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Vivien la desplegó y empezó a leer. Cuando llegó al final había palidecido y tenía los labios tensos. Sin decir nada, le pasó la hoja al capitán, que la leyó.

y por eso me fui. O sea que ahora ya sabes quién soy y de dónde vengo, al tiempo que sabes quién eres tú. Como habrás visto, mi historia no ha sido muy larga, porque a partir de un momento no sucedió mucho más. En cambio ha sido difícil contarla, porque fue difícil vivirla. En la vida no he podido dejarle nada a nadie. He preferido guardarme el odio y el rencor para mí solo. Ahora, cuando el cáncer ha hecho su trabajo y ya estoy del otro lado, puedo dejarte algo, como cada padre debería hacer con un hijo y como debería haber hecho yo hace tiempo sin tener la posibilidad de hacerlo. No es mucho dinero. Todo lo que tenía, menos los gastos de mi funeral, está en el sobre, en billetes de mil dólares. Estoy seguro de que sabrás utilizarlo. Durante toda mi vida, antes y después de la guerra, trabajé en la construcción. Aprendí de muchacho, cuando fui empleado por un hombre que fue para mí como un padre. Él me enseñó a usar los explosivos en las demoliciones. El ejército me enseñó el resto. Durante todos los años que trabajé en Nueva York, en muchos de los edificios que contribuía construir he ido escondiendo bombas. Trotil y napalm, que para mi desgracia conocía demasiado bien. Hubiera querido ser yo mismo quien las hiciera explotar, pero si estás leyendo estas palabras quiere decir que mi falta de decisión y la vida lo han dispuesto de otra manera. Junto a esta carta encontrarás las direcciones de los edificios minados y las instrucciones para hacerlos estallar. Si finalmente lo haces, me habrás vengado. De lo contrario quedaré como una de las tantas víctimas de la guerra que nunca tuvieron el consuelo de la justicia. Te aconsejo que aprendas las direcciones y los datos técnicos de memoria y después destruyas esta carta. El primer edificio está en el Lower East Side, en la calle Diez, en la esquina con la D Avenue. El segundo

La carta terminaba ahí. El capitán también estaba pálido al terminar de leerla. Puso la hoja sobre el escritorio. Apoyó los codos en la mesa y escondió el rostro entre las manos. Su voz llegó amortiguada mientras hacía un último y humano intento por creer que lo que había leído no era verdad.

– Señor Wade, esto bien podría haberlo escrito usted mismo. ¿Quién me asegura que no es otro de sus trucos?

– El trotil y el napalm. Lo he controlado y nadie habla de eso, ni la televisión ni los periódicos. Deduzco que es un detalle que no está al alcance de los medios. Si usted me confirma que la causa de las explosiones es ésa, me parece una prueba suficiente.

Russell se dirigió a la detective, que aún estaba pálida y parecía no haberse repuesto. En ese despacho, todos pensaban en lo mismo. Si lo que estaba escrito en la carta era cierto, significaba que había estallado una guerra. Y que el hombre que la había desencadenado, él solo, tenía la potencia de un pequeño ejército.

– Después, veamos, hay otra cosa que no sé si puede ser de utilidad. -Russell volvió a meter la mano en el bolsillo de la chaqueta. Extrajo una foto manchada de sangre y se la dio a la detective-. Ziggy me la dio, junto con la hoja.

Ella cogió la foto y se quedó mirando la imagen un instante. Después pareció recibir una descarga eléctrica.

– Un momento. Vuelvo enseguida.

Abandonó el despacho rápidamente, salió por la puerta y desapareció en el corredor. Casi no dejó al capitán y a Wade tiempo para explicarse ese comportamiento. Un momento después ya estaba de vuelta, con una carpeta amarilla en la mano. Cerró la puerta y se acercó al escritorio, antes de hablar.

– Hace una par de días, durante una demolición en unas obras en la calle Veintitrés, encontraron un cadáver emparedado en un intersticio. La autopsia revela que lleva allí más o menos unos quince años. No hemos encontrado ningún indicio significativo, salvo una cosa.

Russell pensaba que el capitán ya estaba al corriente de algunos detalles. Entendió que el modo en que la detective Light exponía los hechos le estaba dedicado. Eso significaba que estaba sopesando el pacto propuesto por él.

Ella continuó.

– En el suelo, junto al cadáver, encontramos un portadocumentos que contiene dos fotos. Éstas.

Le dio al capitán las ampliaciones en blanco y negro que guardaba en la carpeta. Bellew las miró un instante. Cuando Vivien estuvo segura de que las había asimilado, le pasó la que Russell le había mostrado.

– Y ésta es la que Ziggy le dio al señor Wade.

Cuando la vio, el capitán no pudo reprimir una exclamación.

– ¡Santo cielo!

Durante un tiempo que pareció interminable, pasó la mirada de una foto a otra varias veces. Después se inclinó sobre el escritorio y se las dio a Russell. En una había un muchacho de uniforme ante un vehículo blindado, una imagen que podía reconocerse como de la guerra de Vietnam. En la otra el mismo muchacho vestido de civil tendía hacia el objetivo un gran gato negro al que parecía faltarle una pata.

Russell entendió ahora el motivo del comportamiento de la detective Light y la sorpresa de su superior. El muchacho con el gato que mostraba la foto encontrada junto a un cadáver de más de quince años, era el mismo de la foto que Ziggy Stardust le había dado antes de morir.

19

Soy Dios…

Desde que abrió los ojos esas palabras seguían resonando en la cabeza del reverendo Michael McKean como grabadas en una cinta que se repetía sin pausa. Hasta la noche anterior había albergado una pequeña esperanza de que todo fuera nada más que el desvarío de un perturbado, la inocua tendencia a la autolesión de una mente desequilibrada. Pero la razón y el instinto, tantas veces en conflicto, le dictaban que todo era verdad.

Y todo parecía más nítido y definitivo.

Recordaba el final de aquella absurda conversación en el confesionario, cuando el hombre, después de su terrible afirmación, cambió el tono de voz y se hizo persuasivo y confidencial Palabras amenazantes en una entonación imbuida de culpa e inocencia.

– Ahora me levantaré y me iré. Y usted no me seguirá ni tratará de detenerme. Si lo hiciera, las consecuencias serían muy desagradables. Para usted y para sus personas más queridas. Créame, como debe creer en todo lo que le he dicho.

– Espera. No te vayas. Al menos explícame el porqué…

La voz volvió a interrumpirlo, precisa y monocorde.