– Michael, ¿estás viendo la televisión?
– Sí.
– Es terrorífico.
– Sí, lo sé.
– Toda esa gente, esos muertos. Toda esa desesperación. No logro entenderlo. ¿Qué puede tener en la cabeza alguien que hace algo así?
El padre McKean se sintió víctima de un extraño y desolado agotamiento. La fatiga que golpea la humanidad de un hombre cuando se ve obligado a enfrentarse a la inhumanidad de otros.
– Hay algo de lo cual tenemos que darnos cuenta, Paul. Mucho me temo que el odio ha dejado de ser sólo un sentimiento. Se está volviendo un virus. Cuando infecta el ánimo, la mente se pierde. Y las defensas de las personas son cada vez más ineficaces.
Al otro lado del teléfono hubo un momento de silencio, como si el viejo sacerdote estuviera reflexionando sobre las palabras que había oído. Después manifestó una duda, quizás el verdadero motivo de su llamada.
– Con lo que acaba de suceder, ¿crees que será oportuno celebrar una misa solemne? ¿No crees que algo más discreto sería mejor, dadas las circunstancias?
En la parroquia de Saint Benedict, la misa más importante del domingo era la de las once menos cuarto. Por eso, en la indicación de horarios en la vitrina se anunciaba como misa solemne. En la balconada sobre la entrada de la iglesia, donde estaba instalado el órgano, se situaba el coro. Durante la ceremonia, otros vocalistas cantaban salmos directamente en el altar. El inicio del culto incluía una pequeña procesión en la cual, además de cuatro monaguillos en hábito blanco, también participaban algunos feligreses escogidos entre los asiduos.
McKean lo pensó un poco y sacudió la cabeza, como si el párroco pudiera verlo.
– No creo, Paul. Pienso que la misa solemne, justo hoy, será una toma de posición y una respuesta concreta a esta barbarie, llegue de donde llegue. No dejaremos de rogar a Dios del modo que consideremos más digno. Y con la misma solemnidad rendiremos honores a las víctimas inocentes de esta tragedia. -Hizo una pausa-. Lo único que quizá podríamos hacer es cambiar la lectura. En la liturgia de hoy está previsto un pasaje del Evangelio de Juan. Yo lo sustituiría por el Sermón de la Montaña. Las bienaventuranzas. Forman parte de la experiencia de todos, aun de los no creyentes.
»Pienso que será muy significativo en un día como hoy, cuando la misericordia no debe ceder ante el instinto de revancha. La venganza es la justicia imperfecta de este mundo. Nosotros hablamos de una justicia no terrena, o sea no contaminada por el error.
Al otro lado hubo un instante de silencio.
– ¿Lucas o Mateo?
– Mateo. El pasaje de Lucas incluye una parte de venganza que no coincide con nuestros sentimientos. Y las cantatas podrían ser The whole word is waiting for love y Let the valley be raised. Pero en esto creo que habría que consultar al maestro Bennett. -Bennett era el director del coro.
Una pausa más dio lugar al alivio de las dudas del párroco.
– Sí. Pienso que tienes razón. Sólo te pediría una cosa, y estoy seguro de interpretar el parecer de todos.
– Dime.
– Querría que fueras tú el que pronunciase el sermón durante la misa.
El padre McKean sintió una súbita ternura. El párroco Smith era una persona frágil y sensible, propenso a la conmoción. A menudo su voz se quebraba, y eso ocurría cuando tenía que afrontar asuntos que comprometían su sensibilidad.
– Está bien, Paul.
– Hasta ahora, entonces.
– Iré en un par de minutos.
Puso el móvil sobre la mesa, se incorporó y fue hacia la ventana. Las formas y los colores de siempre, familiares, mar, viento, árboles que ese día parecían extraños espectadores de un mundo aparte, imágenes sin comprensión o difíciles de comprender. Lo que acababa de ver en televisión seguía superponiéndose a lo que tenía ante sus ojos. Volvieron a su memoria los tiempos feroces del 11 de Septiembre, el día que el tiempo y el mundo habían cambiado de un antes a un después.
Volvió a pensar en los muchos crímenes cometidos en nombre de Dios, cuando Dios no tenía nada que ver. Cualquier Dios del que se estuviese hablando. Al hombre Michael McKean, no al sacerdote, le surgió una pregunta instintiva. Hacía un tiempo, Juan Pablo II había pedido perdón al mundo por el comportamiento de la Iglesia católica de cuatrocientos años antes, en la época de la Inquisición. Dentro de cuatrocientos años, ¿de qué pediría perdón el Papa de entonces por lo que se estaba haciendo ahora? ¿De qué pedirían perdón todos los hombres del mundo que profesaban una fe?
La fe era un don, un regalo, como el amor y la amistad y la confianza. No podía nacer de la razón. Aunque en algunos casos la razón podía ayudar a mantenerla viva. Era otro camino, el que corría paralelo en una dirección que no era menester conocer. Pero si la fe hacía perder la razón, con ella se perdían también el amor, la amistad, la confianza, la bondad.
Y en consecuencia la esperanza.
Desde la fundación de Joy, tenía a su alrededor a muchachos y chicas para quienes la esperanza era un sentimiento desconocido desde el principio, o perdido en el transcurso de un viaje breve y desdichado. Lo que había ocupado el lugar de la esperanza era una terrible convicción: que la vida estaba hecha de atajos, de expedientes, de penumbras, de deseos no realizados, de golpes, de afecto negado, de cosas bonitas sólo destinadas a otros. La certeza de que yendo contra la vida y contra ellos mismos no tenían nada que perder, porque en la nada ya vivían.
Y así, en esa nada, muchos se perdían.
Llamaron a la puerta. El sacerdote se apartó de la ventana y fue a abrir. Se encontró con John Kortighan, el responsable laico de Joy, el optimismo hecho persona. Y Dios sabía cuánto optimismo se necesitaba cada día en un sitio como ése.
John estaba a cargo de todos los aspectos prácticos de una estructura que requería, desde el punto de vista técnico, una gestión bastante sencilla. Pero al mismo tiempo, y por diferentes motivos, también era muy compleja. Era administrador, organizador, procurador y toda una serie de otras funciones que terminaban en «or», entre las cuales no era menos la de ser un verdadero señor. Cuando John aceptó ocuparse de Joy con un sueldo no muy elevando y no siempre puntual, el reverendo McKean, primero incrédulo y después eufórico, se había encontrado ante un regalo inesperado. No se había equivocado cuando lo evaluó y nunca había tenido razones para arrepentirse de su elección.
– Los chicos están listos, Michael.
– Muy bien. Vamos.
Cogió la chaqueta del perchero, salió del cuarto y cerró la puerta. No echó llave. En Joy no existían cerraduras ni pestillos. Algo que siempre habría tratado de transmitir a sus muchachos era que no se hallaban en una cárcel, sino en un lugar donde las acciones estaban gobernadas por la elección personal. Las acciones y los movimientos de todos. Cada uno de ellos era autónomo y podía abandonar la comunidad cuando quisiera. Muchos se habían acercado a Joy porque se sentían prisioneros en el lugar donde vivían antes.