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En la planta alta, detrás de los cristales que reflejaban el cielo, entrevió figuras que se movían. Claro, eran chavales que se dirigían a sus dormitorios. Cada uno tenía su experiencia, su desgarro de vida. Puestos todos juntos y sin orden como los cristales de un calidoscopio, constituían una imagen vivida y frágil. Como todo lo inestable, el conjunto no era fácil de descifrar, pero sorprendía por sus colores.

Volvió sobre sus pasos y entró en el edificio por la puerta principal. Se dirigió a la escalera que llevaba a la planta alta. Mientras subía, paso a paso, escalón a escalón, dio libertad a sus pensamientos.

La historia de Joy era muy simple y al mismo tiempo muy complicada. Y como suele suceder en estos casos, la fundación cargaba en sus espaldas un suceso trágico, como si algunas propuestas necesitaran nacer del dolor para encontrar la fuerza de convertirse en reales.

En aquel entonces John aún no había llegado al barrio, pero había oído hablar de Michael, cuyo recuerdo conciso estaba integrado en un par de conversaciones con el párroco de Saint Benedict.

Era…

… viernes y se estaba celebrando un funeral. Robin Wheaters, un chico de diecisiete años, había sido encontrado muerto por sobre dosis en un rincón del parque, del otro lado del puente en el cruce de la calle Shore con City Island Road. Una pareja que hacía jogging vio a través del follaje un cuerpo caído, medio cubierto por un matorral Se acercaron y vieron que estaba inconsciente, agonizante. La ambulancia y el traslado al hospital fueron inútiles. Robin murió poco después en brazos de su madre, que había llegado al lugar en un coche de la policía, a quienes había llamado porque su hijo faltaba de casa desde la noche anterior. En su familia nadie había albergado nunca la menor sospecha de que tomase drogas. Las causas de la muerte acarrearon un nuevo horror sobre el fin, ya de por sí escalofriante, del muchacho. La autopsia y la falta de marcas en el cuerpo revelaban que quizá para él se había tratado de la primera vez. En su destino estaba escrito que no habría una segunda.

La madre era la hermana viuda de Barry Lovito, un abogado que ejercía en Manhattan pero que seguía viviendo en Country Club, en el Bronx. Era un hombre rico, muy ocupado y soltero, que había luchado duramente para llegar a ocupar un lugar en la cima de la pirámide. Y había llegado a tal punto que ahora la pirámide casi le pertenecía.

Cuando lo requirieron las circunstancias había acogido en su casa al sobrino y su madre, con ese sentido de la familia que distingue a los italianos. La mujer tenía una salud frágil y un carácter inclinado a somatizar, y la pérdida de su marido no había sido un buen remedio para sus problemas físicos y psíquicos. Por su parte, Robin era un chico sensible, melancólico y sugestionable. Cuando se sintió abandonado a su suerte, las malas compañías volaron hacia él como cuervos. Suele ocurrir cuando la soledad no es algo buscado.

El tío y la madre estaban en la iglesia. El abogado vestía un traje impecable que lo diferenciaba del resto de los fieles como una persona pudiente. Tenía los dientes apretados y la mirada fija, quizá tanto por el dolor como por la culpa. Para él ese muchacho era el hijo que no había tenido, y del cual, después de una vida encaminada al éxito, empezaba a sentir la ausencia. Tras la muerte de su cuñado se había ilusionado por tomar su lugar, sin saber que el primer deber de un padre es el de estar siempre presente, sin excusas.

La mujer tenía un rostro enjuto y demacrado por la pena. Sus ojos, hundidos y enrojecidos, pregonaban que ya no tenían lágrimas. Su expresión decía que en la sepultura del hijo también caerían todos sus deseos de vivir. Salió detrás del féretro apoyándose en su hermano, con su cuerpo delgado cubierto por un vestido negro que parecía dos tallas más grandes que la suya.

El padre McKean estaba en el fondo de la iglesia rodeado por un grupo de adolescentes, mucho de los cuales eran amigos de Robin. Había asistido a la ceremonia con la perplejidad que siempre sentía ante la muerte sin motivo de una vida joven. Llevaba consigo un concepto luminoso que pertenecía más al ser humano que era que al religioso en quien se había transformado. Esa vida truncada era la derrota de todos, también de él, porque no se podía sustituir lo que faltaba con algo del mismo valor.

Y alrededor de él, el mundo estaba lleno de ramas espinosas y serpientes.

Mientras salía de la iglesia, Barry Lovito se volvió hacia el sacerdote y lo vio junto a los chicos. Y la mirada del abogado se detuvo un instante más de lo normal en la figura del reverendo Michael McKean. Después se dio la vuelta y, sosteniendo a la hermana, siguió su triste recorrido hasta el coche y el cementerio.

Al cabo de tres días, el sacerdote se lo cruzó otra vez; iba en compañía del párroco. Después de las presentaciones, Paul los dejó solos. Era evidente que el letrado había ido para hablar con él, pero Michael ignoraba el motivo. McKean estaba en Saint Benedict desde hacía menos de un año y hasta entonces sólo había intercambiado algunos saludos con Lovito. Como si le leyera el pensamiento, o hubiera advertido su curiosidad, el abogado no se entretuvo en preámbulos.

– Sé que se pregunta por qué he venido. Y sobre todo qué quiero decirle. Sólo le robaré unos minutos.

Con paso lento comenzó a dirigirse hacia la vicaría.

– Acabo de escriturar una propiedad, abajo, hacia el parque. Es una casa grande, con un buen trozo de terreno, más o menos dos hectáreas y media. El tipo de casa que puede alojar hasta treinta personas. Vista al mar y la costa.

El padre McKean debió de esbozar una expresión pasmada, y una media sonrisa apareció en los labios de su interlocutor.

– No tema. No estoy tratando de vendérsela.

Lovito reflexionó un momento, indeciso sobre si extenderse en el preámbulo. Decidió que no era necesario.

– Me gustaría que esa casa se convirtiera en la sede de una comunidad donde chicos con los mismos problemas que mi sobrino encuentren consuelo y reciban ayuda. No es fácil, pero al menos querría probarlo. Sé que esto no me devolverá a Robin, pero quizá me dé algunas horas de sueño sin pesadillas.

Lovito se dio la vuelta y miró hacia otro lado.

– En fin, ése problema es sólo mío.

El abogado salió de una pausa quitándose las gafas de sol. Se puso frente a Michael, con el gesto decidido de quien no tiene miedo de decir lo que piensa.

Ni de admitir las propias culpas.

– Padre McKean, soy un hombre práctico y sea cual fuere mi motivación lo que contará es el resultado y si perdura o no con el tiempo. Mi deseo es que esta comunidad no se quede en hipótesis y se vuelva realidad. Y aspiro a que sea usted quien se ocupe de ella.