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– ¿Yo? ¿Por qué yo?

– Me he informado sobre usted. Y los informes me han confirmado lo que había intuido apenas lo vi con esos chicos. Además de sus calificaciones, sé que usted tiene ascendiente y una gran capacidad de comunicación con los jóvenes.

El sacerdote lo miró como si ya tuviese la vista puesta en otra parte. El abogado, que había aprendido a conocer a las personas, lo entendió. Según la lógica dictada por su profesión, quiso prevenirse contra las posibles objeciones.

– La mayor parte del dinero lo proveeré yo. También puedo conseguir una contribución estatal a fondo perdido.

Le concedió un momento para que asimilara lo que le decía.

– Por si la cosa le interesara, ya he hablado con personas de la archidiócesis. No pondrán ningún tipo de objeción. Si no me cree puede llamar al arzobispo.

Después de una larga conversación con el cardenal Logan, Michael aceptó y la aventura se puso en marcha. La casa fue reestructurada y se constituyó un fondo para garantizar a Joy una cifra mensual para afrontar los gastos. Gracias a la influencia del abogado Lovito, se corrió la voz y con ella llegaron los primeros muchachos. Y el padre McKean estaba allí y los esperaba.

Poco tiempo después había llegado él, y lo había encontrado todo perfecto en su cotidiano devenir. Aun cuando la perfección no fuera de este mundo y Joy no fuese una isla lo suficientemente lejana como para ser la excepción a la regla.

Pocos meses después de la inauguración, la madre de Robin se había apagado como un fuego abandonado en una playa, devorada por el dolor. El abogado murió al año siguiente, derribado por un infarto mientras trabajaba catorce horas por día para apoderarse de la pirámide en su totalidad. Como suele suceder, dejó tras de sí mucho dinero y también mucha avidez. Algunos parientes lejanos surgieron de la niebla de la indiferencia e impugnaron el testamento que dejaba a Joy todo el patrimonio. Las motivaciones de la causa legal eran múltiples y diferentes entre ellas, pero todas tenían la misma intención: otorgar a los iniciadores de la causa el don de meter las manos en el dinero. Y, a la espera del veredicto, todos los emolumentos de la comunidad habían sido suspendidos. En el momento presente, la supervivencia de Joy era difícil de pronosticar. Pero, no obstante la amargura que eso producía, también era un motivo para luchar.

Y habrían luchado juntos, él y Michael.

Para siempre.

Casi sin darse cuenta, John se encontró en la última planta, frente al dormitorio del sacerdote. Vigiló que nadie estuviese subiendo por las escaleras. Con la ligera ansiedad que preside lo prohibido, empujó la puerta y entró. Ya lo había hecho otras veces, sintiendo sólo una extraña excitación sin culpa por estar violando la intimidad de una persona. Cerró la puerta a sus espaldas y dio unos pasos inseguros en el interior del cuarto.

Sus ojos eran como una filmadora que registrara por enésima vez cada detalle, cada particularidad. Cada color. Rozó con los dedos una Biblia que había en el escritorio, cogió un jersey del respaldo de una silla y, finalmente, abrió el armario. La totalidad del escaso vestuario de Michael estaba ante sus ojos, en perchas y estantes. Se quedó allí, mirando la ropa y respirando el aroma del hombre que lo había fascinado desde el primer momento y por quien se sentía extasiado. Tanto que en cierto momento tuvo que alejarse para que no se leyese en su expresión lo que sentía. Cerró el armario y se acercó a la cama. Pasó los dedos sobre el cubrecama y después se acostó, boca abajo, pegando la cara al punto de la almohada donde se apoyaba la cabeza de Michael McKean. Respiró profundamente. Cuando estaba solo y pensaba en Michael, había veces que deseaba estar con él. Y otras veces, como ésta, en que deseaba… ser Michael. Y estaba convencido de que si se quedaba allí, tarde o temprano lo conseguiría…

El móvil empezó a sonar en uno de sus bolsillos. Bajó de la cama a toda prisa, con el corazón en la boca, como si ese sonido fuera la señal de que el mundo lo había descubierto. Con mano temblorosa cogió el aparato y respondió.

– John, soy Michael. Estoy llegando. La misa la dirá Paul en mi lugar.

Quedó turbado, como si el hombre con que hablaba pudiera verlo y supiera dónde se encontraba. A pesar de que la voz llegaba filtrada por el propio embarazo, captó que no era la que él estaba acostumbrado a asociar con su cara. Parecía entrecortada o angustiada, quizá las dos cosas.

– Mike, ¿qué pasa? ¿Estás bien? ¿Ha ocurrido algo?

– No te preocupes, dentro de poco estaré allí. No ha ocurrido nada.

– Bien. Hasta luego.

John cortó y se quedó mirando el teléfono como si por el hecho de hacerlo pudiese descifrar las palabras que acababa de oír. Conocía lo suficiente a Michael McKean como para entender que cuando algo le pasaba se volvía una persona irreconocible.

Y ésta era una de esas veces.

Cuando le preguntó si había ocurrido algo, Michael respondió que no. Pero no obstante la respuesta, su voz revelaba a una persona a la que le había ocurrido de todo. Dejó el dormitorio, que de golpe había vuelto a ser como cualquier otro lugar, y cerró la puerta. Durante todo el tiempo que tardó en llegar a la planta baja no consiguió dejar de sentirse inútil y solo.

16

El tenedor atrapó dos espaguetis de la olla hirviente.

Vivien puso atención en no quemarse, se los llevó a la boca y los probó. Les faltaba media cocción. Coló la pasta y la puso en la sartén donde se hacía la salsa. La salteó a fuego fuerte pocos minutos, hasta que el agua sobrante se evaporó y la pasta llegó al punto justo de consistencia. Lo hizo como le había enseñado su abuela cuando era pequeña. Su abuela… Al contrario que el resto de la familia, no se había resignado al hecho de que su apellido, en el curso del tiempo, de Luce se hubiese transformado en Light. Apoyó la sartén sobre un posafuentes y con una pinza comenzó a distribuir la pasta en dos platos sobre el banco de cocina.

No había creído necesario sentarse a la mesa, y había preparado dos sitios con mantelitos de bambú en el banco, al otro lado del comedor.

Habló en voz alta, para que su sobrina la oyera, si es que estaba en el fondo del pasillo o en el dormitorio.

– Está listo.

Poco después Sundance apareció en el salón-cocina del pequeño apartamento de Vivien. Acababa de darse una ducha y todavía tenía húmedos los largos cabellos. La luz que emanaba de la chica la deslumbró. Llevaba camiseta y vaqueros, y aun así parecía una reina. No obstante algunos rasgos de su padre, era el vivo retrato de su madre.