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Bella, frágil, delicada.

Difícil de entender. Fácil de herir.

Vivien sintió que se le oprimía el corazón. Había momentos en que el dolor que llevaba dentro como un coágulo de sangre invadía todo su ser. Era pena por todo lo que había pasado, remordimiento por todo lo que podría pasar y que la suerte había querido que aún no pasara. Era una risotada de burla por esos instantes en que, como ser humano que era, se había encontrado pensando que la vida era bella. Por los sueños de todos, transformados en tierra de nadie.

A pesar de todo le dedicó una sonrisa a su sobrina.

Apoyada en el sentido común, no podía permitir que todo lo perdido entrara, como una larga ola, y arrastrara todo lo que aún podía recuperarse. Y también se llevara las cosas que podían construirse en el cupo de futuro que todavía le esperaba. No siempre el tiempo curaba todas las heridas. A Vivien le bastaba con que no le produjese otras. Del resto, y en lo que podía, se ocuparía ella. No para ponerle una mordaza al sentimiento de culpa que arrastraba, sino para impedir que Sundance dejase demasiado espacio al suyo.

La muchacha se sentó en el taburete e inclinó la cabeza sobre el plato para que le llegara el aroma de la pasta. Sus cabellos cayeron sobre la mesa como el llanto de un sauce.

– ¿Qué has preparado?

– Cosas simples: espaguetis con tomate y albahaca.

– Ummmmm. ¡Qué rico!

– ¿Una opinión originada en la confianza?

Sundance la miró con sus límpidos ojos azul celeste. Como si no le hubiese sucedido nada, como si la profundidad de la mirada se debiese a su nacimiento y no a un reflejo interior.

– Tus espaguetis están siempre ricos.

Vivien sonrió e hizo un exagerado gesto de agradecimiento.

Se sentó junto a Sundance. Empezaron a comer en silencio, cada una consciente de la presencia de la otra.

Después de lo sucedido, Vivien no había hablado nunca con Sundance de los hechos que ella había protagonizado. Para eso hubo un psicólogo, a través de un recorrido difícil, tortuoso y blindado que todavía no había concluido del todo. A veces Vivien se preguntaba si concluiría alguna vez. Pero Vivien era la única que había quedado como punto de referencia, después de que su hermana Greta cayera víctima de un alzheimer precoz que día a día la empujaba hacia la nada. Nathan, el padre de Sundance, que en la nada había nacido y que lo único que sabía hacer era ocultarlo, sólo había pensado en irse, tratando de olvidar algo que no lo abandonaría nunca. Si no otra cosa, había dejado suficiente dinero para las necesidades de su mujer y su hija. Conociéndolo como lo conocía, Vivien pensaba que eso era lo máximo que de él podía esperarse. Que cualquier otra cosa que llegara de su parte sería más un daño que una ayuda.

Terminaron la pasta casi al mismo tiempo.

– ¿Tienes más hambre? Si quieres una hamburguesa…

– No. Así estoy bien. Gracias, Vunny.

Sundance se incorporó y fue hacia el televisor; Vivien lo había dejado apagado durante el almuerzo. Vio cómo cogía el mando a distancia del brazo del sofá y lo apuntaba hacia el aparato. Las imágenes y voces del Eyewitness Channel inundaron la habitación.

Y un espectáculo de muerte y desolación invadió la pantalla.

Vivien quitó los platos del banco y los llevó al fregadero. Las imágenes que retransmitía el canal eran el dramático corolario de lo que habían visto en directo.

La noche anterior, mientras la catástrofe quitaba el aire al mundo, y ellas estaban en pleno tráfico, Vivien había encendido la radio del coche, segura de que en instantes se sabría qué había ocurrido. Y así fue después de una pequeña eternidad. El programa de música se había interrumpido para dar paso a la noticia de la explosión, con los pocos detalles disponibles en aquel momento. Las dos se quedaron en silencio y escucharon los comentarios del locutor al mismo tiempo que veían el resplandor de las llamas frente a ellas, tan vividas y violentas que además de las cosas parecían estar quemando las almas. El incendio había seguido expendiéndose a un lado del coche, mientras pasaban por el Alphabet City a la altura de la calle Diez, recorriendo la ribera del río y la paralela D Avenue. Vivien estaba segura de que en pocos minutos el tráfico de esa zona se bloquearía, por lo que había escogido dar un largo rodeo para llegar a su casa, en la zona de Battery Park. Había cruzado el puente de Williamsburg y recorrido toda la vía rápida Brooklyn-Queens para llegar al Downtown a través del túnel. En todo ese tiempo no había dicho una palabra, pasando de emisora en emisora para tener novedades.

Llegadas a casa, se precipitaron a encender la televisión. Y las imágenes de pesadilla metropolitana que aparecían confirmaron lo que habían visto en directo. Siguieron las transmisiones hasta muy tarde, comentando lo que veían. Escucharon las palabras del alcalde y un breve comunicado de la Casa Blanca hasta que el cansancio pudo más que el desconsuelo.

Se durmieron en la cama de Vivien, las dos juntas, con el ruido de la explosión que todavía retumbaba en sus oídos y sintiendo aún la vibración del suelo que siguió, como si en el recuerdo no pudiera pararse.

Vivien abrió el grifo y vertió agua sobre los platos sucios de salsa. Agregó unas gotas de detergente. Como en un juego inocente, la espuma surgió de la nada mientras a sus espaldas oía las voces de los cronistas que no agregaban nada a lo que ya se sabía, aparte de la actualización de un número de víctimas que seguía aumentando.

El sonido del teléfono fue como una señal de vida entre todas esas narraciones de muerte. Vivien se secó las manos y cogió el inalámbrico. Oyó la voz del capitán Alan Bellew, fuerte e incisiva como siempre, pero con una ligera nota de cansancio.

– Hola, Vivien, soy Bellew.

Nunca antes la había llamado a su casa y menos aún en sus días de descanso. Enseguida imaginó cuál podía ser la continuación.

– Dime.

No hubo necesidad de aclaraciones. Los dos conocían bien de qué se trataba.

– Es un follón. Acabo de salir de una reunión en la Jefatura Central con el jefe de policía y los responsables de los distritos. Estoy convocando a todos mis efectivos. Esta noche os quiero ver para ponernos a todos al corriente de la situación.

– ¿Es tan grave?

– Sí. Lo que sabe la prensa todavía no es nada en comparación. Aunque debo reconocer que por el momento tampoco nosotros sabemos mucho más. Existe la posibilidad, si bien remota, de que la ciudad esté siendo sometida a un ataque. En cualquier caso os lo explicaré todo personalmente. A las nueve en comisaría.

– De acuerdo.

La voz del capitán cambió de tono y se transformó en la de un amigo, después de haber sido la de un superior en una emergencia.

– Lo siento, Vivien. Sé que últimamente has trabajado duro y sé de tus compromisos. Esta noche tenías que acompañar a tu sobrina al concierto de U2. En todo caso debes saber que por motivos de orden público han sido suspendidas todas las actividades que supongan la reunión de muchas personas.