Thornton se había apoyado en el respaldo de cuero. Sus hombros se habían relajado, como siempre le sucedía ante situaciones sin esperanza.
– Russell. Te conozco desde que eras un niño. No pienses que…
– Abogado, usted no está aquí para condenar o absolver. Para eso están los jueces. Ni para darme consejos. Para eso están los curas. Usted sólo debe sacarme de los follones, cuando se le requiere para hacerlo.
Russell se había vuelto y lo miraba con una media sonrisa.
– Y creo que le pagan para hacerlo. Con generosidad, con una tarifa por horas que corresponde al sueldo semanal de un obrero.
– ¿Sacarte de «follones», dices? Es lo que hago una y otra vez. Me parece que últimamente ocurre más a menudo de lo que sería aconsejable.
El abogado hizo una pausa, como para decidir si agregaba algo o no. Al fin decidió lo primero.
– Russell, cada uno tiene el derecho, sancionado por la Constitución y su propio cerebro, de destruirse como le plazca. Y en ese sentido tú tienes una fantasía muy creativa.
Lo miró a los ojos y se transformó: de complaciente abogado defensor en verdugo.
– De ahora en adelante estaré contento de renunciar a mi tarifa. Cuando convenga, le diré a tu madre que contrate otro abogado. Y me quedaré sentado con un cigarro y un vaso de buen whisky, contemplando el espectáculo de tu demolición.
No le dijo nada más, porque nada más había para decir. La limusina lo dejó frente a su casa, en la calle Veintinueve, entre las avenidas Park y Madison. Bajó sin saludar ni esperar un saludo. Todo ello a la luz de un velado desprecio humano y una eficaz indiferencia profesional. Subió a su piso después de coger al vuelo las llaves que le daba el portero. Apenas había abierto la puerta cuando sonó el teléfono. Russell sabía quién era. Levantó el auricular.
– ¿Si?
Esperaba oír una voz. Y esa voz llegó.
– Hola, fotógrafo. Te ha ido mal ayer, ¿eh? En el juego y con la pasma.
Russell visualizó su imagen. Un hombre negro, grande, con gafas oscuras permanentes y una papada que trataba inútilmente de tapar con una barbita, una mano llena de anillos que sostenía un móvil, hundido en el asiento de atrás de un Mercedes.
– LaMarr, no estoy de humor para oír tus tonterías. ¿Qué quieres?
– Lo sabes bien, jovencito. Pasta.
– En este momento no tengo.
– Bien. Me temo que sería mejor que la consigas cuanto antes.
– ¿Qué me harás? ¿Matarme?
Oyó una fuerte risotada llena de escarnio. Y una amenaza humillante.
– No te digo que no me tiente, ¿sabes? Pero no soy tan estúpido como para meterte en un cajón con los cincuenta mil dólares que me debes. Lo que haré es mandarte a un par de mis muchachos para que te expliquen algunas cosas de la vida. Después dejaré que te cures. Y a continuación te los mandaré de nuevo, hasta que los recibas con mi dinero en la mano, que mientras tanto se habrá transformado en sesenta mil, si no más.
– Eres un cabronazo, LaMarr.
– Sí. Y no veo la hora de demostrarte hasta qué punto. Adiós, fotógrafo del carajo. Preséntate a La rueda de la fortuna, quizá te vaya mejor.
Russell colgó con las mandíbulas apretadas, atragantándose con la risotada de LaMarr Monroe, uno de los más grandes bastardos de las noches de Nueva York. Sabía que por desgracia ese tipo no hablaba por hablar. Era alguien que cumplía sus promesas, sobre todo cuando corría el riesgo de quedar como un idiota.
Fue al dormitorio y se desnudó, tirando la ropa al suelo. La chaqueta rota acabó en el cubo de la basura. Se dirigió al baño dispuesto a ducharse y afeitarse, con la tentación de poner la espuma en el espejo en vez de en la cara. Para no verse. Para no ver su expresión. Después se sintió solo. Y ese concepto para él significaba que estaba en casa sin nada para beber, sin una raya de coca y sin un céntimo.
El piso donde vivía era suyo, aunque sólo oficiosamente. En realidad estaba a nombre de una sociedad de la familia. Hasta los muebles habían sido elegidos con buen gusto por un decorador pagado por su madre, entre el gran surtido a buen precio de Ikea y otros grandes almacenes similares. Y por un simple motivo: todos sabían que Russell habría vendido cualquier cosa de valor con la que estuviera en contacto y que habría invertido el dinero en una mesa de juego.
Algo que había sucedido con frecuencia en el pasado.
Coches, relojes, cuadros, alfombras.
Todo.
Con precisión maníaca y furia destructiva.
Russell se sentó en el sofá. Habría podido telefonear a Miriam o a otra de las modelos que frecuentaba en esa época, pero tenerlas en casa requeriría, en uno u otro momento, tener la capacidad de esparcir sobre la mesa un poco de polvo blanco. Y tener el dinero para conseguirlo. En ese momento en que se sentía vacío por dentro, albergaba deseos de tener al menos algo alrededor. Pero todo costaba dinero. Un pensamiento había cruzado su mente.
O, mejor aún, un nombre.
Ziggy.
Había conocido a ese hombrecito insignificante hacía muchos años. Era informador de su hermano. Un tipo que a veces le soplaba sobre movimientos interesantes en la ciudad que Robert definía como de «más allá de la frontera». Lo que se necesitaba saber, porque cada hecho podría transformarse en noticia. Después de la muerte de Robert, y por diferentes motivos, habían seguido en contacto. Uno de los cuales era que Ziggy, en memoria de su hermano, le conseguía lo que necesitaba y le daba crédito. Y algún pequeño préstamo cuando como ahora estaba sin blanca. Russell ignoraba el motivo de esa fidelidad y esa confianza. Pero allí estaban, y cuando le era necesario las aprovechaba.
Ziggy no usaba teléfono móvil y el procedimiento para contactar con él era demasiado arduo. Después de algunos recorridos nerviosos entre el salón y el dormitorio tomó una decisión. Bajó al garaje y sacó el coche, que conducía de vez en cuando y sin ganas. Quizá porque sólo era un Nissan de unos pocos miles de dólares y no estaba a su nombre. Comprobó que la gasolina le alcanzara para ir y volver. Conocía la dirección de Ziggy y allí se dirigió, siguiendo los espasmos del tráfico hacia Brooklyn. Hizo el viaje automáticamente. Vio pasar la ciudad sin mirarla, para devolver la falta de mirada de la ciudad hacia él.