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En ese momento dos hombres subieron los escalones y entraron en el barracón. Ron aprovechó para abrir la fiambrera. Un fuerte olor acre se esparció por el ambiente.

James Ritter, un joven trabajador con cara de bueno, simuló retroceder hacia la puerta por donde había entrado.

– ¡Santo cielo, Ron! ¿La CIA sabe que portas armas de destrucción masiva? Si te comes eso, después puedes usar el aliento como una soldadora.

Como respuesta, Freeman se llevó una cucharada de comida a la boca con ostentación.

– Eres un ignorante, Ron. Te mereces esa basura que comes todos los días, que te destroza el estómago y hasta debe anular el efecto de la viagra, que estoy seguro que necesitas.

Jeremy sonrió.

Estaba satisfecho con esa atmósfera de camaradería. La experiencia le enseñaba que los hombres se desempeñan mejor en un ambiente ligero si tienen que hacer un trabajo pesado. Por esta razón, por lo general se preparaba algún plato en casa y comía en el barracón, junto a sus obreros.

Pero cuando se sentía de mal humor, prefería estar solo. Para pensar en sus cosas y no ser cargante con los otros.

Se acercó a la puerta y se quedó un rato allí, mirando el exterior.

– ¿No comes, jefe?

Sin volverse, sacudió la cabeza.

– Voy al Deli de allí atrás. Volveré para hacer el recuento de las víctimas de la comida de Ron.

Bajó los escalones del barracón y, de pronto, se transformó en un ciudadano más. Atravesó el paso de cebra y se dirigió hacia la calle Veintitrés, dejando a sus espaldas la Tercera Avenida. A aquella hora no había mucho tráfico en esa parte de la ciudad. Nueva York escogía sus ritmos de modo muy regular, salvo enloquecimientos de tanto en tanto, cuando una masa de coches y de personas se lanzaba a las calles sin motivo y sin preaviso.

En esa ciudad todo aparecía y desaparecía constantemente en un eterno juego de prestigio: coches, personas, casas.

Vidas.

Caminando con decisión llegó al Deli, sin detenerse en ningún escaparate, un poco por desinterés en lo que exhibían, pero sobre todo porque no quería ver el reflejo de su imagen. Temía percatarse de que también él había desaparecido en la nada.

Empujó la puerta del local repleto de gente y una peste a comida le anegó el olfato. Al verlo entrar, una chica asiática le sonrió desde detrás de la caja. Después volvió a prestar atención a las personas que estaban en la cola para pesar y pagar lo que iban a comer.

Recorrió lentamente el largo expositor que mantenía la comida caliente, buscando en el contenido de los muchos recipientes algo que le atrajera. Unos empleados, también ellos asiáticos, reemplazaban los contenedores cuando se vaciaban. Cogió un plato de plástico y se sirvió unos trozos de pollo hervido de aspecto aceptable y se hizo preparar una ensalada mixta.

Mientras tanto, la cola de la caja se había acortado y al cabo se encontró frente a la chica que le había sonreído al entrar. A primera vista le había parecido alguien muy joven. Ahora, de cerca, se dio cuenta de que no hubiese podido ser su hija. Ella le sonrió como si estuviera dispuesta a convertirse para él en algo diferente. Jeremy pensó que quizás hiciera lo mismo con todos los clientes. Pesó su comida, pagó y dejó atrás a la mujer, que sonreía de la misma manera al siguiente cliente.

Se dirigió al fondo del local y se sentó solo en una mesa para dos. El pollo mantenía lo prometido, es decir, poco. Lo dejó por la mitad y se dedicó a la ensalada, recordando cuánto insistía Jenny, cuando estaban juntos, en que comiera más verdura.

«Todo sucede demasiado tarde. Siempre demasiado tarde…»

Con la lengua se quitó los fragmentos de ensalada metidos entre los dientes y los hizo desaparecer con sorbos de la cerveza que había cogido de la nevera de las bebidas.

Su mente volvió a la reunión de la mañana con Val Courier, un arquitecto de clara fama y sexualidad dudosa, y con Fred Wyring, ingeniero de cálculos más que sospechosos, a quien se había unido la mujer del propietario de la empresa. La señora Elizabeth Brokens, que parecía una publicidad de bótox, cansada de pasar de un psicoanalista a otro, había decidido que el mejor tratamiento para su neurosis era el trabajo. Sin tener aptitudes, preparación o siquiera una idea propia, el único camino posible consistía en apoyarse en su marido. Quizá se había liberado de la neurosis, pero sólo porque la estaba distribuyendo con generosidad entre las personas con que trataba.

Jeremy Cortese no tenía títulos académicos, pero el diploma se lo había ganado trabajando. Un día tras otro había trabajado duro y aprendido de quienes sabían más que él. Encontraba que las discusiones con los incompetentes eran una pérdida de tiempo, de la cual antes o después tendría que rendir cuentas al señor Brokens en persona. Pero se tragaría el decirle que su trabajo lo conocía bien, tanto como que Brokens no conocía bien a su mujer.

Cada vez que la veía llegar tenía ganas de poner en marcha el cronómetro para que su jefe supiera cuánto tiempo le costaba una visita de su cónyuge a las obras. Quizá le convendría más seguir pagando los honorarios de los psicoanalistas. Además de los de un joven profesor de tenis o de golf dispuesto a hacer horas extra.

Estaba tan concentrado en sus pensamientos que no vio entrar a Ronald Freeman. Sólo cuando estuvo frente a él, la percepción de su presencia le hizo alzar la mirada de la ensalada.

– Tenemos un problema.

Ron hizo una pausa y apoyó las manos en la mesa. Lo miró fijamente y con una expresión que Jeremy nunca le había visto. Si eso hubiese sido posible, Jeremy habría dicho que Ron estaba pálido.

– Un gran problema.

La confirmación hizo que la luz de alarma se encendiera en el cerebro de Jeremy.

– ¿Qué sucede?

Ron señaló la puerta con el mentón.

– Es mejor que vengas a verlo.

Sin esperar respuesta, se dio la vuelta y se dirigió a la salida. Jeremy lo siguió, tan preocupado como sorprendido. No era frecuente ver a su ayudante paralizado ante una emergencia, fuera cual fuere.

Ya en la calle, caminaron uno junto al otro. Cuando se acercaban a las obras vio que los hombres habían salido del área cercada, un grupo heterogéneo de chaquetas de trabajo y coloridos cascos.

Apuró el paso sin proponérselo.

Llegaron a la entrada y los trabajadores guardaron silencio mientras ellos pasaban. Parecía una escena de una vieja película, una de esas donde un barrido de imagen muestra rostros mudos y sin esperanza delante de la entrada de una mina donde un improvisto derrumbe ha aprisionado a mineros en las galerías.

«Pero ¿qué está sucediendo?»

No perdieron tiempo en ponerse el casco, como obligaba el reglamento. Caminaron a lo largo de la estacada, junto a los restos del muro que todavía estaba en pie, y poco a poco empezaron a bajar al viejo semisótano, ahora casi totalmente a cielo abierto. Su ayudante lo condujo hacia la parte opuesta de la excavación. La única pared que permanecía en pie era la medianera entre los dos edificios, todavía pendiente de demolición.