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No habría brazos abiertos ni palabras de gloria ni fanfarrias por el retorno del héroe. Nadie lo habría llamado así y, además, para todos, el héroe había muerto.

Había comenzado el viaje en Luisiana, donde un transporte del ejército lo dejó, sin ceremonia alguna, en la estación de autocares. De golpe se había encontrado solo, ya no era el protagonista de nada. Alrededor de él estaba el mundo, el verdadero, el mundo que no lo había esperado. Ya no estaban las paredes acogedoras del hospital. Mientras hacía cola para comprar el billete se había sentido como una figura para el casting de Freaks, la vieja película de Tod Browning. Y eso lo había hecho sonreír, el único modo de no hacer aquello que durante muchas noches había jurado que no volvería a hacer: llorar.

«Que tengas suerte, Wendell…»

– Dieciséis dólares.

De pronto, la voz del coronel Lensky se había transformado en la del taquillero que le mostraba el billete para la primera parte del viaje. Desde la aspillera de la taquilla, el hombre había mirado esa parte del rostro que Wendell ofrecía al mundo. El cabo había recibido la indiferencia que se merecía cualquier anónimo pasajero, lo que él deseaba.

Pero cuando había entregado al hombre el dinero que le pedía, y lo había hecho con la mano enfundada en un guante ligero de algodón, el tipo había levantado la vista; era delgado, con poco pelo, labios finos y ojos sin ningún brillo. Se había detenido un instante en su rostro y después había inclinado la cabeza. Su voz pareció llegar del mismo lugar de donde venía él, fuera cual fuere.

– ¿Vietnam?

No contestó enseguida.

– Sí.

Una sorpresa: el de la taquilla le había devuelto el dinero.

No tomó en cuenta su perplejidad. Tal vez era algo esperado. Añadió unas pocas palabras que resolvieron el motivo de la sorpresa. Palabras que para ambos se transformaron en un largo discurso.

– Mañana hará dos años que perdí un hijo. Ten el dinero, creo que te servirá más que a la empresa.

El cabo se alejó con la misma sensación que tuviera cuando dejó a Jeff Anderson en el hospital. Dos hombres solos para siempre, uno en su silla de ruedas, el otro en su taquilla, en un ocaso destinado a ser eterno para ambos.

Mientras pensaba en esas cosas, había cambiado de autocar y de compañeros de viaje, y también de estado de ánimo. Lo único que no podía cambiar era su aspecto.

Lo había hecho con parsimonia porque no tenía ninguna prisa en llegar. Además, su cuerpo era de fácil cansancio y difícil tregua, un cuerpo con el que tenía que negociar. Eligió un motel de tercera, durmió poco y mal, haciendo rechinar los dientes y con las mandíbulas apretadas. Sus sueños recurrentes. Síndrome de shock postraumático, había diagnosticado alguien. La ciencia siempre encontraba el modo de que la destrucción de una persona de carne y hueso se volviera parte de una estadística. Pero el cabo había aprendido en carne propia que el cuerpo nunca acaba de acostumbrarse del todo al dolor. Sólo la mente logra a veces habituarse al horror. Y dentro de poco surgiría el modo de demostrarle a alguien todo lo que había recibido sobre la piel.

Kilómetro a kilómetro, Mississippi se había vuelto Tennessee y, por el sortilegio de las ruedas, se había transformado en Kentucky, hasta que sus ojos recibieron la promesa del paisaje familiar de Ohio. Los paisajes se habían sucedido ante sus ojos y su mente como lugares ajenos, una línea que un lápiz de color trazaba en el mapa de un territorio desconocido a medida que pasaba el tiempo. Al costado de la carretera veía el tendido de la electricidad y el teléfono. Llevaban palabras y energía por encima de su cabeza. Había casas y personas, como marionetas en un pequeño teatro, a quienes aquellos cables ayudaban a moverse e ilusionarse con la vida.

Cada tanto se preguntaba qué energía y qué palabras necesitaba él en ese momento. Tal vez, cuando había estado echado en la camilla del coronel Lensky, todas las palabras ya habían sido pronunciadas y todas las fuerzas evocadas e invocadas. Era una liturgia quirúrgica que el coronel había celebrado en vano, porque la razón del cabo la había rechazado tal como un creyente rechaza una práctica pagana. Había escondido su pequeña fe en un rincón seguro de su mente, un lugar donde nadie pudiese arañarla o anularla.

Lo que había ocurrido no se podía cambiar ni anular.

Sólo recompensar.

La suave inercia del autocar que frenaba lo trajo a la realidad. El tiempo indicaba un ahora sin salvación, y el lugar estaba indicado en un cartel que confirmaba que habían llegado a Florence. Si se la juzgaba por el extrarradio, la ciudad era como cualquier otra, sin pretensiones de parentesco con su homónima de Italia. Había mirado un folleto de viajes una noche, en la cama y con Karen. Fotos y ojos y páginas y manos ansiosas.

Francia, España, Italia…

Florence, Florencia, la italiana, era la ciudad en que se habían centrado más que en otras. Karen le había explicado cosas que él desconocía sobre ese lugar, y lo había hecho soñar con cosas que no imaginaba que pudieran ser soñadas. En aquella época aún creía que las experiencias no costaban nada, antes de aprender que pueden tener un precio muy alto.

A veces, el de la vida.

A una Florence había llegado, después de todo. Con la ironía de una existencia que no agota sus reservas. Pero nada era como debería haber sido. Se acordó de las palabras de Ben, el hombre que para él más se había parecido a un padre.

«El tiempo es un naufragio, y sólo sale a flote lo que de verdad tiene valor.»

El suyo, su tiempo, se había mostrado sólo como la burlona agarradera de una balsa, un cansador atracadero en la realidad después de haberse hundido en su pequeña utopía privada.

El conductor llevó el dócil vehículo hasta la parte central de la estación de autocares. Se detuvo con una sacudida junto a una marquesina carcomida por el óxido y con las indicaciones desteñidas.

El cabo se quedó sentado en su butaca, a la espera de que bajaran los otros pasajeros. Una mujer Con apariencia mexicana, que tenía en brazos a una niña dormida, tuvo dificultades para moverse con la maleta que llevaba en la mano libre. Nadie hizo el menor gesto de ayudarla. El muchacho que estaba a su derecha recogió su bolso y no se resistió a la tentación de lanzarle una última mirada.

El cabo había decidido llegar a Chillicothe hacia la noche y prefería tomarse un descanso antes de atravesar la frontera del estado. Florence era un sitio como cualquier otro y por tanto era el sitio justo. En ese momento, cualquier sitio lo era. Desde allí trataría de llegar a su destino en autoestop, no obstante las complicaciones que tenía esta elección: para cualquier persona sería difícil aceptarlo en su coche.

La gente solía asociar la destrucción física con una propensión a la maldad, en modo directamente proporcional. No pensaban que el mal, para alimentarse, debe ser seductor e irresistible; debe atraer al mundo que lo rodea con la imponencia de la belleza y la promesa de una sonrisa. Y él ahora se sentía como el cromo que faltaba para completar el álbum de los monstruos.