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El padre McKean recibió felicitaciones por su comentario del Evangelio. Y Helen Carraro, la hermana mayor de la cocinera, no dudó en presentarse con los ojos húmedos para expresarle su conmoción y recordarle que sufría de artritis. Roger Brodie, un carpintero jubilado que a veces hacía trabajos gratis para la parroquia, prometió que al día siguiente iría a Joy para hacer una reparación. Poco a poco los grupos se disolvieron y las personas volvieron a sus coches y sus casas. Muchos habían venido a pie porque vivían cerca.

El párroco y el padre McKean se quedaron solos.

– Hoy has estado emocionante. Eres una gran persona, Michael. Por lo que dices y por cómo lo dices. Por lo que haces y por cómo lo haces.

– Gracias, Paul.

Paul Smith se volvió y dirigió la mirada a John Kortighan y los chicos que estaban en la acera esperando para regresar a Joy. Cuando volvió a mirarlo, McKean leyó en sus ojos cierto pudor.

– Debo pedirte un sacrificio, si no te pesa mucho.

– Dime.

– Ángelo no está bien. Sé que los domingos son muy importantes para ti y tus chicos, pero ¿podrías sustituirlo en la misa de las doce y media?

– No hay problema.

Los chicos sentirían su ausencia, pero en un día tan especial sabía que no estaría de humor como para compartir la mesa con ellos. El sentimiento de opresión no lo había abandonado del todo y pensaba que quizá sería mejor no estar presente que estarlo de mal humor.

Bajó la escalinata y se acercó a los chicos que lo estaban esperando.

– Lo siento, pero me temo que deberéis comer sin mí. Tengo un compromiso en la parroquia. Os alcanzaré más tarde. Decidle a la señora Carraro que me espere con algo caliente… si antes no os lo acabáis todo.

Captó la desilusión en los rostros de algunos chicos. Jerry Romero, el más veterano, el que llevaba más tiempo como huésped en Joy, y que para muchos de sus compañeros era un punto de referencia, se erigió en portavoz del descontento general.

– Creo que para lograr el perdón esta vez tendrás que concedernos una sesión de Fastflyx.

Fastflyx era un servicio de alquiler de películas por correo que Joy había obtenido gratuitamente gracias a la diplomacia de John Kortighan. En un lugar de fatigas y renuncias, como era la comunidad, una simple película era un pequeño lujo.

McKean señaló al muchacho con el índice.

– Esto es un chantaje indecente, Jerry. Y os lo digo a ti y a tus cómplices. No obstante, me veo obligado a ceder bajo el peso de la voluntad general. Además, creo que ayer llegó una sorpresa. Es más: una sorpresa doble.

Hizo un gesto como para parar en seco las preguntas de los chicos.

– Luego hablaremos. Ahora iros que los otros están esperando.

En medio de una discusión, los chicos se dirigieron al batmóvil, que era como llamaban al transporte de Joy. McKean los observó alejarse. Eran una colorida masa de ropa con un cúmulo de problemas demasiado grande para su edad. Algunos eran individuos con los que no era fácil relacionarse. Pero eran la familia del sacerdote y durante un período de sus vidas Joy sería la de ellos.

John habló con McKean antes de alcanzarlos.

– Quieres que venga a buscarte?

– No te preocupes, me haré llevar por alguien.

– De acuerdo. Entonces hasta luego.

Se quedó en la calle hasta que el vehículo desapareció en la esquina. Después subió la escalinata y entró otra vez en la iglesia, ya vacía. Sólo dos mujeres se habían quedado, en un banco cerca del altar, por una continuidad personal del contacto con Dios que había sido la misa.

A la derecha, después de la entrada, estaba el confesionario. Era de madera clara y brillante con las dos entradas tapadas con cortinas burdeos. Un piloto rojo, encendido o apagado, indicaba la presencia o no de un sacerdote. Y uno más pequeño al costado indicaba si estaba libre o no. La parte dedicada al confesor era un espacio estrecho con la única comodidad de una silla de mimbre, bajo un aplique con pantalla que desde arriba difundía una luz tenue sobre la tapicería azul. La parte del penitente era aun más espartana, con reclinatorio y un enrejado que permitía la intimidad que muchos necesitaban en un momento tan íntimo.

A veces el padre McKean se refugiaba allí, sin encender la luz ni señalar en modo alguno su presencia. Se quedaba un buen rato para reflexionar, por ejemplo sobre las necesidades económicas de su obra o concentrarse en sus ideas, que a veces eran como aves migratorias, o a pensar en qué hacer con un chico especialmente difícil. Y llegaba a la conclusión de que todos lo eran y que, por lo tanto, merecían la misma atención. Pensaba que con el dinero disponible en Joy obraban auténticos milagros y seguirían haciéndolo. Y que sus ideas, aun las más difíciles de concretar, tarde o temprano mostraban el lugar donde habían anidado.

Como tantas otras veces, ese día el sacerdote corrió la cortinilla, entró y se sentó sin encender la luz pequeña. La silla era vieja pero cómoda, y la oscuridad una aliada. Estiró las piernas y las apoyó en el tabique. Las imágenes mostradas por la televisión para desorbitar los ojos y sacudir las conciencias tenían un precio para todo el mundo, incluso para los no afectados directamente por la tragedia. Por el solo hecho de existir. Había momentos en los que la vida se situaba en una balanza y, entonces, la dificultad mayor consistía en entender. A pesar de lo que había dicho durante la misa, no sólo era difícil entender a los hombres, sino también la voluntad de Dios. A veces se preguntaba cómo habría sido su existencia de no haber seguido la llamada de eso que el mundo eclesiástico llamaba vocación. Tener una mujer, hijos, un trabajo, una vida normal. Tenía treinta y ocho años y muchos años antes, en el momento de la decisión, le habían recordado las cosas a las que renunciaba. Era sólo una advertencia. Ahora, a veces sentía un vacío al que no sabía ponerle nombre, pero también sabía que un vacío como ése formaba parte de la experiencia de cada ser humano que caminara sobre la Tierra. Él tenía su pequeña revancha cotidiana sobre la nada, viviendo en contacto con sus muchachos y ayudándolos a salir de lo peor. Finalmente concluyó que entender no era lo más difícil, que lo más difícil era continuar después de haber entendido. Y seguir recorriendo el camino a pesar del cansancio. Eso era, en ese momento, lo más parecido a la fe que podía ofrecer a los otros y a sí mismo.

Y a Dios.

– Aquí estoy, padre McKean.

La voz llegó por sorpresa y sin preaviso desde la penumbra y un mundo sin paz que por un momento había olvidado. Se apoyó en el brazo de la silla y se inclinó hacia la celosía. Al otro lado, en la luz incierta, una figura sólo insinuada y un hombro cubierto por una tela verde.

– Buenos días, ¿qué puedo hacer por ti?