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– Matty ¿dónde coño están esos hijos de puta? ¿De dónde disparan?

– No lo sé. No veo nada.

– Lanza una granada entre esos matorrales a la derecha, con el M-79.

– ¿Y Corsini dónde está?

Es la voz de Farrell. Una voz sucia de tierra y miedo. Viene de un punto impreciso, a la derecha.

– Corsini se ha ido. También Me…

tipi-tipi-tipi-tipi…

La voz de Farrell también se ha disuelto en el aire.

– Wen, muévete. Levantemos el culo de aquí, nos están haciendo papilla.

tipi-tipi-tipi-tipi…

– No, por allí no. Hay un claro.

– Santo Dios. Están por todas partes.

Abrió los ojos y dejó que volvieran las cosas que lo rodeaban. El armario, la silla, la mesa, la cama, las ventanas con sus cristales insólitamente limpios. También allí olor a óxido y desinfectante. Ese cuarto había sido su hogar durante meses, después de todo el tiempo pasado en un pasillo, con médicos y enfermeras que se esforzaban tratando de aliviarle los sufrimientos de las quemaduras. Allí había logrado que la mente volviera a entrar casi intacta en su cuerpo destrozado. Había recuperado la lucidez y se había hecho una promesa.

El pájaro carpintero dio tregua al árbol al que estaba torturando. A Wendell le pareció que ese fin de las hostilidades era un buen augurio. De algún modo podía dejar atrás una parte del pasado.

Debía dejarlo atrás.

Al día siguiente estaría fuera.

Ignoraba qué tipo de mundo encontraría tras los muros del hospital. Tampoco sabía cómo sería recibido. Aunque en realidad ninguna de las dos cosas le importaba demasiado, porque al final de ese viaje lo esperaba el encuentro con dos hombres. Lo mirarían con ojos de miedo y estupor, la mirada de quienes se encuentran ante lo increíble. Después, él le hablaría a ese miedo, le hablaría a ese estupor.

En resumen, los habría matado.

Una sonrisa. Otra vez sin dolor. Sin percatarse, se deslizó en el sueño. Esa noche durmió sin oír voces y por primera vez no soñó con árboles de caucho.

2

Durante el viaje lo sorprendió el trigo.

A partir de cierto momento, mientras iba hacia el norte y se acercaba a casa, el trigo se asomaba por trechos, suave, a ambos lados de la carretera, dócil bajo la sombra del autocar Greyhound que avanzaba recto, impulsado por la gasolina y la indiferencia. Estriado por el viento y a la sombra de las nubes el trigo cobraba vida, también en la memoria de las manos. Un inesperado compañero de viaje, cálido color de cerveza fresca, con su hospitalidad de henil.

Conocía esa sensación. En cierta época se había nutrido de ese pan.

Cada vez que pasaba las manos por el cabello de Karen, otras manos, y respiraba su delicioso perfume de mujer, que era el de todas las cosas y el de ningún otro lugar en el mundo. Lo había vivido como una punzada dolorosa cuando se fue, después de haber estado en casa con una licencia de un mes, una ilusión efímera de invulnerabilidad que el ejército concedía a sus hombres antes de la partida. Le habían regalado treinta días de paraíso y de sueños posibles, antes de que la Army Terminal de Oakland se transformase en Hawái y, finalmente en Bien-Hoa, el centro de clasificación de tropas a cuarenta kilómetros de Saigón.

Y después Xuan-Loc, el lugar donde todo había comenzado, donde se había ganado su pequeña parcela de infierno.

Apartó la mirada de la carretera y bajó la visera de la gorra de béisbol. Llevaba gafas de sol sostenidas con una goma, porque casi no le quedaban orejas donde apoyar las patillas. Cerró los ojos y se escondió en esa frágil penumbra. En cambio recibió nuevas imágenes.

En Vietnam no había trigo.

No había mujeres de pelo rubio. Sólo alguna enfermera del hospital era rubia, pero él ya casi no tenía sensibilidad en los dedos y tampoco sentía deseos de tocar. Y sobre todo, de esto estaba seguro, nunca más una mujer tendría deseos de tocarlo a él.

Nunca más.

Un muchacho que dormía a su derecha, en la otra parte del pasillo, se despertó. Llevaba una camisa floreada y el pelo largo. Se restregó los ojos y se permitió un bostezo con sabor a sudor, sueño y marihuana. Se volvió y empezó a revolver en un bolso que llevaba en el asiento desocupado. Sacó una radio portátil y la encendió. Después de algunos maullidos de búsqueda de emisora acertó y las notas de Iron Maiden, una canción de Barclay James Harvest, se unieron al ruido de las ruedas y el motor y al murmullo del viento contra las ventanillas.

Por puro instinto, el cabo se volvió y lo miró. Cuando los ojos del muchacho, que debía de tener los mismos años que él, se posaron en su rostro, la reacción fue la esperada; era la renuencia que todas las veces leía en la cara de la gente, una reacción que había tenido que descifrar y aprender enseguida, como los tacos y las obscenidades en una lengua extranjera. El joven, que tenía una vida y Una cara, fueran éstas feas o hermosas, volvió a zambullirse en su bolso, fingiendo que buscaba algo. Después permaneció en su asiento, apoyado sobre una sola nalga, mirando por la ventanilla y escuchando música. Mirar por la ventanilla, mirar para otro lado.

El cabo apoyó la frente contra el cristal.

A ambos lados de la carretera se sucedían carteles publicitarios. A veces anunciaban productos que no conocía. El autocar era adelantado por coches deportivos, algunos modelos nunca los había visto. Un Ford Fairlane del 66 descapotable que venía en sentido contrario fue el único que la fortuna concedió a su memoria en ese momento. El tiempo, aunque poco, había pasado. Y junto al tiempo la vida, con todas las azarosas agarraderas que, día a día, ponía a disposición de quien quisiera escalarla.

Habían pasado dos años. Un parpadeo, un momento indescifrable en el cronómetro de la eternidad. Sin embargo, habían sido suficientes para borrarlo todo. Ahora, si levantaba la vista, frente a él sólo encontraba una pared lisa, con el único sostén de su rencor incitándolo a una escalada. Durante todos esos meses había logrado cultivarlo y alimentarlo, minuto a minuto, había conseguido que creciera y se transformara en odio en estado puro.

Y ahora volvía a casa.