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Ziggy Stardust sabía mimetizarse.

Era capaz de ser un perfecto don nadie entre millones de don nadies que cada mañana respiraban el aire de Nueva York. Era un ejemplo perfecto del ni esto ni aquello: ni alto ni bajo, ni gordo ni delgado, ni guapo ni feo. Un espléndido hombre inexistente, de esos que no se notan, a los que no se recuerda ni se ama.

El rey de la nada.

Pero esa nada era la materia de su arte. Y eso es lo que él creía ser: un artista. Asimismo se definía como un viajero. Cada día recorría en metro un promedio de kilómetros mayor que lo que un usuario normal recorrería en una semana. Para Ziggy Stardust el metro era el reino de los memos. La sede principal de una de sus multiformes actividades: la de carterista. Otra, colateral pero no menos importante, era la de abastecedor fiable de una serie de personas llenas de pasta que amaban el polvo blanco y otros accesorios; sin riesgos ni problemas.

Porque de él no llegarían nunca los problemas.

No era un comercio de grandes proporciones, pero era continuo, una especie de pequeña renta. Sólo una llamada a un número seguro y los señores y señoras de la upper class veían cómo les llegaba a domicilio lo que necesitaban para sus reuniones, o se les facilitaban direcciones para sus jueguecitos. Ellos tenían el dinero, él aquello por lo que pagaban. Este cruce de oferta y demanda era tan natural que no cabían escrúpulos, si es que Ziggy los tenía.

Cada tanto, y cuando podía, Ziggy vendía información a quien tuviera necesidad. A veces incluso a la policía, que a cambio de algún soplo productivo, hecho con la más rigurosa reserva, cerraba los ojos a los frecuentes viajes de Ziggy Stardust en metro.

Por supuesto que ése no era su verdadero nombre. El original no lo recordaba nadie, a veces ni siquiera él. El mote le había caído hacía mucho tiempo, cuando alguien le notó algún parecido con el David Bowie de la época del disco Ziggy Stardust and the Spiders from Mars. Ya no se acordaba de quién había sido ni bajo los efectos de qué sustancia había sido establecido el parecido, pero allí había quedado.

Era lo único que lo sacaba un poco del anonimato en el cual siempre había buscado vivir. No caminaba por el medio de la acera. Siempre se movía cerca de las paredes, en las zonas más oscuras. Cuando se le daba a escoger, prefería ser olvidado antes que recordado. Cada noche entraba en su agujero de Brooklyn, veía la televisión, navegaba en Internet y sólo salía para telefonear. Hacía todas las llamadas de trabajo desde teléfonos públicos. En casa, sobre el aparador, siempre tenía un tubito con monedas de cuarto de dólar para cubrir sus necesidades. Mucha gente aún no entendía por qué el móvil también se llama celular: al mismo tiempo que un teléfono era un vehículo que te llevaba a la cárcel, un furgón celular. Y los que caían porque les habían interceptado el móvil se lo merecían. No por delincuentes, sino por estúpidos.

Aun ahora, mientras bajaba las escaleras de la estación Bleecker Street, vestido como cualquier pasajero, no podía abandonar su vocación de anonimato. Es mejor hacer creer a todos que no eres nadie, antes de que alguien intente demostrártelo.

Llegó al andén y subió a un vagón de la línea verde, dirección Uptown. La apertura y cierre de las puertas, la entrada y salida constante de pasajeros cansados y con deseos de estar en otra parte, significaba empujones, cuerpos en contacto y olor a sudor. Para él también significaba despiste y billeteras, los dos elementos básicos de su trabajo. Siempre había un bolso parcialmente abierto, un bolsillo mal cerrado, una mochila al lado de alguien inmerso en un libro tan interesante que le hacía olvidar el resto. A veces Ziggy había pensado que sobre los autores de bestsellers tendría que caer parte de la acusación de complicidad en los casos de carterismo en el metro.

Claro, ya no era la época de oro. Ahora imperaban las tarjetas de crédito y circulaba menos efectivo. Por esta razón había decidido ampliar su negocio y diversificar las actividades, como aconsejaban los brokers en televisión.

Al principio se sorprendió de sí mismo. Nunca se había identificado con una persona a la que pudiese aplicarse esa definición. En el pensamiento aparecía la imagen de tu tarjeta de visita.

Ziggy Stardust

Broker

Faltó poco para que se echara a reír.

«Atención: la puerta está por cerrarse», dijo la voz grabada.

Se desplazó hacia la parte interior del vagón, donde había más pasajeros. Pasó de largo frente a un par de personas entre codazos y vaharadas de ajo. Sentado al lado de la puerta había un tipo con una chaqueta militar verde. No pudo establecer su edad porque desde debajo de la chaqueta salía una capucha de chándal que le tapaba parte de la cara. Tenía la cabeza un poco ladeada, como si el balanceo del tren lo hubiera amodorrado. Junto a sus pies había una bolsa de tela oscura, del tamaño de un maletín de ejecutivo.

Ziggy tuvo un ligero hormigueo en la yema de los dedos. Una parte de él revelaba una percepción casi extrasensorial cuando localizaba a una víctima. Era una especie de condición remota que a veces le daba la idea de haber nacido para su oficio. Lo cierto era que de la ropa de ese tipo no podía deducirse que la bolsa contuviese nada de valor. De todos modos, las manos sobre las rodillas no eran las de una persona que hace trabajo pesado, y el reloj parecía de marca.

Según Ziggy, había algo que iba más allá de la apariencia. Su instinto lo había traicionado pocas veces y con el tiempo había decidido confiar en él.

Recordaba una vez en que, sin ninguna inspiración, le había quitado la billetera a un tipo de camisa y corbata, sólo porque al rozarlo su tacto había notado un abrigo de cachemir que debía de costar cuatro mil dólares. Sin otra pista, salvo la aparente referencia de una tela, se había puesto en marcha. Poco después había encontrado siete dólares en la billetera de aquel tipo, además de una tarjeta de crédito y el abono del metro.

Un indigente.

Se acercó al hombre de la chaqueta verde, ubicándose en el otro lado de la puerta. Esperó un par de paradas. El número de pasajeros iba en aumento. Se desplazó hacia el centro del vagón y después, como para dejar libre la entrada, se colocó junto al tipo.

La bolsa de tela seguía en el suelo. Estaba cerca de sus pies, a la izquierda, con el asa en una posición perfecta para ser cogida en la parada apropiada mientras los otros pasajeros subían. Controló que el hombre mantuviera la cabeza en la misma posición. No se había movido. Muchos se amodorraban en el tren, en especial los que tenían un largo trayecto por delante. Ziggy se convenció de que el tipo era una de esas personas. Esperó a que llegaran a la estación Grand Central, donde era habitual que el flujo de pasajeros que bajaban y entraban fuera mayor. Apenas se abrieron las puertas, con un movimiento extremadamente veloz a la vez que natural, cogió la bolsa y salió. De inmediato la escondió con el cuerpo.