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El padre McKean era consciente de ello y sabía que la batalla contra las drogas era larga y difícil. Sabía que cada uno de sus chicos luchaba contra una necesidad física que podía transformarse en un más que probado malestar. Al mismo tiempo, cada uno debía enfrentarse a todo lo que lo había empujado hacia la peor oscuridad, esa oscuridad que también puede encontrarse en la claridad del día. Con la seguridad de que el suplicio físico podría concluir, y el resto podría ser olvidado o escondido, con el simple gesto de tragarse una pastilla, esnifar polvo blanco o clavarse una aguja en la vena.

Por desgracia, a veces había uno que no lo lograba. Algunas mañanas se encontraban con una cama vacía y con una derrota que era difícil aceptar y digerir. En ese momento los otros chicos se acercaban al padre McKean. Esa demostración de afecto y confianza le daba sentido a todas las cosas y le infundía fuerzas para continuar. Aunque con amargura y un poco más de experiencia.

Mientras bajaban por la escalera, John no pudo evitar hacer un comentario sobre lo que había sucedido en Manhattan la tarde anterior. Probablemente no se hablara de otra cosa en todo el mundo.

– ¿Has visto los telediarios?

– He visto muchos, no todos.

– Esta mañana he estado ocupado, ¿hay novedades?

– No. O al menos no hay novedades que conozca la prensa.

– ¿Quién crees que ha sido, terroristas islamistas?

– No sabría decirte, John. No he podido hacerme a la idea. Es posible que nadie se la haga. La otra vez la reivindicación fue inmediata.

No había por qué entrar en detalles. Los dos sabían a qué otra vez se refería.

– Tengo un primo en la policía -dijo John-, en un distrito del Lower East Side. Hemos hablado esta mañana, estaba allí mismo. No pudo entrar en detalles pero opina que es un asunto muy feo.

John se detuvo un momento en el último descanso de la escalera, como si lo que estaba por decir necesitara de una atención especial.

– Quiero decir: mucho más feo de lo que parece.

Siguieron bajando y llegaron al final en silencio. Los dos se preguntaban qué podía ser peor que una masacre como la que se había producido. Atravesaron una cocina preparada para cubrir las necesidades de una comunidad de treinta personas. Tres chicos de turno y la señora Carraro, la cocinera, estaban trabajando en la preparación del almuerzo dominical.

Era un local más bien amplio situado en la parte trasera de la casa. Estaba iluminado por grandes ventanas y tenía las hornallas en el centro bajo la campana extractora. Los estantes y frigoríficos estaban contra las paredes.

El padre McKean se acercó a un fuego, junto al cual había una mujer que le daba la espalda y no lo vio llegar. Levantó la tapa de una olla y surgió el delicioso aroma de la salsa.

– Buenos días, señora Carraro. ¿Con qué nos envenenará hoy?

Janet Carraro, mujer de mediana edad y de formas generosas, según su propia definición «a sólo un kilo de ser gorda», dio un respingo. Se limpió las manos en el mandil, le quitó la tapa de la mano al sacerdote y volvió a cubrir la olla.

– Padre McKean, si me baso en sus reglas de medición, esta salsa puede ser considerada como pecado de gula.

– O sea que además de temer por nuestros cuerpos deberíamos temer por nuestras almas…

Desde el extremo opuesto de la cocina, los chicos que limpiaban y cortaban verduras sonrieron. Ese tipo de esgrima verbal era habitual entre el sacerdote y la cocinera, fruto del afecto y de la necesidad de divertirse. Janet Carraro cogió una cuchara de madera, la introdujo en la salsa y se la ofreció al sacerdote con gesto de desafío.

– Compruébelo usted mismo, hombre de poca fe. Y acuérdese de santo Tomás.

McKean sopló sobre la salsa para que se enfriara y se acercó la cuchara a los labios. El gesto de duda de un primer instante cedió paso a una expresión de éxtasis. Sin dudarlo, reconoció el robusto sabor de la salsa a la amatriciana de la señora Carraro.

– Le pido perdón, señora Carraro. Es la mejor salsa boloñesa que he probado.

– Es una salsa a la amatriciana.

– Entonces tendré que recordarlo, si no seguirá sabiéndome a salsa boloñesa.

La cocinera fingió sentirse indignada.

– Si no fuera usted la persona que es, por esa afirmación metería solapadamente una dosis extra de guindillas en su plato. Y no esté seguro de que no vaya a hacerlo. -Pero su cara sonriente y su tono desmentían su amenaza. Le señaló la puerta con la cuchara-. Y ahora váyase y deje trabajar a las personas, si quiere comer cuando vuelva. Boloñesa o amatriciana o lo que sea.

El sacerdote se encontró con John Kortighan junto a la puerta del patio. Sonreía por el pequeño espectáculo que había presenciado. Mientras le sostenía la puerta vertió su juicio crítico.

– Muy divertido. Tú y la señora Carraro podríais dedicaros a la comedia.

– Ya lo ha dicho Shakespeare.Ragú or not ragú, that is the question, ¿recuerdas?

La risotada de su colaborador lo siguió hasta el exterior y se perdió sin ecos en el aire fresco. Estaban en el patio y se dirigieron hacia el flanco derecho del edificio, donde esperaban los chicos dentro de un pequeño autobús que clamaba por un repaso de chapa y pintura.

El padre McKean se detuvo un momento y alzó la vista hacia el cielo sereno. A pesar del intercambio de bromas, le había entrado una sensación de desasosiego a la que no lograba dar un nombre.

No obstante, cuando subió al vehículo y saludó a los chicos, la ternura y la alegría de estar juntos lo alejaron un momento del pensamiento que había tenido un rato antes, como una mala noticia. Mientras el viejo autobús recorría el camino de tierra hacia la salida del predio, dejando atrás la casa envuelta en una nube de polvo, la sensación de amenaza volvió a tomar posesión de sus pensamientos. Revisó las imágenes que había visto en televisión y tuvo la impresión de que el viento, el mismo que impedía que ángeles y hombres lloraran, había dejado de soplar de golpe.

14

Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos.

Bienaventurados los mansos, porque ellos poseerán la tierra.