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Vivien lo agredió, porque sentía ganas de pegarle cada vez que lo veía o lo oía. En ese momento, si hubiera estado sentado a su lado, le habría roto la nariz de un codazo.

– ¿Cuánto hace que no ves a tu mujer? ¿Cuánto tiempo hace que no ves a tu hija? ¿Por cuánto tiempo crees que podrás seguir escondiéndote?

– Vivien. Yo no me escondo, yo…

– ¡Yo, una mierda, grandísimo hijo de puta!

Había aullado. Y se había equivocado al hacerlo. El desprecio que sentía por ese hombre no tenía que manifestarse con bramidos. Debía expresarse con el silbido de una serpiente.

Y se transformó en serpiente.

– Nathan, tú eres un gallina. Lo has sido siempre y lo seguirás siendo. Y cuando te encontraste con dificultades demasiado grandes para ti, hiciste lo único que sabes hacer: salir pitando.

– Siempre he cubierto todas sus necesidades. A veces hay elecciones que…

Ella lo interrumpió con brusquedad.

– No tenías elección. Tenías responsabilidades y debías asumirlas. Esa basura de cheque que envías cada mes no es suficiente para compensar tu fuga. Y mucho menos para dar paz a tu conciencia. O sea que no me llames para saber cómo está tu mujer. Ni para preguntarme por tu hija. Si quieres sentirte mejor, levanta ese puto culo sobre el que te sientas y ve a comprobarlo personalmente.

Apretó el fin de llamada con tanta fuerza que por un momento temió haberlo roto. Se quedó mirando al frente, mientras conducía y escuchaba los latidos de su corazón. Una pocas y punzantes lágrimas le empañaron los ojos. Se secó la cara con el dorso de la mano y trató de serenarse.

Para poder olvidar el lugar donde había estado por la mañana y al cual estaba yendo ahora, se refugió en lo único seguro que tenía: el trabajo.

Trató de desechar cualquier pensamiento no relacionado con la investigación que debía afrontar. Convocó la imagen del brazo que sobresalía de una brecha en un muro, la desolación de esa cabeza de piel acartonada apoyada sobre unos hombros que no eran más que residuos de piel y huesos.

Aun cuando la práctica le enseñaba que todo era posible, esa misma experiencia le hacía temer que sería muy difícil obtener la identidad de aquel hombre enterrado entre paredes. Las construcciones solían ser un lugar preferido por el hampa para esconder a las víctimas de sus arreglos de cuentas. Cuando se trataba de profesionales, los cadáveres eran sepultados desnudos, o sin las etiquetas de la ropa, por si alguna vez eran encontrados. A algunos les llegaban a borrar con ácido las huellas digitales. Cuando examinó el cuerpo, notó que eso no había ocurrido en este caso, y que las etiquetas estaban en su lugar, aunque muy deterioradas. Eso podía significar que no se trataba de profesionales, sino de un homicida ocasional que no había tenido la frialdad o la experiencia para eliminar posibles rastros.

Pero ¿quién podía tener la posibilidad de esconder un cuerpo en un bloque de cemento o entre paredes? Era algo bastante difícil para cualquiera, salvo que se hiciera con la complicidad de un especialista. O quizás el culpable lo era: un trabajador de una empresa de construcciones. El crimen, fuese cual fuera el móvil, bien podría haber sido la acción aislada de un hombre común contra otro hombre común, sin intervención de la delincuencia organizada.

La única pista estaba encarnada en esas fotos, sobre todo en ese raro gato con tres…

– ¡Mierda!

Enredada en sus pensamientos no se había percatado de que el atajo por la Hutchinson River Parkway estaba colapsado por una fila de vehículos. Pisó el freno y se desvió a la izquierda para no chocar con el coche que la precedía. El conductor de una gran furgoneta tocó varias veces el claxon. Por el retrovisor Vivien vio que, adelantándose sobre el parabrisas, el tipo le mostraba el dedo corazón.

Por lo general odiaba recurrir a ciertos medios cuando no estaba de servicio, pero esta vez decidió que la prisa la exoneraba. Más que el gesto del hombre, su propia distracción la había puesto nerviosa. Cogió del asiento trasero la luz giratoria magnética, abrió la ventanilla, la encendió y la apoyó en el techo.

Con una sonrisa vio cómo el hombre bajaba la mano y se apoyaba en el respaldo. En la medida en que les fue posible, los coches que tenía delante se apartaron para facilitar su paso. Se dirigió a Zerega Avenue, y un par de manzanas después de haber doblado en la Logan, se encontró en un lateral de la iglesia de Saint Benedict.

Aparcó el XC60 en un lugar libre al otro lado de la calle. Durante un rato se quedó observando la fachada de ladrillos claros, la pequeña escalinata que conducía a los tres portones de entrada, coronados por arcos, enmarcados en columnas y decorados con pinturas.

Era una construcción nueva. No había que buscar su historia en el pasado sino en lo que el presente estaba construyendo para el futuro. Nunca pensó Vivien que un lugar como ése pudiera volverse tan familiar para ella.

Se apeó del coche y cruzó la calle.

En el aire ya imperaba ese tipo de penumbra que confunde los colores de los gatos, pero todavía quedaba luz suficiente como para reconocer a una persona. Estaba por dirigirse a la vicaría cuando vio al padre Ángelo Cremonesi, uno de los curas de la parroquia, que salía por la entrada principal acompañado de dos personas, un hombre y una mujer. Por lo general las confesiones se realizaban los sábados de cuatro a cinco, pero era un horario más elástico que riguroso.

Vivien subió los escalones y se le acercó. El sacerdote se detuvo y la pareja que iba con él se alejó.

– Buenas tardes, señorita Light.

– Buenas tardes, padre.

Vivien le estrechó la mano. Era un hombre de más de sesenta años, de cabello blanco, aspecto saludable y mirada bondadosa. La primera vez que lo había visto le recordó a Spencer Tracy en una película de los años cincuenta.

– Ha venido a llevarse a su sobrina.

– Sí. He hablado con el padre McKean y los dos creemos que ha llegado el momento de probar que pase un par de días en mi casa. La traeré el lunes por la mañana.

Al pronunciar el nombre le vinieron a la mente la cara y la mirada de Michael McKean. Tenía un rostro expresivo y unos ojos que daban la sensación de poder entrar en las personas y atravesar las paredes sin esfuerzo. Quizá fuera esa capacidad de ver más allá lo que lo hacía estar disponible cada vez que había necesidad de él.

El párroco, un hombre dócil pero demasiado meticuloso, se puso a puntualizar hechos.

– El padre McKean hoy no está y por ello pide disculpas. Los chicos todavía están en el muelle. Una persona amable, de la que no recuerdo el nombre, se ofreció para llevarlos a un paseo en un velero. Me acaba de llamar John, que está al tanto de su acuerdo con Michael, y me ha dicho que están terminando de arreglar sus cosas y que estarán aquí en un momento.

– Muy bien.

– Quizá quiera esperar en la vicaría.