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Uno detrás del otro, llegaron al rincón de la izquierda, el más apartado de la escalera. Ronald se detuvo y se apartó para dejar a la vista el panorama, un involuntario movimiento de telón que tuvo efecto escenográfico.

De golpe, Jeremy sintió un escalofrío. También sintió la amenaza de arcadas y agradeció haber comido sólo ensalada.

El trabajo de desescombro había dejado a la vista un intersticio. Por una brecha abierta por el martillo neumático aparecía el brazo de un cadáver, sucio por el tiempo y el polvo. La cara, ya casi sólo una calavera, estaba sostenida por lo que quedaba de los hombros, y parecía mirar al exterior con la amarga desolación de quien ha logrado demasiado tarde reencontrarse con el aire y la luz.

8

Vivien Light estacionó su Volvo XC60, apagó el motor y esperó un momento a que el mundo que la rodeaba la alcanzase. Durante todo el viaje de regreso de Cresskill había tenido la sensación de moverse en una exclusiva dimensión paralela donde ella era más rápida que el resto. Como si dejase tras de sí una estela compuesta de fragmentos del pasado, rápidas fracciones y refracciones de colores, visibles como la cola de un cometa desde los coches, las casas y las personas que daban vida a las pantallas privadas que eran las ventanas.

Le sucedía cada vez que iba a ver a su hermana.

Cada viaje de ida era una esperanza. Sin motivo, pero quizá por eso más fuerte y todavía más frustrante. Una esperanza de encontrarla igual y, como siempre, más hermosa. Por una compensación absurda, parecía que los meses y los años no tuvieran efecto sobre su rostro. Sólo que sus ojos eran una mancha azul arrojada en el vacío al que se había asomado, un vacío que su enfermedad seguía expandiendo lentamente.

Por esa razón el regreso era una especie de salto en el hiperespacio, un salto que la obligaba a emerger una vez más en el lugar que la esperaba en el centro de la realidad.

Giró hacia ella el espejo retrovisor. No era coquetería, quería verse otra vez, reconocerse como una persona normal. Apareció la cara de una muchacha que alguna vez alguien habría calificado de bonita y que algún otro habría mirado como si no existiese. El agrado, como sucede siempre, era inverso a sus intereses.

Era morena, con el pelo corto, sonreía muy poco y nunca cruzaba los brazos, y de vez en cuando sentía necesidad de contacto físico con las personas. En sus ojos claros parecía haber una huella permanente de severidad. Y en la guantera de su coche había una Glock 23 calibre 40 S &W.

Si hubiera sido una mujer normal, tal vez su contacto cotidiano con la existencia sería diferente. Y tal vez también su aspecto. Pero el pelo corto servía para impedir que la cogieran de la melena durante un cuerpo a cuerpo, y la expresión severa escenificaba la distancia que debía mantener. Cruzar los brazos podría verse como inseguridad, y tocar a alguien servía para transmitir un sentido de protección e instaurar una relación de confianza, imprescindible para hacer que se abriera y se explayara. Tenía la pistola porque era la detective Vivien Light, destinada en la comisaría del Distrito 13 del Departamento de Policía de Nueva York, en la calle Veintiuno. Tenía la entrada de su lugar de trabajo a sus espaldas y sólo esperaba bajar del coche y caminar esos pocos pasos que la llevarían del estado de mujer apenada al de mujer policía.

Se apartó para coger la pistola de la guantera y la metió en el bolsillo del chaquetón. También cogió el móvil y se concedió otro instante antes de encenderlo y volver a la tierra.

En el espejo lateral vio a dos agentes que salían por la puerta acristalada, bajaban las escaleras, subían al coche patrulla y partían a toda velocidad, con la sirena y las luces encendidas. Una llamada: una de las tantas que llegaban cada día. Una emergencia, una necesidad, un crimen. Hombres, mujeres y niños que cada día caminaban por esa ciudad en medio del peligro, sin posibilidad de preverlo o combatirlo.

Ellos estaban allí para eso.

Amabilidad.

Profesionalidad.

Respeto.

Esas palabras estaban escritas en las puertas de los coches de la policía. Lamentablemente no siempre la amabilidad, la profesionalidad y el respeto eran suficientes para proteger de la violencia y la locura humana a todas esas personas. A veces, para poderla combatir, el policía debía permitir que una pequeña parte de esa locura entrara en él. Y allí entraba también el difícil deber de ser consciente y tener la locura maniatada. Ésta era la diferencia entre ellos y las personas con las cuales se veían obligados a intercambiar la violencia. Violencia contra violencia. Por este motivo ella llevaba el pelo corto, rara vez sonreía, tenía una placa en el bolsillo y una pistola en la cintura.

Sin que viniera al caso, recordó una antigua leyenda india, la misma que en una época le contaba a Sundance y que hablaba de un viejo cherokee sentado junto a su nieto al atardecer.

– Abuelo, ¿por qué luchan los hombres?

Con los ojos en el poniente y en el día que iba perdiendo su batalla con la noche, el viejo respondió con voz tranquila:

– Antes o después, todos los hombres son convocados a la lucha. Para todos los hombres siempre hay una batalla que espera ser combatida. Una batalla que puede ganarse o perderse. Y el combate más cruento es el que se produce entre dos lobos.

– ¿Qué lobos, abuelo?

– Los que cada hombre lleva dentro de sí.

El niño no lograba entender. Esperó a que el abuelo rompiese el silencio que había dejado caer entre los dos, quizá para avivar su curiosidad. Por fin, el viejo, que tenía la sabiduría del tiempo dentro de sí, retomó las palabras con calma.

– Dentro de cada uno de nosotros hay dos lobos. Uno es malo y vive de odio, celos, envidia, rencor, falso orgullo, mentiras y egoísmo.

El viejo hizo una nueva pausa, esta vez para permitir que el niño entendiera sus palabras.

– ¿Y el otro?

– El otro es el lobo bueno. Vive de paz, amor, esperanza, generosidad, compasión, humildad y fe.

El niño pensó un instante lo que su abuelo le había dicho. Después dejó que su pensamiento y su curiosidad se expresaran.

– ¿Y cuál gana?