Después, volvió a sentarse. A su derecha había un sitio vacío y a su izquierda un chico y una chica se miraban como preguntándose por qué estaban allí y no en una cama, en una casa cualquiera, haciéndose el bien mutuamente.
Cuando iba al Madison con sus hijos, siempre se sentaba en medio. John, el pequeño, solía sentarse a su derecha y ponía el mismo interés tanto en el juego como en los vendedores de refrescos, golosinas y manjares de gradería. A veces Jeremy lo comparaba con un horno que podía quemar perritos calientes y palomitas como las viejas locomotoras quemaban carbón. Muchas veces había pensado que el chico no tenía el menor interés por el baloncesto y que el placer de ir al estadio residía sólo en la manga ancha que su padre mostraba en esas ocasiones.
Sam, el mayor, el que más se le parecía físicamente y en carácter, el que en poco tiempo sería más alto que él, se rendía a la fascinación del juego. Nunca lo habían hablado, pero él sabía que el sueño de Sam era convertirse algún día en una estrella de la NBA. Jeremy estaba convencido de que por desgracia la pretensión del muchacho quedaría en sueño y nada más. Sam había heredado sus grandes huesos y un cuerpo que con el tiempo tendría más tendencia a ensancharse que a alargarse, aunque formaba parte del equipo de la escuela y cuando jugaban entre ellos, en la canasta del patio trasero, el muchacho siempre ganaba.
Incluso lo acosaba con su juego. Pero, cada vez, el orgullo de padre le daba a Jeremy felicidad por sufrir ese tipo de humillación.
Después sucedió lo que sucedió. En realidad no se sentía culpable. No tenía culpas que llevar consigo.
Simplemente había comenzado la demolición.
Él y Jenny, su mujer, habían empezado a dar vueltas por la casa hablando cada vez menos y discutiendo cada vez más. Después terminaron las peleas y lo que quedó fue el silencio. Y sin que hubiera una verdadera razón se habían transformado en dos extraños. En ese momento, la demolición terminó, y no habían encontrado fuerzas como para ponerse a reconstruir.
Después del divorcio, Jenny se había acercado a sus padres y ahora vivía con los chicos en Queens. La relación entre ambos no era mala, y no obstante lo establecido por el juez ella le permitía ver a los hijos cuando quisiera. Sólo que Jeremy no siempre podía y los chicos lo veían cada vez con menos frecuencia y, también, menos entusiasmo. Las salidas se habían espaciado y ya no acudían al estadio.
Por lo que parecía, la de demoler se había convertido en su especialidad, en el trabajo y en la vida.
Se sacudió esos pensamientos y trató del volver al presente.
Sonora Inc., la empresa de construcciones con una facturación de vértigo para la que trabajaba, tenía una esquina reservada entre la Tercera Avenida y la calle Veintitrés, dos edificios contiguos de cuatro plantas, que se habían pagado con una buena suma a los anteriores propietarios, dando una benévola salida a los pocos inquilinos que todavía vivían allí. En su lugar se alzaría un gran rascacielos de pisos, cuarenta plantas, piscina en la terraza y otros esparcimientos.
Lo nuevo estaba eliminando a lo viejo a fuerza de martillos neumáticos.
Estaban llegando al final de los trabajos de demolición. Jeremy vivía esa parte del trabajo como algo necesario pero tedioso. Después de meses de labor, ruidos y camiones que se llevaban los escombros, parecía que el trabajo aún no hubiera comenzado. Al principio había visto con un poco de melancolía la caída de esos viejos edificios de ladrillo rojo, una parte de la historia que lo rodeaba. Sin embargo, la excitación por construir algo nuevo era una especie de antídoto. En poco tiempo las excavadoras abrirían el espacio suficiente para montar los cimientos que sostendrían un edificio de ese tamaño. Y después empezaría la creación, la subida, el colocar una pieza sobre otra hasta el exultante momento en que izarían en el techo la bandera de las barras y las estrellas.
En pie, en la puerta del barracón, vio cómo los obreros terminaban con sus ocupaciones respectivas y se dirigían hacia él.
Miró el reloj. Las discusiones con aquellos imbéciles habían hecho que llegara la hora del almuerzo sin que se diera cuenta. No tenía hambre y, sobre todo, no tenía ganas de compartir con sus subordinados el parloteo que incluía cada comida. Con las personas que trabajaban a sus órdenes tenía relaciones cordiales, aunque no íntimas. No compartían otros aspectos de la vida, pero el trabajo ocupaba la mayor parte. Y él quería que en las obras donde trabajaba reinase la mayor armonía posible. Por ese motivo se había ganado el aprecio de sus superiores y el respeto de los trabajadores, aunque todos sabían que cuando era necesario siempre estaba listo para mostrar el puño de hierro.
El hecho de que en ese caso específico no existiese un guante de terciopelo sino de trabajo, no cambiaba las cosas.
Ronald Freeman, su segundo, salió del barracón haciendo vibrar ligeramente el suelo. Era un hombre negro, alto y corpulento, un apasionado de la cerveza y la comida picante. Trazas de sus aficiones podían verse en su cara y su cuerpo. Freeman se había casado con una mujer de origen indio, y había encontrado, como él mismo decía, el curry para sus dientes. Jeremy había estado una vez cenando en su casa. Apenas se llevó a la boca el primer trozo de algo que llevaba el nombre de masala, sintió que se incendiaba y se vio obligado a beber un trago de cerveza. Después le preguntó riendo a su anfitrión si para servir esa comida era necesario portar armas.
Ron se quitó el casco de plástico y se dirigió al rincón donde lo esperaba la fiambrera de plástico que su mujer le preparaba cada mañana. Se sentó en el banco que corría a lo largo de la pared del barracón y se la puso sobre las rodillas. Le vio la cara a Jeremy y comprendió que estaba en uno de esos días que había que eliminar del calendario.
– ¿Líos?
Jeremy encogió los hombros, como quitándole importancia.
– Los de siempre. Cuando un arquitecto y un ingeniero se ponen de acuerdo después de haberse peleado durante horas, lo único que saben hacer es ir en búsqueda de un tercer tocacojones, para completar una especie de triángulo de las Bermudas.
– ¿Y lo han encontrado?
– Ya sabes cómo son estas cosas. Los gilipollas se encuentran con una facilidad pasmosa.
– ¿La Brokens?
– Ya.
– Si esa mujer entendiera el doble de lo que entiende, seguiría sin entender una mierda. Si su marido le da todo este espacio debe ser porque en la cama es toda una hembra.
– O a lo mejor es como un tronco y su marido la manda por ahí para que se agote y por la noche no tenga pretensiones. Piensa un poco en lo que debe de ser tener a esa mujer al lado y que de golpe estire la mano…
Ron hizo una mueca de horror y ratificó las palabras con el pensamiento.
– A mí tendrían que ponerme algo eléctrico en los calzoncillos para despertarme…