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18

Estaba sentado en una silla de plástico en una sala de espera en la segunda planta de la comisaría del Distrito 13. Un lugar anónimo, con paredes desteñidas, testigo de historias que con el tiempo también se habían desteñido. Pero su tiempo era el de hoy, su historia pertenecía al presente, que a menudo le era un momento difícil de vivir.

Se levantó y fue hacia la ventana que daba a la calle.

Hombres, mujeres y automóviles habitaban esa primavera caliente de viento y hojas nuevas. Como siempre, cuando el invierno moría, el frío no tenía más oportunidades y desaparecía el gris como único color posible, ese renacimiento llegaba como una sorpresa para impedir que la fe se transformase en mera ilusión.

Metió las manos en los bolsillos y, de algún modo, se sintió parte del mundo.

Después del descubrimiento en casa de Ziggy, después de haber leído la hoja que le pasara antes de morir y de haber comprendido, con desconcierto, de qué se trataba, el sábado y el domingo habían transcurrido en medio de una honda y atormentada reflexión. Interrumpida por noticiarios de televisión, por lectura de diarios y por el recuerdo del hombre ensangrentado que había muerto entre sus brazos.

Por fin, había tomado una decisión.

No sabía si era la justa, pero era una decisión suya, propia.

Ahora, en esa situación difícil e incierta, tenía clara una sola cosa. Que en ese momento de su vida había concluido algo y algo nuevo estaba por comenzar. Y él haría todos los esfuerzos, todo lo que estuviera en su mano, para que fuese algo importante y justo. Por una extraña broma del destino, en el momento en que se había encontrado frente a una enorme responsabilidad, el nudo que lo maniataba desde hacía años se había aflojado. Como en una nave que tuviese necesidad de una violenta borrasca para demostrar que era capaz de navegar.

Al principio, prisionero de la duda y el desaliento, se había preguntado qué habría hecho Robert Wade de estar en su lugar. Después entendió que era una pregunta equivocada. Lo importante era entender y decidir qué haría él, él mismo. Por fin, le había dado la espalda a un espejo en el cual durante años, por más que buscase la propia imagen, vio reflejada la de su hermano.

Toda la noche del domingo se había quedado en la cama mirando el techo, un espacio claro en la penumbra, con las luces y los sonidos de la ciudad que, del otro lado del ventanal, le recordaban que todos estamos solos pero que en realidad nadie lo está del todo.

Buscar era suficiente. Lo más difícil no era entender con quién, no cómo. Era saber cuál era el lugar. Y casi siempre estaba más cerca de cuanto se podía imaginar. Se levantó cuando a la mañana apagaron los anuncios luminosos y las farolas dando lugar al sol. La ducha terminó por borrar cualquier rastro de cansancio de la noche en vela.

Se había encontrado en el cuarto de baño, desnudo frente al espejo. La brillante superficie reflejaba ahora su cuerpo y su cara. Al fin sabía quién era y debía demostrárselo a sí mismo, no a otros.

Pero, sobre todo, ya no tenía miedo.

La puerta se abrió tras él y apareció la muchacha que se había presentado como detective Vivien Light.

Cuando hacía poco

¿poco?

Fue puesto en libertad y salió a la calle con el abogado Thornton, mientras subía al coche, la había visto a la altura de la puerta acristalada, inmóvil, como indecisa sobre si bajar los escalones o no hacerlo. El coche pasó delante de la joven y sus miradas se cruzaron. Un momento, un leve atisbo en el que no había juicio ni condena. Sólo una ráfaga de extraña comprensión que Russell no había olvidado. Al principio no había sabido que era policía, pero cuando volvió a verla, sentada con la foto de Ziggy en la mesa de la comisaría, entendió que quizás era la persona con quien podría hablar.

Que el «quizá» se volviera una certeza lo descubriría pronto.

La mujer se apartó y le indicó el pasillo.

– Vamos.

Russell la siguió hasta una puerta con vidrio esmerilado; tenía la leyenda «Capitán Alan Bellew» trazada en letra cursiva por una mano firme. A Russell le recordó imágenes de películas policíacas en blanco y negro de los años cuarenta. La detective empujó la puerta sin llamar y entraron en un despacho con muebles nada austeros.

En la pared izquierda, un armario y una mesilla con dos pequeñas butacas y una máquina de café sobre un estante de madera. Paredes de color impreciso. Un par de cuadros de gusto discutible y varias plantas metidas en los anillos de un portatiestos de hierro fundido. Detrás del escritorio, frente a la puerta, había un hombre. Russell no lograba enfocarlo bien por el contraluz apenas mitigado por las láminas de las cortinas americanas.

El hombre le señaló una silla delante del escritorio.

– Soy el capitán Bellew. Siéntese, señor Wade.

Russell lo hizo y la mujer se puso a su lado, no muy cerca, y siguió de pie. Lo miraba con una curiosidad que no advertía en el capitán.

A Russell le pareció un hombre solvente. No era un político sino un policía. Alguien que se había ganado los grados y los cargos con resultados concretos, no con relaciones públicas o privadas.

Russell se apoyó en el respaldo.

– Me ha dicho la detective Light que usted pretende tener informaciones importantes para nosotros.

– No lo pretendo, las tengo.

– Eso lo veremos. Por el momento partamos desde el principio. Hábleme de su relación con Ziggy Stardust.

– Antes quiero hablar de mi relación con usted.

– ¿Cómo dice?

– Sé que en casos de esta envergadura tienen ustedes un amplio poder discrecional sobre las concesiones a hacer… a quienes proporcionan elementos útiles para las investigaciones. Tienen dinero a su disposición y una serie de otros privilegios. Incluso la inmunidad, si fuera necesario.

La expresión del capitán se oscureció.

– ¿Quiere dinero?

Russell Wade sacudió la cabeza y esbozó una media sonrisa.

– Hasta hace dos días una oferta así me habría alegrado. Quizás incluso convencido…

Bajó la cabeza para hacer una pausa, dejando la frase inconclusa, como si de golpe un pensamiento o un recuerdo lo hubieran interrumpido. Después levantó la cabeza.

– Hoy es diferente. Sólo quiero una cosa.

– ¿Le parece bien que le pregunte qué?

– Quiero exclusividad. Quiero seguir de cerca la investigación… a cambio de lo que les daré.