con esos chicos que detuvimos?
Farland: Cuatro vagabundos de paso. Lo de siempre. Pelo largo y guitarras. No tenemos nada contra ellos, pero a la espera de averiguaciones pasarán la noche a la sombra. -Una pausa-. Le he dicho a Rabowsky que los meta en el calabozo con alguno de los duros, si hay.
Oyó una risita que parecía el chillido de una rata, claramente emitida por el ayudante del sheriff.
Farland: Esta noche en vez del amor harán la guerra.
Westlake: Quién dice que no les vengan ganas de cortarse las melenas y buscar un trabajo.
En su escondite, sonrió con sabor amargo.
«El lobo pierde el pelo pero no las mañas.»
Pero ésos no eran lobos. Eran chacales, y de la peor especie.
Se desplazó con cuidado, protegido por la penumbra y el reparo de la pared. El sheriff encendió el televisor, lanzó el sombrero sobre la mesa y se hundió en un sillón. Poco a poco el brillo espasmódico de la pantalla se agregó a la luz de la habitación.
Y el comentario sobre un partido de baloncesto.
– ¡Mierda! Ya estamos al final y perdemos. Ya lo sabía yo que jugar en California nos iba mal.
Se volvió hacia su ayudante.
– Hay cerveza en la nevera. Trae una para mí.
El sheriff era el jefe absoluto y le gustaba recordarlo, aun con las visitas. Little Boss se preguntó si se hubiera comportado con los mismos modales si en esa habitación, en vez de su ayudante, estuviera el juez Swanson.
Decidió que ése era el momento. Salió de su escondite apuntando con la pistola.
– La cerveza puede esperar. Manos arriba.
Will Farland, que estaba a su derecha, dio un respingo cuando oyó su voz. Y cuando le vio la cara, palideció.
Westlake se había vuelto de golpe. Y al verlo se quedó pasmado por un momento.
– ¿Y tú quién carajo eres?
«Una pregunta equivocada, sheriff. ¿Estás seguro de querer saberlo?»
– Por el momento no tiene importancia. Levántate y ponte en el centro de la sala. Y tú ponte a su lado.
Mientras ambos obedecían, Farland intentó llevar la mano a la funda de su pistola.
Previsible.
Little Boss dio un par de pasos rápidos, de costado para encararlo directamente, y sacudió la cabeza.
– Ni lo intentes. Sé usar muy bien esta pistola. ¿Me crees o quieres que te lo demuestre?
El sheriff alzó las manos en gesto que pretendía ser tranquilizador.
– Escucha, amigo, no perdamos la calma. No sé quién eres ni qué buscas, pero te recuerdo que estás cometiendo un delito. Además, estás amenazando con un arma a dos representantes de la ley. ¿No crees que tu situación ya es lo suficientemente grave? Antes de hacer más tonterías te aconsejo que…
– Sus consejos atraen el mal, sheriff Westlake.
Sorprendido de oír su nombre, el sheriff arqueó las cejas y ladeó un poco su gran cabeza.
– ¿Nos conocemos?
– Dejemos las presentaciones para después. Ahora, Will, siéntate en el suelo.
Farland estaba demasiado pasmado como para sentir curiosidad. Sin saber qué hacer, dirigió la mirada a su superior.
Sin embargo, Little Boss eliminó toda vacilación:
– Él ya no manda, mierda mal cagada, ahora mando yo. Si prefieres morir, puedo complacerte.
El hombre se agachó sobre sus largas piernas y se ayudó apoyando las manos en el suelo. En ese momento, el cabo señaló al sheriff con el cañón de la pistola.
– Ahora, con calma y sin movimientos bruscos ponle las esposas a la espalda.
Mientras obedecía doblado por la cintura, Westlake se puso rojo por el esfuerzo. El seco y doble clic de las esposas marcó el inicio del cautiverio del ayudante Will Farland.
– Ahora coge las tuyas y póntelas en la muñeca derecha. Después date la vuelta con los brazos a la espalda.
Los ojos del sheriff destilaban furia. Pero ante esos ojos había una pistola. Obedeció y enseguida una mano segura le colocó la otra esposa en la muñeca libre.
Y ése fue el inicio de su propio cautiverio.
– Ahora siéntate a su lado.
El sheriff no podía ayudarse con las manos. Dobló las rodillas y cayó torpemente, apoyando su corpachón con violencia contra la espalda de Farland. Por un momento pareció que ambos caerían.
– ¿Quién eres?
– Los nombres van y vienen, sheriff. Sólo quedan los recuerdos.
Durante un momento desapareció detrás de la pared de la escalera. Cuando volvió, traía un bidón de gasolina. Durante la inspección de la casa lo había encontrado en el garaje, junto a la segadora. Seguramente era la reserva que el sheriff guardaba por si el depósito del aparato se vaciaba mientras cortaba el césped del jardín. Ese descubrimiento insignificante le había dado una pequeña idea que lo llenó de júbilo.