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John Kortighan se había quedado atrás, en el umbral. Protector y vigilante, como siempre. Pero también discreto, para no invadir con su presencia aquel momento de intimidad. Le dirigió un gesto de asentimiento con la cabeza, que era a la vez un saludo y una validación. Vivien devolvió el saludo. John Kortighan era el brazo derecho del padre McKean, el sacerdote que había fundado Joy, la comunidad que en ese momento cuidaba de Sundance y otros chicos con experiencias como la suya.

Vivien le hizo a su sobrina una leve caricia en la mejilla. Cada vez que la veía no podía evitar un sentimiento de culpa. Por todo lo que no había hecho. Por estar tan ocupada atendiendo a gente lejana como para no entender que quien más necesidad tenía de ella se encontraba a un paso de distancia. Alguien que, a su manera, había pedido ayuda sin que nadie la escuchase.

– Me alegro de verte, Sunny. Hoy estás muy guapa.

La chica sonrió. En sus ojos había un aire pícaro, pero no provocativo.

– Tú eres guapa, Vunny. Yo soy estupenda, deberías saberlo.

Habían reiniciado ese juego de cuando era una niña, cuando se habían puesto esos apodos, Sunny y Vunny, que de alguna manera se habían convertido en un código. La época en que Vivien la peinaba y le decía que un día se convertiría en una mujer estupenda. Tal vez en una modelo, quizás en una actriz. E imaginaban juntas todo lo que podría llegar a ser.

«Todo, menos lo que efectivamente ha sido…»

– Bien, ¿vamos?

– Claro. Estoy lista.

La chica levantó el saco en que llevaba ropa para los días que pasarían juntas.

– ¿Has traído la ropa de rock?

– El uniforme reglamentario.

Vivien había logrado hacerse con dos entradas para el concierto de U2 del día siguiente en el Madison Square Garden.

Sundance era fan de la banda y esa circunstancia había favorecido no poco la concesión de dos días de permiso de Joy.

– Entonces iremos.

Se acercaron a John Kortighan. Era un tipo de estatura mediana, con un cuerpo enérgico, vestido con unos tejanos comunes y una camiseta de algodón. Tenía una expresión franca, ojos sin sorpresas y el aire decidido de quien piensa más en el futuro que en el pasado.

– Adiós, Sundance. Nos veremos el lunes.

Vivien le ofreció la mano. El hombre la estrechó con vigor.

– Gracias, John.

– Gracias a ti. Diviértete y haz que se divierta. Marchaos, yo me quedaré todavía un poco.

Salieron dejando al hombre en la calma de la iglesia.

La noche había abandonado cualquier traza de luz natural para vestirse con la ostentación de las luces artificiales. Subieron al coche y se dirigieron a Manhattan, el triunfo de ese make-up luminoso. Vivien conducía con serenidad y escuchaba lo que le decía su sobrina, dejando espacio a cualquier argumento que decidiera abrir.

Vivien no nombró a la madre y la muchacha tampoco lo hizo, como si por un acuerdo tácito cualquier pensamiento oscuro debiera apartarse en ese momento. No era para engañar a la memoria, ni para ignorarla. Sin necesidad de decirlo, cada una custodiaba dentro de sí la certeza de que lo que estaban tratando de reconstruir no era sólo para ellas.

Siguieron de esa manera hasta que Vivien, con cada giro de las ruedas y cada latido del corazón, tuvo la sensación de que sus papeles de tía y sobrina se transformaban poco a poco en los de amigas. Sintió que se disolvía algo dentro de sí, que se decoloraba la imagen de Greta que atormentaba sus días, y se esfumaba la que atormentaba sus noches: Sundance desnuda en brazos de un hombre más viejo que su padre.

Estaban dejando atrás la Roosevelt Island y bordeaban el East River hacia el Downtown cuando aquello ocurrió. A la derecha, medio kilómetro por delante de ellas, el fulgor de una luz se superpuso y borró todas las otras y por un instante pareció la concentración de todas las luces del mundo.

Después, el pavimento pareció temblar bajo las ruedas del coche y a través de las ventanillas llegó la inequívoca evidencia de una explosión.

12

Russell Wade acababa de entrar en su casa cuando de golpe un brillante e inesperado resplandor llegó desde el Lower East Side. Las grandes ventanas, que iban del techo al suelo, se transformaron en el marco de ese relámpago, algo tan vivido que casi parecía un juego. Pero el relámpago no se apagó y siguió ardiendo y neutralizando todas las luces distantes. A través del filtro de los vidrios antiderrumbe llegó un estruendo que no era el de un trueno sino su humano y destructivo remedo. Y a continuación una sinfonía heterogénea de dispositivos de alarma, puestos en marcha por el desplazamiento del aire, insertos sin ferocidad, como pequeños e inútiles perritos que ladraran desde una jaula.

La vibración hizo que por puro reflejo Russell diera un paso atrás. Sabía qué había sucedido. Lo había entendido al instante. Lo había ya visto y probado en propia carne en otro lugar. Sabía que ese resplandor significaba sorpresa e incredulidad, polvo y dolor, alaridos, heridos, maldiciones y rezos.

Significaba muerte.

Y con un resplandor igual de inesperado, un flash de imágenes y recuerdos.

– Robert, por favor…

Su hermano, ya presa de la ansiedad, estaba controlando las cámaras y los objetivos y que los rollos estuviesen en su sitio en los bolsillos del chaleco. Sin mirarlo a la cara. Tal vez se avergonzaba de aquello. Tal vez en su mente ya veía las fotos que sacaría.

– No pasará nada, Russell. Tú sólo tienes que estar tranquilo.

– ¿Y tú adónde vas?

Robert había sentido el olor de su miedo. Estaba acostumbrado a ese olor. Toda la ciudad estaba impregnada de ese olor. Se respiraba en el aire. Como un mal presentimiento que crece, como una pesadilla que no se borra al despertar, como esos alaridos de moribundos que no terminan con la muerte.

Robert lo había mirado con unos ojos que quizá lo vieran por primera vez desde que estaban en Pristina. Un chico aterrorizado que no tenía por qué estar allí.

– Tengo que salir. Tengo que estar presente.

Russell había entendido que no podía ser de otro modo. Y al mismo tiempo había entendido que ni en cien vidas habría podido ser como su hermano. Había vuelto al sótano, bajo la trampilla oculta por una vieja alfombra, y Robert había salido por la puerta. Al sol, al polvo, a la guerra.