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Se puso la pistola en la cintura y se acercó a los dos hombres. Con calma, comenzó a verterles encima el contenido del bidón. Sus ropas se tiñeron de oscuro mientras el olor acre y aceitoso de la gasolina se propagaba por la estancia.

Will Farland se apartó instintivamente para que el líquido no le tocara el rostro y dio un cabezazo en la sien del sheriff. Westlake no tuvo ninguna reacción. El dolor en las muñecas había sido anulado por el pánico que comenzaban a reflejar sus ojos.

– ¿Qué quieres, dinero? En casa no tengo mucho, pero en el banco…

Por una vez en la vida, el ayudante interrumpió a su jefe con la voz chillona del terror.

– Yo también tengo. Veinte mil dólares. Te los daré todos.

«¿Qué hacen dos buenos chicos norteamericanos en medio de estos arrozales?»

Mientras seguía echándoles la gasolina, le daba placer pensar que las lágrimas de esos tipos no eran sólo por los efluvios del carburante. Habló con el tono tranquilo que alguien le había enseñado hace tiempo.

«No te preocupes, cabo. Ahora se te curará…»

– Bien, tal vez podamos ponernos de acuerdo.

Una ráfaga de esperanzas llegó a la cara y las palabras del sheriff.

– Está bien. Mañana a primera hora nos acompañas al banco y coges un montón de pasta.

– Sí. Podríamos hacerlo así. -Aquel tono que dispensaba ilusiones cambió de golpe-: Pero no lo haremos.

Con lo que quedaba de gasolina en el bidón, trazó en el suelo una línea hasta la puerta. Sacó un Zippo del bolsillo. Un olor nauseabundo se agregó al que ya invadía la habitación: Farland se había cagado en los pantalones.

– No, te lo ruego. No lo hagas, no lo hagas, por el amor de…

– Cierra esa boca de mierda.

Westlake interrumpió ese inútil lloriqueo. Recuperó un poco de orgullo impulsado por el odio y la curiosidad.

– ¿Quién eres, bastardo?

El muchacho que había sido soldado lo miró en silencio un instante.

«Los aviones llegarán desde allí…»

Después dijo su nombre.

El sheriff desencajó los ojos.

– No es posible. Tú estás muerto.

Movió la ruedecilla del mechero. Los ojos aterrorizados de los dos hombres se quedaron fijos en la llama. Sonrió y por una vez se alegró de que su sonrisa fuera una espantosa mueca.

– No, hijos de puta. Sois vosotros los que estáis muertos.

Con un gesto teatral, abrió la mano y dejó caer el Zippo. No sabía cuánto podría durar para esos hombres la caída del mechero. Pero sí sabía que sería un trayecto muy largo.

Para ellos no hubo trueno.

Sólo el ruido metálico del Zippo al golpear contra el suelo. Después, un luminoso bufido caliente y una lengua de llamas que avanzaba bailando para tragárselos, una anticipación del infierno que les esperaba.

Se quedó para oír cómo aullaban y ver cómo se revolvían y quemaban, hasta que en la habitación se esparció el olor de la carne chamuscada. Lo respiró a todo pulmón, disfrutando de que esta vez la carne no fuera la suya.

Después abrió la puerta y salió. Comenzó a alejarse de la casa mientras los gritos que oía lo acompañaban como una bendición.

Al rato, cuando los gritos se apagaron, supo que el cautiverio del sheriff Duane Westlake y su ayudante Will Farland había tocado a su fin.

DEMASIADOS AÑOS DESPUÉS

7

Jeremy Cortese miró el BMW oscuro que se alejaba, con el secreto deseo de que explotara y poder ver la explosión. Tenía la seguridad de que, a excepción del chófer, nadie habría echado en falta a sus ocupantes.

– Iros a tomar por culo, idiotas.

Fue como la recomendación de un navegador GPS. Esperó a que el coche se perdiera en el tráfico y volvió a uno de los dos barracones de la obra. En realidad, eran dos cajas de chapa montadas sobre ruedas y alineadas junto a la valla que delimitaba el área de trabajo.

Resistió la tentación de encender un pitillo.

La reunión técnica que acababa de terminar lo había indispuesto y había hecho crecer el malhumor que arrastraba desde la mañana, aun cuando no era el único motivo.

La noche anterior había estado en el Madison Square Garden para presenciar cómo los Knicks perdían de mala manera contra los Dallas Mavericks. Había salido con una sensación de amargura que cada vez lo impulsaba a preguntarse el porqué de su obstinación en frecuentar aquel templo del deporte.

La reunión de multitudes, la fiesta y la pasión común hacía tiempo que le eran ajenas. Ganase o perdiese su equipo, siempre volvía a casa con el mismo pensamiento negativo.

Y solo.

Lanzarse a la caza de recuerdos nunca es buen negocio. Encuentres lo que encuentres en el camino, siempre queda como una nada, una inutilidad. No puedes recuperar los buenos recuerdos y a los malos no puedes matarlos.

Y con cada bocanada el aire parecía malsano, ese aire que se entretiene en la garganta y deja mal sabor de boca.

De todos modos, siempre volvía a lo mismo, nutriendo esa pulsión masoquista que todos los seres humanos, en mayor o menor grado, llevan dentro de sí.

Durante el partido, en ocasiones había dejado caer la mirada sobre las gradas más cercanas, hasta que poco a poco perdía el interés por lo que ocurría en aquella cancha donde sudaban unos muchachos con camisetas de color.

Con un melancólico cucurucho de palomitas en la mano, había visto cómo padres e hijos se enardecían por un lanzamiento de Irons o un triple de Jones, y gritaban a coro con el resto de los aficionados silabeando «¡De-fen-sa! ¡De-fen-sa! ¡De-fen-sa!» cuando el que atacaba era el equipo contrario.

En una época también él lo había hecho, cuando asistía con sus hijos a los partidos y sentía que significaba algo en sus vidas. Pero aquello sólo había sido una ilusión, aunque era verdad que ellos lo eran todo en la suya.

Cuando uno de los Knicks marcó un triple, también él se había levantado del asiento, retozando por inercia junto a una multitud de perfectos desconocidos y aprovechando el momento para contener algo que estaba por salir de sus ojos.