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Le dolía el labio y le quemaban los ojos, pese a las gafas de sol.

Atravesó el puente ignorando el paisaje de Manhattan y de Brooklyn Heights y penetró en unos barrios donde una gente cualquiera vivía una vida cualquiera. Lugares sin ilusiones y sin resultados, diseñados con los desvaídos colores de la realidad, sitios que solía frecuentar porque era allí donde brotaban los garitos clandestinos y donde uno podía encontrar lo que necesitaba.

Bastaba con tener pocos escrúpulos y suficiente dinero.

Llegó a la casa de Ziggy casi sin darse cuenta. Aparcó cerca del edificio y fue andando. Empujó la puerta de entrada y bajó los escalones que conducían al semisótano. Allí no había vigilancia y el portero eléctrico era una formalidad superada desde hacía tiempo. Después de la escalera dobló a la izquierda. Las paredes eran de ladrillos industriales pintados a toda prisa de un color que debía de ser beige. Todas las paredes estaban manchadas y olía a humedad y col hervida. Después del recodo se encontró con una serie de puertas marrones desteñidas. Una persona estaba saliendo de la puerta a la que él se dirigía, al fondo a la derecha. Un hombre con una chaqueta verde de tipo militar y una capucha que le cubría la cabeza que se volvió rápidamente hacia el otro lado del corredor, para desaparecer en la esquina opuesta, en la escalera que llevaba al patio de entrada.

Russell no le prestó mayor atención. Pensó que el hombre era uno de los muchos contactos que cada día debía de tener el listillo de Ziggy. Cuando llegó al umbral encontró la puerta entornada. La abrió y su mirada cayó sobre la habitación. Después, todo sucedió con la velocidad del relámpago y la articulación de una moviola, fotograma a fotograma:

Ziggy, de rodillas en el suelo y con la camisa manchada de sangre, trata de levantarse agarrándose a una silla

Él se acerca y la delgada mano del camello le aferra el brazo

Ziggy, apoyado en el borde de la mesa, con la mano tendida hacia la impresora

El que no entiende

Ziggy que con un dedo tocaba un botón dejando una mancha roja

Él, sin escuchar, oye el roce de una hoja impresa que sale de la máquina

Ziggy con una foto en la mano

Él aterrorizado

Y por fin Ziggy, con una contracción, lanzó el último suspiro y el último borbotón de sangre por la boca abierta. Cayó con un ruido sordo y Russell se encontró allí de pie en medio de la habitación, sosteniendo en la mano una foto en blanco y negro y una hoja de papel impresa, las dos cosas manchadas de sangre.

Y en sus ojos las imágenes de su hermano ensangrentado, tirado en el polvo.

Moviéndose como un maniquí, sin conciencia de sus gestos, se metió en el bolsillo la foto y la hoja. Después, con la lógica y el instinto de los animales, huyó dejando tras de sí el motivo, en ese lugar que olía a col hervida y humedad y a presente y a pasado. Llegó al coche sin cruzarse con nadie. Y se marchó imponiéndose no ir rápido para no llamar la atención. Condujo como en trance hasta que la respiración volvió a ser normal y los latidos del corazón una anomalía resuelta. Así pues, paró en un callejón con el propósito de reflexionar. Se dijo que huyendo había hecho una elección instintiva, pero al mismo tiempo supo que era una elección errada. Habría debido llamar a la policía. Pero eso significaba tener que explicar tanto su presencia como su trato con Ziggy. Y no sabía en qué asuntos se había metido aquel tipejo. Además, era posible que el tipo de la chaqueta verde fuese el que había acuchillado al pobre desgraciado. La idea de que pudiera volver por un motivo u otro no era una buena perspectiva. Russell no quería ser un segundo cadáver junto al de Ziggy.

No. Mejor fingir que no había pasado nada. Nadie lo había visto. No había dejado huellas y aquellos barrios estaban poblados por gente que sólo se ocupaba de sus asuntos. Los habitantes de la zona tenían, por su propia naturaleza, renuencia a sincerarse con la policía.

Mientras reflexionaba y decidía la línea a seguir, se dio cuenta de que la manga derecha de su chaqueta estaba manchada de sangre. Vació los bolsillos sobre el asiento del acompañante. Comprobó que no hubiera nadie en los alrededores y bajó para arrojar la prenda en un contenedor de basuras. Con un gesto de autoironía que, dadas las circunstancias, lo sorprendió, se dijo que a un ritmo de dos chaquetas desechadas al día pronto tendría serios problemas de indumentaria.

Subió al coche y volvió a casa. Fue en ascensor directamente desde el garaje hasta su planta. Esto evitaría que el portero notara que había salido con chaqueta y vuelto en mangas de camisa.

Acababa de apoyar sus cosas sobre la mesa, cuando se produjo la explosión.

Se levantó del sofá y fue a encender la luz, con los ojos dirigidos al resplandor y con la mente que no lograba borrar lo sucedido esa tarde. Ahora que razonaba con frialdad le surgió una pregunta. ¿Por qué Ziggy había empleado sus últimas fuerzas y sus últimos instantes de vida en imprimir esa hoja y en poner esa foto en sus manos? ¿Qué contenían de tan importante como para justificar ese comportamiento?

Se acercó a la mesa, cogió la foto y la miró unos instantes, sin saber quién era ni qué podía significar la cara de aquel muchacho moreno sosteniendo un gato negro. La hoja era la fotocopia de una carta manuscrita con trazos masculinos. Empezó a leerla, tratando de descifrar la caligrafía áspera e imprecisa.

Y mientras pasaban las palabras y él entendía el sentido, se repetía una y otra vez que no podía ser verdad. Tuvo que releerla varias veces para convencerse de que sí. Luego, sin aire, volvió a dejar en la mesa la carta y la foto. La mancha de la sangre de Ziggy confirmaba que no se había tratado de un sueño.

Volvió a dirigir la mirada al incendio que seguía ardiendo a lo lejos.

Su mente estaba confusa y la atravesaron mil pensamientos sin que pudiera detenerse en ninguno. Antes, el hombre de NY1 no había dado la dirección del edificio que se estaba desintegrando. Seguramente lo dirían en un próximo avance informativo.

Necesitaba saberlo.

Volvió al sofá y dio sonido al televisor. Sin saber si esperaba un desmentido o una confirmación.

Se quedó quieto, preguntándose si el vacío en que le parecía precipitarse era el de la muerte. Y si su hermano había tenido la misma sensación cada vez que se acercaba a una noticia o estaba por sacar una de sus fotos. Se cubrió la cara con las manos y en la penumbra de los párpados cerrados se dirigió a la única persona que había significado algo para él. Como última agarradera trató de imaginar qué habría hecho Robert Wade en una situación como la suya.