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– Lo sé. Lo acaban de decir en televisión.

El capitán guardó silencio. De complicidad o de pudor. Después habló.

– ¿Cómo está Sundance?

Bellew tenía dos hijas un poco mayores que su sobrina. Vivien pensó que probablemente tenía sus caras ante los ojos cuando hacía esa pregunta.

– Bien.

Lo dijo bajito, como si fuera más producto de la ilusión que una certeza.

– Hasta luego, pues.

– Adiós, Alan. Gracias.

Vivien cortó la comunicación y dejó el teléfono al lado del fregadero. Por un instante se quedó mirando los platos, como si en vez de estar bajo diez centímetros de agua estuvieran inmersos en la profundidad del océano.

Cuando se volvió, Sundance estaba de pie en el otro extremo del banco y la miraba. En ese momento era una adulta con ojos viejos en el cuerpo de una chavala. Todo lo que la rodeaba le estaba diciendo que cada cosa que se posee puede ser quitada sin preaviso. Más que nunca, Vivien sintió la necesidad de enseñarle y demostrarle que, del mismo modo, muchas bellas cosas nuevas pueden llegar.

¿Cómo hacerlo? Todavía no lo sabía, pero aprendería. Y las habría salvado a las dos.

Su sobrina sonrió como si hubiera leído en su rostro ese pensamiento.

– Tenemos que volver a Joy, ¿verdad?

Vivien asintió con la cabeza.

– Lo siento.

– Voy a preparar el bolso.

La muchacha se alejó por el pasillo en dirección al dormitorio. Vivien se dirigió a una pequeña caja fuerte escondida detrás de un cuadro. Después de componer la clave en el panel electrónico, la abrió y sacó la pistola y la placa.

Sundance estaba en el fondo del pasillo y la esperaba con el bolso en la mano. No había trazas de desilusión en su cara. En el fondo, Vivien hubiese querido que las hubiera. Lo de Sundance era un precoz acomodo a una vida que procede de esa manera y que no siempre se puede cambiar.

Habían planeado ir a correr juntas en horas de la tarde por la ribera del Hudson para después regalarse una noche de espectáculo y multitud, perdidas entre los asistentes al concierto, pero siempre conscientes de estar juntas, en un momento de euforia positiva que sólo la música puede dar.

Y en cambio…

Salieron a la calle y se dirigieron al coche. Era un día estupendo, pero en ese momento el sol, una brisa ligera y el azul intenso del cielo parecían una burla cruel, una complaciente vanidad de la naturaleza más que un regalo a los seres humanos.

Vivien accionó la llave electrónica y abrió las puertas. Sundance lanzó el bolso al asiento trasero y se sentó a su lado. Cuando Vivien estaba por poner en marcha el motor, la voz débil de la chica la pilló desprevenida.

– ¿Has visto a mamá últimamente?

Vivien quedó sorprendida y paralizada. Hacía muchos meses que no tocaban ese tema. Se volvió hacia su sobrina. Estaba mirando fuera y le daba la espalda, como si tuviera vergüenza de la pregunta o temor a la respuesta.

– Sí. Ayer estuve allí.

– ¿Cómo está?

«La pregunta justa sería "dónde" está.» Vivien se abstuvo de mencionarlo y trató de poner una voz lo más neutra posible mientras le decía la verdad. Había decidido hacerlo.

– No bien.

– ¿Qué piensas, podré verla?

A Vivien le faltó el aire, como si dentro del coche ya no lo hubiera.

– No sé si es buena idea. No creo que pueda reconocerte.

Sundance la miró con lágrimas en los ojos.

– Yo la reconozco y eso me basta.

Vivien sintió que la invadía una devastadora ola de ternura. Desde que su sobrina se había visto envuelta en aquella horrible historia, era la primera vez que la veía llorar. Pero ignoraba si cuando estaba a solas se dejaba arrastrar por el consuelo ilusorio de las lágrimas. Con Vivien y las otras personas con que estaba en contacto se mostraba siempre ensimismada, como si hubiese erigido un muro entre ella y su propia humanidad, para impedir que el dolor penetrara.

De pronto volvió a ver a la niña de otros tiempos y también revivió todos los buenos momentos que habían pasado juntas. Se acercó y la abrazó, para tratar de borrar la fealdad que ambas querían olvidar. Sundance se refugió en el abrazo y ambas se quedaron quietas durante un largo rato, dejando que todo lo que tenían dentro fluyera con esa corriente de emociones, cada una apretando en el puño el billete de vuelta de un largo viaje.

Vivien oyó la voz entrecortada de su sobrina. Provenía de algún punto entre su cabello.

– ¡Oh, Vunny! Lo siento… eso que he hecho. No era yo, no era yo, no era yo…

Siguió repitiendo esas palabras hasta que Vivien estrechó el abrazo y le puso una mano en la cabeza. Sabía que ése era un momento importante en sus vidas y rogó a quien fuese responsable de la existencia de los seres humanos que la ayudase a encontrar las palabras apropiadas.

– Sssshh. Ya ha pasado. Todo ha pasado.

Lo dijo dos veces, para convencerla y convencerse.

Vivien la tuvo abrazada hasta que los sollozos se apagaron. Cuando se separaron, Vivien se inclinó hacia el salpicadero, abrió la guantera y cogió una caja de pañuelos de papel.

Se la dio a la muchacha.

– Ten. Si seguimos así, dentro de poco este coche parecerá una pecera.

Hizo esa broma para atemperar la tensión y ratificar el nuevo pacto entre ambas. Sundance insinuó una sonrisa, cogió un pañuelo y se secó los ojos.

Vivien hizo lo mismo.

La voz firme de la muchacha la sorprendió con el pañuelo en los ojos.

– Había un hombre.

Vivien esperó en silencio. Demostrar inquietud o estimular las confidencias de su sobrina habría sido un error. Sundance siguió hablando sin necesidad de estímulos. Ahora que el muro había caído parecía como si cada oscuridad escondida al otro lado tuviese urgencia de reencontrarse con la luz del sol.

– Uno que conocí y me daba cosas. Uno que organizaba…

Volvió a rompérsele la voz. Vivien comprendió que para ella todavía era difícil pronunciar ciertas palabras o usar algunas expresiones.

– ¿Recuerdas su nombre?

– El verdadero nombre no lo conozco. Todos lo llamaban Ziggy Stardust. Pienso que era un apodo.