Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados.
Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados.
Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos obtendrán misericordia.
Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios.
Bienaventurados los pacíficos, porque ellos serán llamados hijos de Dios.
Bienaventurados los que sufren persecución por la justicia, pues de ellos es el reino de los cielos.
Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en los cielos; pues de la misma manera persiguieron a los profetas anteriores a vosotros.
El reverendo McKean estaba de pie a la izquierda del altar, ante un atril, un par de escalones por encima del suelo de la iglesia. Cuando con su voz profunda concluyó la lectura, se quedó un instante en silencio, con la mirada fija en la página, para dejar que sus palabras llegaran a todos los rincones. No era un recorrido largo, pero en ese momento tampoco era fácil. Al fin, alzó la cabeza y recorrió con la mirada la iglesia llena de gente.
Después empezó a hablar.
– Las frases que acabáis de oír pertenecen a uno de los más célebres sermones de Jesús. Y la celebridad le ha llegado no sólo por la belleza de las palabras y su fuerza evocativa, sino por su importancia durante los siglos que siguieron. En esos pocos pasos está incluida la esencia de la doctrina que Jesús predicó durante los últimos tres años de su vida. Él, que haciéndose hombre trajo a la Tierra el pacto entre los hombres y el Padre, nos indica la esperanza con su mensaje pero no nos invita a la rendición. No significa que cada uno de nosotros deba aceptar pasivamente lo que sea injusto, doloroso y funesto en un mundo hecho por Dios pero gobernado por los hombres. Ante todo nos recuerda que nuestra fuerza y nuestro sostén en la lucha de cada día están en la fe. Y nos la pide. No la impone. Como un amigo, simplemente nos la pide.
Hizo una pausa y volvió a dirigir la mirada al atril. Cuando levantó la cabeza permitió sin reparo que los presentes vieran que las lágrimas bajaban por sus mejillas.
– Todos sabéis lo que ocurrió ayer en nuestra ciudad. Las terribles imágenes que cada uno de nosotros tenemos ante los ojos no son nuevas, como tampoco el horror que producen, el dolor y la piedad cuando nos encontramos frente a pruebas como ésta, pruebas que debemos superar.
Hizo una pausa para que los presentes entendieran y recordaran.
– Que todos debemos superar, sí, todos, hasta la última persona, porque el dolor que golpea a uno solo de nosotros lo hace con todo el género humano. Estamos hechos de carne, con nuestras debilidades y nuestra fragilidad, y cuando llega un hecho luctuoso e inesperado, un hecho incomprensible que compromete nuestra existencia y supera nuestra tolerancia, la primera reacción es la de preguntarse por qué Dios nos ha abandonado.
El de preguntarnos por qué, si es que somos sus hijos, permite que sucedan estas cosas. También lo hizo Jesús, cuando en la cruz sintió que su parte humana exigía el tributo de dolor que le había requerido la voluntad del Padre. Y entendedlo: en ese momento Jesús no tenía fe.
Hizo una pausa. Ese domingo había un silencio nuevo en la parroquia.
– En ese momento Jesús era la fe. -Subrayó especialmente esa frase antes de seguir-. Si le ocurrió al hombre que vino al mundo con el propósito de traernos la redención, es comprensible que pueda ocurrimos también a nosotros, que somos los beneficiarios de aquella voluntad y sacrificio, y a la cual damos gracias cada vez que nos dirigimos al altar.
Una nueva pausa y su voz volvió a ser la de un amigo, más que la de un predicador de la fe.
– Oíd: a un amigo se lo acepta tal como es. A veces tenemos que hacerlo aun cuando no comprendamos, porque en algunos casos la confianza debe estar antes que la comprensión. Si actuamos así por un amigo, que es humano y lo sigue siendo, con más razón debemos hacerlo por Dios, que es nuestro Padre a la vez que nuestro mejor amigo. Cuando no entendamos debemos ofrecer esa fe que se nos pide aunque seamos pobres, estemos enfermos, tengamos hambre y sed, nos persigan, insulten o acusen injustamente. Porque Jesús nos enseñó que la fe viene de nuestra bondad, de la pureza de nuestro corazón, de nuestra misericordia y de nuestro deseo de paz.
»Y nosotros, recordando las palabras de Jesús en la montaña, tendremos esa fe. Porque nos prometió que si bien el mundo en que vivimos es imperfecto, si el tiempo en el que envejecemos es imperfecto, lo que obtendremos a cambio será un sitio maravilloso, sólo para nosotros. Y que no habrá un tiempo, porque será para siempre.
Con una admirable sincronización, al final del sermón los sonidos evocativos del órgano se propagaron por la iglesia, apoyando a un coro que entonaba un canto que hablaba del mundo y de su necesidad de amor. Cada vez que el padre McKean escuchaba las voces congeniadas de los cantores en esa perfecta fusión de armonía, no podía dejar de sentir un escalofrío. Pensó que la música era uno de los más grandes regalos hechos a los seres humanos, algo que repercutía tanto en el espíritu que llegaba a afectar el cuerpo. Se alejó del atril y alcanzó su sitio en la otra parte del altar, junto a los monaguillos. Se quedó de pie, siguiendo el ritual de la misa a la vez que observaba a los fieles que llenaban la iglesia.
Sus chicos, aparte de los que estaban de turno para trabajar en Joy, estaban sentados en las primeras filas. Como para todo, McKean había dejado libre elección sobre los rezos y la presencia en misa. Joy era un lugar de transformación humana, antes que de conversión religiosa. El responsable de la comunidad era un sacerdote católico, y ese mismo sacerdote había decidido que no tendría influencia en la elección de los chicos. Pero era consciente de que todos venían a la iglesia porque estaba él y porque sabían que le gustaba verlos participar en un momento de relación colectiva.
Por el momento, eso le era suficiente.
La iglesia de Saint Benedict estaba en el centro de un barrio de viviendas del Bronx llamado Country Club, en su mayor parte poblado por personas de origen hispano o italiano, cuyas características físicas eran fácilmente reconocibles en la mayoría de los presentes. En la entrada de la iglesia, pegadas al muro junto a la imagen de la Virgen María, había unas chapas de bronce colocadas allí en recuerdo de los fieles de la parroquia fallecidos. Casi todas mostraban apellidos españoles e italianos. En efecto, al final del día y en consideración de las dos etnias, se celebraban misas en ambos idiomas.
En el momento de la comunión, el padre McKean se acercó al altar y recibió la hostia de manos del párroco, que no disimuló una mirada de satisfacción por el sermón. Entre la magia de la música que subrayaba el intercambio de deseos de paz y el aroma del incienso que se esparcía en el aire, la voz del padre Paul Smith condujo la misa en plegaria hasta su conclusión.
Poco después, como de costumbre, los sacerdotes se encontraron a la salida de la iglesia para saludar a los feligreses, intercambiar impresiones, escuchar historias y discutir iniciativas de la parroquia. En los meses de invierno, estos encuentros se producían en el claustro, pero en ese hermoso día las puertas estaban abiertas y todos se reunieron en la escalinata exterior.