Ahora, en ese lugar podían intentar un reencuentro íntimo. Y lo podían hacer juntos, sabiendo que tenían derecho a una alternativa. Y él se sentía afortunado y gratificado por haber sido elegido para formar parte de esa obra.
Por más que fuera dura y desesperada.
John atravesó la valla y poco a poco el pequeño autobús atravesó el patio para detenerse bajo la techumbre del aparcamiento. Los chicos se apearon y se dirigieron a la entrada trasera por la cocina, discutiendo y bromeando. Para todos, el domingo era un día especial, un día sin fantasmas.
Jerry Romero se hizo eco del parecer de todos.
– Chavales, ¡qué hambre!
Hendymion Lee se encogió de hombros. Era un chico con evidente ascendencia oriental.
– ¿Sabes cuál es la novedad, Jerry? Que tú tienes hambre siempre. Estoy seguro de que si fueses el Papa, darían la comunión con lonchas de jamón, no con hostias.
Jerry se acercó a Hendymion y le apretó la cabeza como una morsa.
– Si dependiese de ti, amarillo, las darían con palillos.
Los dos rieron.
Shalimar Bennett, una chica negra con un cómico pelo en puntas y cuerpo de gacela, se entrometió.
– ¿Jerry, Papa? No llegaría ni a cura, no aguanta el vino. A la primera misa estaría trompa y lo cogerían.
John sonrió, mientras se demoraba en medio del patio y veía que desaparecían dentro de la casa. No se dejaba engañar por la atmósfera relajada. Era consciente de lo frágil que era ese equilibrio, como si en cada chico el recuerdo y la tentación fueran una sola cosa, una cosa que aspiraba a ser nada más que recuerdo. De todos modos, era hermoso el espectáculo al que asistía cada día, la tentativa de recuperación y construcción de un futuro posible. Y tenía la certeza de que también ocurría por su esfuerzo y el orgullo de seguir haciéndolo mientras pudiera. Por lo primero apostaría miles de dólares, por lo último sólo unas monedas.
Solo, en medio del patio, con la sombra escondida en los límites de su cuerpo por un sol vertical, John Kortighan levantó la vista hacia el cielo azul y se puso a observar la casa.
La sede de Joy se erigía en los límites de la parte de Pelham Bay Park pegada al Bronx, en un predio de casi dos hectáreas y media, desde donde se veía una línea de mar que, como un dedo que hurgara en la tierra, se insinuaba al norte. La construcción principal era un edificio en forma de C con ángulos rectos erigido según los dictados arquitectónicos característicos de las casas de Nueva Inglaterra, con preponderancia de madera y ladrillos oscuros. La parte libre estaba abierta sobre la costa verde que más allá del canal, en contraste, bajaba hacia el sur como una mano que pretendiera detener el avance del mar.
Allí estaba la entrada, de cara al jardín, por el cual se bajaba a la casa por una galería en forma de octógono partido, iluminada por grandes puertas vidriadas. En la planta baja estaban la cocina, la despensa, el salón comedor, un pequeño dispensario, una modesta biblioteca y una sala con juegos y televisión. En uno de los lados cortos había dos dormitorios con baño común, para los miembros del personal que como él residían en Joy. En la planta superior, los dormitorios de los chicos y en el ático la habitación del padre McKean.
El lado más largo daba sobre el patio, donde se había alzado un edificio secundario como taller para los que optaban por las actividades manuales y no por el estudio. Detrás del laboratorio había un huerto que llegaba hasta el límite oeste de la propiedad y terminaba en una plantación de frutales. En un principio se había hecho como experimento para brindar una distracción que acercase a los huéspedes de Joy a una actividad física, de paciencia y con premio. Para sorpresa de todos, poco a poco la producción de fruta y verdura había aumentado hasta que la comunidad fue casi autosuficiente. Inclusive, y debido a alguna cosecha especialmente abundante, a veces un grupo de chicos iba al mercado de Union Square a vender la producción sobrante.
La señora Carraro se asomó a la puerta de la cocina secándose las manos en el delantal.
– ¿Qué es esta historia de que comeremos sin el padre Michael?
– Lo han retenido. Debe dar la misa de las doce y media.
– Bueno, no creo que muera nadie si esperamos un rato. En este lugar los domingos no se come sin ese hombre.
– De acuerdo, coronel.
John señaló el interior de la cocina, de donde llegaban las conversaciones de los chicos.
– Pero a los caimanes se lo dice usted.
– No rechistarán. O se las tendrán que ver conmigo.
– Estoy seguro.
John vio cómo desaparecía hacia el interior. Con su mejor cara de guerra. Aun cuando los chicos eran una mayoría aplastante, la señora Carraro no tenía dudas de su triunfo. John dejó que los muchachos se las arreglaran solos con la cocinera. Era una mujer con apariencia dulce y sumisa, pero en más de una ocasión había demostrado poseer un carácter voluntarioso. John sabía que cuando tomaba una decisión era difícil hacerla cambiar de idea, sobre todo si esa decisión era a favor de Michael.
Caminó despacio hacia la izquierda por un lado de la casa, respirando un aire un poco salobre.
Pensando.
El sol ya estaba en el cenit y la vegetación comenzaba a explotar, con ese fragor verde y silencioso que siempre sorprendía a la vista y el corazón, a la vez que abatía las grises y frías murallas del invierno. Llegó al frente de la casa y se metió en los senderos del jardín, sintiendo cómo la grava crujía bajo la suela de los zapatos. Llegó a un punto más allá del cual sólo tenía delante la superficie brillante del mar y el verde del parque al otro lado del canal. Se detuvo, las manos en los bolsillos y la ligera brisa en el rostro. Olía a agua y a esa sensación aparentemente estática que transmitía la primavera.
Se dio la vuelta para mirar la casa.
Ladrillos y maderas.
Vidrio y cemento.
Técnica y trabajo manual.
Todas cosas humanas.
Lo que guardaban esas paredes de ladrillo y madera tenía su propio significado. Y, por primera vez en su vida, John se sentía partícipe de algo, prescindiendo de los puntos de partida y llegada y de los inevitables accidentes de viaje.
John Kortighan no era creyente. Nunca había podido albergar ninguna fe, ni en Dios ni en los hombres. Y, en consecuencia, tampoco en sí mismo. De algún modo Michael McKean había logrado abrir una grieta en el muro. Un muro que, en apariencia, la gente había construido alrededor de John y que él, como revancha, había reforzado. Dios quedaba como un concepto vago y lejano, escondido detrás de la diáfana humanidad de su representante. Y de cualquier modo, aunque John no se lo hubiera dicho, el sacerdote estaba salvando su vida tanto como la de los chicos.