Con el rabillo del ojo y mientras trataba de fundirse con el gentío, creyó ver una chaqueta verde que salía del vagón un instante antes de la partida.
«Mierda.»
La Grand Central estaba siempre llena de bofia y si el tipo lo había descubierto tendría que pasar unos días a la sombra.
Adelantó a un par de policías, y a un hombre mayor y una joven negra que charlaban fuera de la estación. No ocurrió nada. Nadie vino corriendo y gritando «¡Al ladrón!» para llamar la atención de los dos agentes. Prefirió no volverse para darle al tipo la impresión de que no se había dado cuenta de nada.
Salió a la calle Cuarenta y dos y dobló a la derecha y una vez más a la derecha, por Vanderbilt. Era un trecho con poco tráfico, el lugar justo para comprobar si el hombre de la chaqueta verde lo seguía o no. Volvió a entrar en la terminal por un ingreso lateral, aprovechando la ocasión para echar un vistazo distraído a la derecha. En la esquina no vio que doblara nadie que se pareciese al de la chaqueta verde. Pero eso no significaba mucho. Si era un tipo avispado sabría cómo seguir a alguien sin ser visto. Del mismo modo en que él sabía cómo despistar a alguien que lo siguiera. Enseguida se preguntó cómo era que ese individuo no había hablado con los polis. Si se había dado cuenta del robo y lo había seguido para ocuparse de él en persona, podía significar dos cosas.
La primera: corría el riesgo de que fuera un sujeto peligroso. La segunda: en la bolsa podría haber algo de valor que era mejor que no cayese en manos de la policía. Y en la medida en que lo segundo era posible, iba creciendo el interés de Ziggy por el contenido. Pero al mismo tiempo el tipo se le representaba mucho más peligroso.
Su luminoso presentimiento se estaba oscureciendo como el cielo en una tormenta inminente. Bajó al nivel inferior, saturado de restaurantes étnicos y personas que bebían y comían a todas horas, antes de la partida del tren o tras la llegada. El enorme vestíbulo estaba lleno de letreros, colores, olores de comida y una tensa atmósfera de prisas. Y esto último era lo que más se le contagiaba, aun cuando se impusiera caminar con marcha normal.
Llegó a la parte opuesta y mientras subía por la escalinata volvió la mirada para controlar la calle. No había personas sospechosas y empezó a tranquilizarse. Quizá fuera sólo una sensación. Tal vez se estaba haciendo viejo para ese trabajo.
Siguió las señales y volvió al metro. Se encaminó a la estación de la línea violeta, la que llevaba a la parte alta, a Queens. Esperó la llegada del tren y siguió el flujo de los pasajeros que entraban al vagón. Una precaución necesaria. Si se admitía que el hombre de la chaqueta verde lo estaba siguiendo, no se arriesgaría en un lugar lleno de gente. Esperó con aire indiferente hasta que la consabida voz anunció que las puertas estaban por cerrarse.
Sólo entonces volvió al andén con un movimiento rápido, como un pasajero que se da cuenta de golpe de que se ha equivocado de tren. Dejó a sus espaldas el tren que se iba y se dirigió hacia la línea verde que iba al Downtown y después proseguía hasta Brooklyn.
Hizo el viaje en varias etapas, esperando el tren siguiente en cada parada, y cada vez hizo que su mirada vagara de un lado a otro. Anónimo entre gente harta y también anónima, a veces con esos rasgos de color humano que hacen de Nueva York un lugar único. Si es que a alguien le quedan ganas de comparar lugares.
Cuando decidió que todo estaba tranquilo, después de la última parada encontró un asiento. Se sentó y esperó con la bolsa en el regazo, ganándole a la curiosidad de abrirla para ver qué contenía. Mejor en casa, donde podría examinarlo todo con calma y sin prisas.
Ziggy Stardust sabía esperar.
Lo había hecho así toda la vida, desde que era niño y se las había arreglado de miles de maneras para unir el desayuno con la cena. Y había seguido así, sin caer nunca en la mala costumbre de la avidez. Conformándose, pero con la férrea certeza de que un día todo cambiaría de golpe. Su vida, su casa, su nombre.
Adiós, Ziggy Stardust; bienvenido, señor Zbigniew Malone.
Una vez más cambió de línea antes de llegar a una estación cercana a su casa. Vivía en Brooklyn, en el barrio donde había la mayor concentración de haitianos y donde hasta los carteles y menús de algunos restaurantes estaban en francés. Un mundo multiétnico, con mujeres de culo enorme y voz aguda y niños con el paso cadencioso y gorras con la visera de lado. En la frontera de esa zona estaba el mundo ordenado y bien compuesto del barrio judío de Brooklyn, chalés con jardines bien cuidados y un Mercedes en el sendero de entrada. Personas silenciosas que se movían como sombras oscuras, la expresión seria bajo sus sombreros negros. Cada vez que los veía, Ziggy tenía la impresión de que rezaban aun cuando contaban el dinero.
Pero él estaba bien donde estaba. Hasta que llegara el día en que pudiera permitirse decir basta y elegir.
Alguien había pintado un grafiti en una pared sin ventana de la casa donde vivía Ziggy. El artista no era gran cosa, pero en un lugar tan deslavado esos colores aportaban un poco de alegría.
Bajó los escalones que llevaban al semisótano donde vivía. Una sola habitación con un baño minúsculo, muebles adocenados y viejos, y olor a cocina exótica que descendía desde las plantas superiores. La cama sin hacer estaba apoyada contra la pared que daba al frente, bajo el ventanuco alto que dejaba entrar un poco de luz. Todo parecía pertenecer a otra época, hasta el toque de modernidad de un televisor de alta definición, el ordenador y la impresora All-in-one sobre los que había una capa de polvo.
La única nota extraña e inusual era una biblioteca en la pared izquierda, llena de volúmenes perfectamente dispuestos y en orden alfabético. Había otros libros en diferentes partes de la habitación. Y hasta una pila de ejemplares hacía las veces de mesilla de noche junto a la cama.
Ziggy apoyó la bolsa sobre la mesa repleta de revistas viejas, se quitó la chaqueta y la arrojó sobre la butaca. Cogió la bolsa y se sentó en la cama. La abrió, empezó a vaciarla y dejar el contenido sobre la sábana. Había dos periódicos, el New York Times y el USA Today, una cajita de plástico amarillo y azul que le pareció como un mini-kit de herramientas de trabajo, un rollo de alambre de cobre y otro de cinta adhesiva gris, de la que usan los electricistas. Después sacó lo de más peso, que mantenía tensa la bolsa. Un álbum de fotos con la cubierta de piel marrón y hojas de papel áspero del mismo color, lleno de viejas imágenes en blanco y negro, personas y lugares que no conocía. Todas eran fotos de otros tiempos. Por la ropa, al azar habría dicho que se trataba de los años setenta. Pasó varias páginas. Una imagen le llamó la atención. La quitó de los esquineros adhesivos que la fijaban al papel y se quedó un rato mirándola. Un muchacho de pelo largo sonreía, pero la sonrisa no le llegaba a los ojos. Tenía un gran gato negro en brazos. La foto, quizá por casualidad, había logrado captar una extraña pertenencia recíproca, como si esos dos seres, cada uno en su especie, fuesen el uno reflejo del otro.