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– ¿Cómo se permite? Mi marido es amigo personal del jefe de policía y…

– Entonces vaya a quejarse a él, estimada señora Elizabeth Brokens, mujer de Charles Brokens, propietario de la empresa y amigo personal del jefe de policía. Y déjeme hacer mi trabajo de una puta vez.

Le dio la espalda, dejándola helada y quizás imaginando sanciones y terribles castigos para ella. Se dirigió hacia la abertura en el cercado que según intuyó daría acceso a las obras.

Jeremy Cortese se le puso al lado. Su expresión era de incredulidad.

– Señorita, si alguna vez tiene unas reformas para hacer, le haría el trabajo gratis con todo gusto. La cara de la señora Brokens después de su discurso me quedará como uno de los mejores recuerdos de mi vida.

Pero Vivien casi no oyó esas palabras. Ya tenía el pensamiento en otra parte. Apenas llegaron al lugar, de un vistazo se percató de cuál era la situación. Un poco más allá de sus pies, delimitado por una red de protección, se abría un agujero en el terreno. Era de unas tres cuartas partes de la medida total de la excavación y profundo como un sótano. El fondo eran los suelos de dos edificios diferentes y estaba dividido por la mitad mediante una línea de materiales desiguales. En la parte opuesta todavía había algo de la planta baja, pendiente de demolición, pero la mayor parte del trabajo había sido hecho. Abajo, los dos agentes estaban terminando de cercar el área en su parte izquierda. Un obrero estaba detrás de ellos, apoyado contra una pared, esperando.

Cortese le dio respuestas antes de que Vivien formulara preguntas.

– Había dos viejos edificios, uno pegado al otro. Los estamos derribando para construir un rascacielos.

– ¿Qué había antes aquí?

– De este lado, apartamentos y un restaurante que daba a la calle, creo. Hemos encontrado muchos viejos utensilios. Del otro lado, un pequeño garaje. Creo que fue instalado después de la construcción del edificio, porque hemos encontrado trazas de reestructuración.

– ¿Sabe quiénes eran los propietarios?

– No, pero seguro que la empresa tiene toda la documentación que necesita.

Cortese se movió y Vivien lo siguió. Llegaron a la esquina de la derecha, donde una escalera de cemento, los restos de una construcción precedente, conducía al nivel inferior. La excavación desierta daba sensación de desolación, con los martillos neumáticos en el suelo y la gran perforadora amarilla aparcada a un lado con el motor apagado. Imperaba el gris malestar de la destrucción sin la brillante promesa de una restauración.

Dos técnicos de la Científica aparecieron cuando ya estaban en la escalera. Traían un montón de instrumentos. Vivien les indicó que la siguieran.

La detective y Cortese bajaron por la escalera y llegaron en silencio a donde esperaban los dos agentes. Cortese se detuvo a dos pasos de la cinta amarilla. Víctor Salinas, un joven alto y moreno que tenía debilidad por Vivien, cuya mirada no lo disimulaba, esperó a que ella llegara y después levantó la cinta amarilla para dejarla pasar.

– ¿Cómo están las cosas?

– A primera vista, diría que normal y complicada al mismo tiempo. Ven a echar un vistazo.

Al final de la pared había una especie de abertura cuadrada. Vivien se dio la vuelta y comprobó que en la parte opuesta había otra abertura igual. Probablemente una o dos vigas, ya demolidas, habían seguido esa línea.

Ante ella, por un desgarrón en el cemento, asomaba un antebrazo cubierto de lo que quedaba de una cazadora de tela. En el interior se veía una calavera con restos de piel apergaminada y residuos de cabello. Tenía la sonrisa alegórica de Feria de los muertos y también su significado de muerte violenta.

Vivien se acercó a la pared y observó con atención el brazo, el cuerpo y la tela de la manga. Trató de mirar dentro, intentando recoger el más mínimo detalle que le sirviera para hacerse una primera impresión, que a menudo se revelaba como la exacta.

Se volvió y vio que los de la Científica y un hombre con chaqueta deportiva y tejanos estaban más allá de la cinta policial esperando instrucciones. Vivien nunca lo había visto, pero por el aire vagamente aburrido comprendió que debía de ser el forense. Tal vez había llegado mientras ella examinaba el cuerpo.

Vivien se le acercó.

– Vale. Tratemos de sacarlo de allí.

Jeremy Cortese se aproximó y señaló al operario que se mantenía aparte.

– Si quiere, dispongo de un hombre que no tiene problemas con los cadáveres. Ayuda a su cuñado en una empresa de pompas fúnebres.

– Llámelo.

El jefe de obras hizo un gesto al obrero, que se acercó. Era un tipo de poco más de treinta años, con cara de niño y unos rasgos vagamente exóticos. A los lados del casco se veía un brillante cabello negro. Vivien pensó que entre sus antepasados había asiáticos.

Sin decir nada, el operario se acercó a la pared y se agachó para coger el martillo neumático.

Vivien se puso a su lado.

– ¿Cómo te llamas?

– Tom. Tom Dickson.

– Bien, Tom. Es un trabajo delicado y debe hacerse con gran cuidado y prudencia. Todo lo que hay dentro de este nicho puede ser muy importante. Si no te importa, preferiría que uses maza y cincel, aunque sea un trabajo más largo y engorroso.

– Tranquila. Sé lo que hago. Encontrará todo lo que necesita.

Vivien le puso una mano en el hombro.

– Me fío de ti, Tom. Adelante.

Tuvo que admitir que ese hombre conocía su oficio. Amplió la abertura de modo que el interior fuera accesible, sin mover ni una pulgada la posición del cadáver y haciendo que el desmonte cayera hacia fuera.

Vivien le pidió la linterna a Salinas y se acercó para echarle un vistazo al sepulcro. La luz del día todavía era intensa, pero dentro había una ligera penumbra que no permitía distinguir bien los detalles. Y sólo Dios sabía cuántos de esos detalles se necesitaban en un caso como ése. Barrió con la luz las paredes y los restos del hombre. La estrechez del espacio había impedido que el cuerpo resbalase y cayese a tierra. Estaba apoyado en la parte izquierda, con una inclinación innatural. Esta posición había hecho creer, desde el exterior, que tenía la cabeza sobre los hombros. El ambiente cerrado y la poca humedad lo habían casi momificado, por lo que estaba más entero que lo habitual en esos casos. Y, por lo tanto, era mucho más difícil hacerse una idea de cuánto tiempo llevaba escondido entre esas paredes.