Выбрать главу

13

El padre Michael McKean estaba sentado en una vieja butaca frente a un televisor vetusto, en su dormitorio en Joy, sede de la comunidad que había fundado en Pelham Bay. Era una habitación en la última planta, un ático con una parte del techo inclinado, paredes blancas y el suelo de largos tablones de abeto. En el aire aún había algo de olor a la sustancia con que había sido tratada la madera una semana antes. El espartano mobiliario provenía de recogidas de desecho. Todos los libros de la biblioteca, la mesilla de noche y el escritorio, habían llegado de manera similar. Muchos eran regalos de feligreses. Algunos entregados a él personalmente. De todos modos, el padre McKean siempre había escogido para sí los objetos más usados y deteriorados. Un poco por su carácter, pero sobre todo porque si había posibilidades de mejoría en el día a día, prefería que los beneficiarios fueran los chicos. Aparte del crucifijo que había sobre la cama y de un poster, las paredes estaban desnudas. El poster era una reproducción de una pintura en la que Van Gogh, con su ojo de visionario, había reflejado la pobreza de su cuarto en la casa amarilla de Arles. Aun siendo dos ámbitos por completo diferentes, al entrar se tenía la impresión de que esos dos cuartos se comprendiesen, que se comunicaran de un modo u otro y que el poster del cuadro sobre la pared blanca fuera en realidad una abertura que daba acceso a un lugar lejano y diferente.

Detrás de los cristales de la ventana sin cortinas se entreveía el mar, que reflejaba el azul ventoso del cielo de abril. Cuando Michael McKean era niño, en días serenos como aquél, su madre le decía que el sol le daba al aire un color como el de los ojos de los ángeles y que el viento les impedía llorar.

Una arruga amarga dio una nueva forma a su boca y cambió la expresión a su rostro. Aquellas palabras llenas de fantasía y color habían sido transmitidas a una mente todavía tan limpia como para absorberlas y conservarlas en la memoria para siempre. Pero la CNN transmitía en ese momento otras palabras y otra iconografía, llamadas a componer en la memoria futura unas imágenes que, desde siempre, sólo la guerra tenía el triste privilegio de representar.

Y la guerra, como cualquier epidemia, antes o después llegaba a todas partes.

En primer plano aparecía la cara de Mark Lassiter, un enviado especial con la expresión consciente, a la vez que incrédula, de todo lo que estaba viendo y diciendo, y que llevaba bajo los ojos, en el cabello y el cuello de la camisa, las marcas de una noche en blanco. A sus espaldas, las ruinas de un edificio destripado de cuyo interior aún salían unas burlonas volutas de humo, hijas moribundas de unas llamas que habían iluminado durante horas la oscuridad y el espanto de las personas. Los bomberos habían luchado toda la noche para apagar el fuego y ahora, a un lado, los largos chorros de las motobombas indicaban que el trabajo no había terminado.

«Lo que ven ustedes detrás de mí es el inmueble que ayer fue parcialmente destruido por una potentísima explosión. Después de una primera inspección sumaria, los expertos se han abocado al trabajo de establecer las causas. Hasta el momento no se conoce reivindicación alguna que sirva para establecer si se trata de un atentado terrorista o de un simple y trágico accidente. Lo único que sabemos es que el número de muertos y desaparecidos es bastante alto. Los bomberos están trabajando sin descanso y sin ahorro de medios para extraer de las ruinas los cuerpos, con la esperanza de encontrar algún superviviente. Éstas son las impresionantes imágenes aéreas, enviadas por nuestro helicóptero, que muestran sin necesidad de comentarios la magnitud de esta tragedia que ha caído sobre la ciudad y todo el país, y que traen a la memoria otras imágenes y otras víctimas que la historia no dejará de recordar.»

La toma había cambiado y Lassiter pasó a comentar las tomas aéreas. Desde las alturas, la escena era aun más desgarradora. El edificio, una construcción de ladrillo rojo de veintiuna plantas, había resultado seccionado por la mitad en sentido longitudinal. La parte derecha se había derrumbado pero, en vez de arrastrar todo el edificio, había caído de lado dejando una espina erecta, como un dedo que indicara la dirección del cielo. La línea de fractura era tan nítida que de ese lado se veían las habitaciones sin pared externa y retazos de muebles y demás objetos que para los seres humanos constituyen la vida cotidiana.

En la última planta, una sábana blanca había quedado clavada en una reja y se movía desolada por el viento y por el desplazamiento del aire que provocaba el helicóptero, como una bandera de rendición o de luto. Por ventura la parte separada se había derrumbado hacia una zona arbolada, un pequeño parque con juegos para niños, una cancha de baloncesto y dos pistas de tenis, que había recibido el derrumbe evitando que golpeara otros edificios y aumentara el número de víctimas. Al expandirse hacia East River, la explosión no había afectado a los edificios de la parte opuesta, aun cuando todos los cristales, en un perímetro considerable, se habían pulverizado. Alrededor del edifico martirizado y sus ruinas había un colorido batiburrillo de vehículos de socorro y hombres que entregaban todo su vigor y esperanza en aquella lucha contra el tiempo.

El comentarista volvió al primer plano sustituyendo con su rostro grave las imágenes de muerte y desolación.

«El alcalde Wilson Gollemberg ha decretado el estado de emergencia y se ha desplazado al escenario de la catástrofe. Durante toda la noche ha participado activamente en las operaciones de socorro. Tenemos una declaración hecha por él ayer noche, después de su llegada al lugar.»

Una vez más cambiaba el encuadre, la calidad de la imagen mermada. El alcalde, un hombre alto y con un rostro franco que transmitía la sensación de vibrar de ansiedad al tiempo que irradiaba firmeza y confianza, estaba iluminado por las luces blancas de las cámaras, que así combatían el contraluz de llamas desbocadas a sus espaldas. En ese momento de confusión y emergencia había hecho pocos comentarios sobre lo que acababa de ocurrir.

«No es posible por el momento hacer un balance y sacar conclusiones. Sólo una cosa puedo prometer como alcalde a mis conciudadanos y como estadounidense a mis compatriotas. Si hay uno o más responsables de este execrable acto, han de saber que para ellos no habrá escapatoria. Su ferocidad y su infamia tendrán el castigo que merecen.»

Otra vez el cronista en directo desde un espacio que para mucha gente ya no sería el mismo.

«Por el momento es todo desde el Lower East Side de Nueva York. Una conferencia de prensa está prevista para los próximos minutos. Informaremos de inmediato si se produjeran novedades.»

La imagen y la respuesta de los presentadores del estudio llegaron al mismo tiempo que la llamada en el teléfono móvil, apoyado en una mesita junto a la butaca. El sacerdote quitó el audio del televisor y respondió. Del aparato surgió la voz ligeramente alterada por la emoción de Paul Smith, en anciano párroco de Saint Benedict.