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– Nada. Creo que usted me estaba esperando.

Esas palabras lo pusieron tenso. La voz era lóbrega pero tranquila. Como la de alguien que no tiene miedo del abismo al que se ha asomado.

– ¿Nos conocemos?

– Muy bien. O en absoluto. Como prefiera.

La tensión se transformó en una ligera angustia. El sacerdote encontró amparo en las únicas palabras que podían ofrecérselo.

– Has venido a un confesionario. ¿Debo pensar que quieres confesarte?

– Sí. -La respuesta no reflejaba vacilación alguna.

– Entonces, háblame de tus pecados.

– No tengo pecados. Y no busco absolución porque no la necesito. Además, sé que no me la daría.

El sacerdote se quedó pasmado ante aquella declaración de inutilidad. Por el tono de voz había percibido que no provenía de una simple presunción, sino de algo mucho más grande y devastador. En otro momento el padre McKean habría reaccionado de otra manera; ahora tenía los ojos y los oídos llenos de imágenes y sonidos de muerte y la sensación de derrota que sigue a una noche casi insomne.

– Si así piensas, entonces ¿qué puedo hacer por ti?

– Nada. Sólo quería dejarle a usted un mensaje.

– ¿Qué mensaje?

Un instante de silencio, pero no de duda. El otro le estaba concediendo tiempo para despejar la mente de cualquier pensamiento que no fuera ése.

– He sido yo.

– ¿Qué has hecho?

– He hecho estallar el edificio del Lower East Side.

El padre McKean se quedó sin aire.

Las imágenes se superpusieron. Polvo, ambulancias, los aullidos de los heridos, el color de la sangre, cadáveres transportados en lonas y camillas, el llanto de los sobrevivientes, la tragedia de quien lo había perdido todo. Las declaraciones en televisión. Y una ciudad entera, un país entero otra vez atravesado por un miedo que era, como alguien había dicho, el verdadero y único jinete del Apocalipsis. Aquella sombra un poco informe al otro lado del confesionario aseguraba ser el autor de todo eso.

La razón se impuso y McKean reflexionó con lucidez. Había personas enfermas a quienes les gustaba atribuirse homicidios y desastres, la comisión de delitos de los que no existía ninguna posibilidad de que fueran responsables.

– Sé en qué está pensando.

– ¿En qué?

– En que soy un mitómano. Y en que no hay pruebas de que lo que digo sea verdad.

Michael McKean, hombre de razones y sacerdote por credo, era en aquel momento como un animal con los sentidos alerta. Cada fragmento de su instinto ancestral le gritaba que ese hombre le decía la verdad desde el otro lado del confesionario.

Antes de seguir tuvo necesidad de tomar aire. El otro lo entendió y respetó su silencio. Cuando se reencontró con su voz, el sacerdote apeló a una piedad que, sabía, ya no estaba allí.

– ¿Qué sentido tienen, para ti, todas esas muertes, todo ese dolor?

– Justicia. Y la justicia nunca debería crear dolor. Mucha justicia fue impartida en el pasado, y se ha vuelto objeto de culto. ¿Por qué ahora no debería ser así?

– ¿Qué entiendes por justicia?

– El mar Rojo que se abre y se cierra. Sodoma. Gomorra. Si quiere le doy otros ejemplos.

La voz calló por un rato. Desde su parte del confesionario, que en ese momento le parecía el lugar más frío del mundo, el religioso debería haber aullado que ésas eran sólo leyendas de la Biblia, que no estaba bien tomarlas al pie de la letra, que…

Se contuvo y perdió su turno de réplica. Su interlocutor lo interpretó como una invitación a continuar.

– Los hombres han tenido dos Evangelios, uno para sus almas y otro para sus vidas. Uno religioso y otro laico. Los dos han enseñado a los hombres más o menos lo mismo. La fraternidad, la justicia, la igualdad. Algunas personas lo han difundido en el mundo y en el tiempo…

La voz parecía llegar desde un lugar mucho más lejano que la corta distancia que los separaba. Ahora parecía un susurro y estaba resquebrajada por la decepción… la que produce rabia, no lágrimas.

– ¿Pero casi nadie tuvo fuerza para vivir según las enseñanzas que predicaba.

El padre McKean respondió:

– Todos los hombres son imperfectos, es parte de su naturaleza. ¿Cómo puedes no sentir compasión? ¿No te arrepientes de lo que has hecho?

– No. Porque lo volveré a hacer. Y usted será el primero en saberlo.

McKean escondió el rostro en sus manos. Lo que le estaba ocurriendo era demasiado para un hombre. Si las palabras de ese individuo respondían a la verdad, era una prueba que superaba sus fuerzas. Las de cualquiera que vistiera el hábito sacerdotal. La voz lo apremió. No era feroz sino persuasiva y llena de comprensión.

– En sus palabras, durante la misa, había dolor y empatía. Pero no verdadera fe.

Michael McKean intentó rebelarse, no contra esas palabras sino contra su propio miedo.

– ¿Cómo puedes decir eso?

El hombre prosiguió como si no lo hubiera oído.

– Yo lo ayudaré a reencontrarla, Michael McKean. Yo puedo.

Hizo una nueva pausa. Después, pronunció las palabras que daban comienzo a la eternidad:

– Soy Dios.

15

En cierto sentido, Joy era el reino del «casi».

Todo estaba casi en funcionamiento, y era casi brillante, casi moderno. El techo estaba casi terminado y la pintura exterior casi no necesitaba retoques. Los pocos dependientes fijos recibían un sueldo casi con regularidad. Lo colaboradores externos casi siempre renunciaban a cobrar. Todo era de segunda mano y en aquella feria de lo andrajoso cualquier cosa nueva brillaba con la luz de un faro en la lejanía. Pero era el lugar donde cada día, con esfuerzo, se construía un nuevo segmento de una balsa salvavidas.

Mientras conducía el batmóvil por el camino de tierra que llevaba a la casa, John Kortighan sabía que con él en el vehículo iba un grupo de muchachos para los que la vida había sido la peor consejera. Poco a poco les había devorado la confianza y se habían visto solos, y habían confundido soledad con hábito. Cada uno de ellos, con la originalidad que les concedía el hecho adverso, había encontrado un modo personal y destructivo de perderse, con la indiferencia de un mundo que tapaba sus rastros.