«¿Quién eres? ¿Quién te ha matado?»
Vivien sabía que para las familias de personas desaparecidas lo peor era la incertidumbre, la ansiedad de no saber. Alguien que una noche, un día salía de casa y sin ninguna razón no regresaba. Por la falta del cuerpo, durante toda la vida sus seres queridos se preguntarían qué, dónde y por qué. Sin dejar nunca de alimentar una esperanza que sólo el tiempo sabía empañar con paciencia.
Volvió a su inspección.
Cuando iluminó el lugar se percató de que en el suelo, cerca de los pies del cadáver, había un objeto cubierto de polvo que a primera vista parecía una billetera. Pidió unos guantes de látex, se metió por la abertura y lo cogió. Después se irguió e hizo un gesto a los técnicos de la Científica y al forense.
– Bien, señores. Vuestro turno.
Mientras ellos se ponían a trabajar, examinó el objeto que tenía en la mano.
Sopló con delicadeza para quitar el velo de polvo. Era de imitación de cuero y debía de haber sido negro o marrón, y más que una billetera parecía un portadocumentos. Lo abrió con cuidado. Los compartimentos de plástico duro estaban pegados y se separaron con un ligero ruido de papel desgarrado.
Dentro había dos fotos, una a cada lado.
Les quitó la protección y metió delicadamente los dedos para no estropearlas. Las inspeccionó a la luz de la linterna. En la primera aparecía un muchacho de uniforme y con casco que, apoyado en un vehículo blindado, miraba al objetivo con seriedad. Alrededor, la vegetación traía ecos de un país exótico. La giró y detrás encontró algo escrito y desteñido por el tiempo. Algunas letras estaban desdibujadas, pero no tanto como para volverse ilegibles.
«Cu Chi District 1971.»
La otra foto, mucho mejor conservada, la sorprendió. El personaje era el mismo joven que en la otra foto miraba al fotógrafo con aire reflexivo. Estaba de civil, con una camiseta con dibujos psicodélicos y pantalones de trabajo. En esta imagen tenía el pelo largo y sonreía, mostrando a la cámara un gran gato negro que sostenía en brazos. Vivien estudió con atención a la persona y al animal. Al principio creyó que lo que veía era una deformación debida a la perspectiva, pero se dio cuenta de que la primera impresión era la buena.
El gato sólo tenía tres patas.
En el reverso no había nada escrito.
Le pidió a Bowman, el otro agente, dos bolsas de plástico en las que metió con cuidado el portadocumentos y las fotografías. Se acercó a Frank Ritter, el jefe de grupo de la Científica con quien había colaborado otras veces, y le expuso la situación.
– Querría que analizarais este material. Huellas digitales si las hubiera, y un estudio de la ropa de la víctima, con anexos y conexiones. Además quiero una ampliación de las fotos.
– Veremos qué se puede hacer. Pero yo no esperaría demasiado. Todo me parece muy viejo.
«Tenía necesidad de que me lo dijeras tú.»
Mientras hablaban, el cadáver fue extraído del nicho y colocado con delicadeza en una camilla. El forense estaba de pie ante el cuerpo y se inclinó para examinarlo. Aquello que fuera un hombre había llegado a su último día vistiendo un chaleco de tela y unos pantalones de aspecto ordinario.
El forense rodeó la camilla y se puso al lado de Vivien. Limitaron al mínimo las presentaciones.
– Jack Borman.
– Vivien Light.
Los dos sabían quién era el otro, dónde estaban y qué estaban haciendo. En aquel momento, cualquier otra consideración pasaba a un segundo plano.
– ¿Podrá darme alguna pista sobre la causa de la muerte?
– Por la posición de la cabeza, y sin tecnicismos, puedo suponer que alguien le rompió el hueso del cuello. Con qué, no lo sé. Eso quedará claro después de la autopsia.
– ¿Cuánto tiempo cree que llevaba allí?
– Por el estado de conservación, diría que unos quince años, pero también hay que tener en cuenta las condiciones del lugar; con el análisis de los tejidos podremos ser más precisos. Creo que en esto será significativo lo que digan los de la Científica sobre la ropa.
– Gracias.
– De nada.
Mientras el forense se alejaba, Vivien se dio cuenta de que todo lo que podía hacerse ya se había hecho. Dio la orden de trasladar el cadáver, saludó a los presentes y los dejó ocupándose de sus asuntos. Tal como estaban las cosas, decidió que era inútil hablar con el obrero que había encontrado el cadáver. Le había hecho el encargo a Bowman de que anotara los datos de todas las personas que podrían ser útiles para la investigación. Las escucharía más adelante, incluyendo al señor Charles Brokens, el propietario de la empresa que cada mañana se despertaba teniendo a aquella bruja a su lado en la cama.
En los casos de homicidio como ése, los datos más significativos no provenían de los testimonios sino de las revelaciones técnicas. Y esto después de haber puesto en marcha un plan de actuación.
Recorrió en sentido contrario el camino que la había llevado a la escena de un antiguo crimen y se encontró fuera de la zona de obras. Los trabajadores la miraron con una mezcla de admiración y contención. Los dejó atrás y se dirigió a comisaría a buscar el coche. Tenía necesidad de pensar y el fragoroso anonimato de Nueva York era el ambiente apropiado para hacerlo, un contrasentido.
Bellew le había asignado un caso nada fácil. Tal vez porque la creía capaz de resolverlo, pero en estos casos el aprecio era sinónimo de «sácame las castañas del fuego». Y, por lo que había visto, había unas castañas que llevaban en el fuego no menos de quince años, tan tostadas ya que se habían convertido en irreconocibles trozos de carbón.
Pasó ante el ventanal de un bar y un reflejo la empujó a mirar dentro. Sentado a una mesa frente a una chica rubia de pelo largo, estaba Richard. Los dos hablaban y se miraban de un modo que excluía una simple amistad. Se sintió como una mirona y se alejó a toda prisa, antes de que él la descubriera, aunque parecía que no tuviera más ojos que para su acompañante. No era una sorpresa encontrarlo allí. Vivía en la vecindad y en ese mismo bar habían estado juntos varias veces.
«Hubiera sido mejor algunas veces más.»
La historia con él, llena de risas, comidas, vino y sexo tierno y delicado, había durado un año. Una relación que casi pudo haberse definido como amor.
Pero ella, con su trabajo y la situación de Sundance y de su hermana, había tenido cada vez menos tiempo para los dos. Al final, se vio que sería un recorrido demasiado largo para sus fuerzas y la historia se apagó.
Mientras caminaba se dio cuenta de que su problema era el mismo que el de todas las personas que se movían en esa calle y en esa ciudad y en ese mundo, con la jactancia de vivir y la certeza de morir. Por desgracia no había modos alternativos y nadie, ninguna de esas personas, por más que se ilusionara en vivir lo más posible, disponía del tiempo suficiente.