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«Así son las casas de Charlie», le había dicho el sargento.

Charlie era el mote con que los soldados estadounidenses se referían al enemigo. El entrenamiento empezó y terminó. Les habían enseñado todo lo que debían saber. Pero lo habían hecho deprisa y sin demasiada convicción; claro, convicción había poca en aquellos tiempos. Cada uno tendría que haberse enseñado a sí mismo y por su cuenta, sobre todo a distinguir entre las caras idénticas que lo rodeaban quién era un vietcong y quién un campesino sudvietnamita amigo. La sonrisa con que se acercaban era la misma en ambos casos, pero lo que llevaban consigo podía ser muy diferente. Tal vez una granada.

Como en el caso del hombre negro que en ese momento se acercaba, empujando las ruedas de una silla con sus fuertes brazos. Entre los veteranos del hospital, a la espera de reconstrucción, era el único con quien Wendell había entablado amistad.

Jeff B. Anderson, de Atlanta. Había sido víctima de un atentado en Saigón cuando salía de un prostíbulo. A diferencia de quienes lo acompañaban, había sobrevivido, pero paralizado de la cintura hacia abajo. Ninguna gloria, ninguna medalla. Sólo curaciones y vergüenza. Pero en Vietnam la gloria era un hecho casual, y las medallas muchas veces no valían ni el metal con que estaban hechas.

Jeff detuvo la silla de ruedas apoyando las manos en el caucho.

– Hola, cabo. He oído cosas raras sobre ti.

– En este lugar, muchas de las cosas que se dicen suelen ser verdad.

– Entonces es cierto. ¿Vuelves a casa?

– Sí, vuelvo a casa.

La siguiente pregunta llegó tras una fracción de segundo, algo tan breve como interminable, porque era una pregunta que Jeff se había hecho a sí mismo muchas veces.

– ¿Podrás?

– ¿Y tú?

Ambos prefirieron no dar una respuesta y dejar al otro la facultad de imaginarla. El silencio entre ellos era el resumen de muchas conversaciones anteriores. Habían tenido muchas cosas de las que hablar, otras tantas que maldecir, y lo que ahora no decían era la síntesis.

– No sé si envidiarte -dijo Jeff.

– Si te interesa saberlo, yo tampoco lo sé.

El hombre de la silla de ruedas contrajo la expresión. Las palabras salieron de sus labios con la voz quebrada por una cólera tardía e inútil.

– Si sólo hubieran bombardeado esos malditos diques… -Jeff dejó la frase truncada. Sus palabras evocaban espectros que muchas veces ambos habían tratado de exorcizar sin lograrlo.

El cabo Wendell Johnson sacudió la cabeza.

Lo que se había hecho era parte de la historia, y lo que no se había hecho quedaba como una hipótesis sin posibilidad de ratificación. A pesar de los bombardeos masivos a que había sido sometido Vietnam del Norte, durante los cuales se había arrojado el triple de bombas que en la Segunda Guerra Mundial, nadie había ordenado machacar los diques del río Rojo. No pocos pensaban que hubiera sido un golpe decisivo, pues las aguas habrían anegado los valles, pero el mundo habría señalado como crimen contra la humanidad el genocidio resultante.

Pero tal vez la guerra hubiera terminado de otro modo.

Sólo tal vez.

– Habrían muerto centenares de miles de personas, Jeff.

El hombre de la silla de ruedas alzó una mirada fluctuante, imprecisa. Quizá fuera una última demanda a una compasión suspendida entre el remordimiento y la añoranza. Después se volvió y miró un punto lejano, más allá de la copa de los árboles.

– ¿Sabes? Hay momentos en los que estoy despistado y apoyo las manos en la silla para levantarme. Después me acuerdo de mi estado y me maldigo. -Respiró profundamente, como si tuviera necesidad de mucho aire para decir lo que añadió-: Me maldigo por estar así, y sobre todo porque sacrificaría la vida de millones de aquellas personas si de ese modo pudiera recuperar mis piernas. -Volvió a mirarlo a los ojos-. ¿Qué ha ocurrido, Wen? Y, sobre todo, ¿por qué ha ocurrido?

– No lo sé. Y no creo que nadie llegue a saberlo nunca.

Jeff apoyó las manos en las ruedas y empezó a mover la silla adelante y atrás, como si con esa pantomima pudiera recordar que todavía estaba vivo. O quizá fuera sólo un gesto mecánico, de distracción, uno de esos instantes en los que pensaba que podía levantarse y salir caminando. Siguió pensando unos segundos antes de continuar.

– En cierta época decían que los comunistas se comían a los niños. -Miraba a Wendell sin verlo, como si estuviera visualizando las imágenes que evocaban sus palabras-. Nosotros combatimos a los comunistas. Quizá por eso no nos comieron.

Después de una nueva pausa su voz fue sólo un susurro.

– Sólo nos masticaron y nos escupieron.

Tomó aire y le tendió la mano. El cabo la estrechó, sintiéndola firme y seca.

– Que tengas suerte, Jeff.

– Que te den por culo, Wen. Y vete de una vez. Odio ponerme a lloriquear delante de un blanco. En mi piel hasta las lágrimas parecen negras.

Wendell se alejó con la clara sensación de que estaba perdiendo algo. Ambos lo estaban perdiendo. Además de lo que ya habían perdido. Había dado pocos pasos cuando la voz de Jeff lo hizo detenerse.

– Por cierto, Wen…

Se volvió y lo vio. Una sombra de hombre y máquina contra el atardecer.

– Fóllate una de mi parte. -E hizo un inequívoco gesto con las manos.

La respuesta de Wendell fue una sonrisa.

– Está bien. Cuando suceda, será en tu nombre.

El cabo Wendell Johnson se alejó, con un paso que todavía era el de un soldado, para su disgusto. Llegó al alojamiento sin saludar ni hablar con nadie. Entró en su cuarto. La puerta del baño estaba cerrada, siempre la mantenía así porque el espejo estaba colocado frente a la entrada. Quería evitar que su cara fuera la primera imagen que lo recibiera.

Se obligó a pensar que desde el día siguiente tendría que acostumbrarse. No existían los espejos benévolos, eran sólo superficies que reflejaban con exactitud lo que había. Sin piedad, con el involuntario sadismo de la indiferencia.

Se quitó la camisa y la lanzó sobre una silla, lejos de la seducción autoflagelante del otro espejo, el que había dentro del armario empotrado. Se quitó los zapatos y se echó en la cama con las manos bajo la nuca, piel áspera contra piel áspera, una sensación a la que ya estaba acostumbrado.

Desde la ventana, más allá de los batientes semicerrados, llegaba el golpeteo rítmico de un pájaro carpintero, atareado entre los árboles.

Tipi-tipi-tipi-tipi… Tipi-tipi-tipi-tipi…

Su memoria hizo una cabriola viciosa y ese sonido se transformó en la tos sorda de un AK-47, y después en una maraña de voces e imágenes.