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– Creía haber sido claro. No tengo nada que explicar. Sólo cosas que enunciar. Y usted las conocerá antes que nadie.

El hombre siguió con su delirio como si fuese lo más natural del mundo.

– Esta vez he juntado la luz con la oscuridad. La próxima vez lo haré con la tierra y el agua.

– ¿Qué significa?

– Con el tiempo lo entenderá.

La voz llegaba cargada de una tranquila e inexorable amenaza. El padre McKean, temiendo verlo desaparecer de golpe, le formuló una última y desesperada pregunta.

– ¿Por qué has venido a contármelo? ¿Por qué a mí?

– Porque usted me necesita más que otros. Lo sé.

Un momento de silencio en aquel hombre que se erigía en amo de la eternidad. Después, sus palabras definitivas. Su adiós al mundo, un adiós sin salvación.

– Ego sum Alpha et Omega.

Y se incorporó para marcharse con sigilo. Un roce verde en la rejilla, un rostro sólo entrevisto en la penumbra. Se quedó solo, sin aire y sin miedo, porque lo que sentía era tan grande y carente de nombre que no dejaba lugar a ningún otro sentimiento.

Salió del confesionario con una gran palidez, y cuando el párroco Paul vino a buscarlo, se quedó paralizado por su aspecto afligido.

– ¿Qué pasa, Michael? ¿No te sientes bien?

Consideró inútil mentirle. Además, después de esa experiencia carecía de las fuerzas necesarias para oficiar la misa de mediodía. El rito era un momento de alegría y comunión y le parecía que contaminarlo con sus pensamientos sería un pecado.

– No. La verdad, no me siento nada bien.

– Bueno, vete a casa. Yo daré la misa.

– Te lo agradezco, Paul.

El párroco acababa de atender una visita y les pidió que lo llevaran hasta Joy. Una persona a la que no conocía, y que se presentó como Willy Del Carmine, lo llevó en un gran coche del que el padre McKean no recordaba ni siquiera el color. Durante todo el trayecto permaneció en silencio, mirando por la ventanilla, saliendo de sus pensamientos sólo para darle indicaciones al chófer. Incluso le costó reconocer un camino que había recorrido miles de veces.

Cuando se encontró en el patio, con el ruido de fondo del coche que se alejaba, se percató de que ni siquiera había saludado y dado las gracias a esa persona que había sido tan amable con él.

John estaba en el jardín, y cuando vio el coche se acercó. Era un hombre con una sensibilidad poco común y con una aguda capacidad de descifrar la intimidad de las personas.

El padre McKean sabía que se habría percatado de que algo no iba bien. Ya lo había advertido en el tono de su voz, cuando desde Saint Benedict le avisó que se disponía a volver. Confirmaba la opinión que tenía de John, cuando éste se acercó como si tuviese miedo de ser inoportuno.

– ¿Todo bien?

– Todo bien, John. Gracias.

Su colaborador no insistió, confirmando así otra de sus cualidades, la discreción. Ya se conocían muy bien. Sabía que John tenía esperanzas de que su amigo Michael McKean terminaría por sincerarse en el momento oportuno. No podía saber que esta vez todo era diferente.

El problema era insuperable.

Y era la causa de una angustia que el cura sentía por primera vez en su vida. En el pasado había oído las confidencias de otros sacerdotes a los que les habían relatado crímenes en confesión. Ahora entendía la turbación de aquéllos, el sentirse humanamente en conflicto con su papel de ministros de la fe y de la Iglesia que habían escogido para sí.

El secreto sacramental era inviolable. Por eso los confesores tenían prohibido traicionar a quien confiase en ellos dentro del confesionario.

En ningún caso y de ninguna manera.

La violación de ese secreto no estaba permitida ni siquiera en caso de amenaza de muerte al confesor u otros. El sacerdote que violaba el secreto confesional se arriesgaba a la excomunión automática latae sententiae, que sólo podía ser revocada por el Papa. En el curso del tiempo, rara vez un pontífice lo había hecho.

Si el pecado era un acto criminal, el confesor podía sugerir o imponer al penitente, como condición indispensable para la absolución, que se entregara a las autoridades. Y hasta allí llegaba lo que podía hacer. Y, sobre todo, no podía informar directamente a la policía, ni siquiera en modo indirecto.

Había casos en que una parte de la confesión podía ser revelada a otros, pero siempre con el permiso de la persona interesada y siempre que se ocultara su identidad. Esto era válido para algunos pecados, aquellos que no podían perdonarse sin la autorización del obispo o el Papa. De todos modos, todo esto requería una condición determinante: el pedido de absolución debía ser consecuencia del arrepentimiento, del deseo de liberar el alma de un peso insostenible. En este caso, el padre McKean no se encontraba frente a uno u otro.

Aquel hombre le había declarado la guerra a la sociedad.

Destruiría y cosecharía víctimas, haría derramar lágrimas, proporcionaría dolor y desesperación. Y lo haría con la determinación del dios que en sus ensoñaciones decía ser, el dios que destruía ciudades y aplastaba ejércitos, cuando la ley era todavía la del talión.

Después de ese cambio de palabras con John en el patio, para no explayarse en difíciles explicaciones, el padre McKean se dirigió a la cocina. Hasta donde pudo, se puso la mejor máscara y entró en el refectorio para comer con los chicos, que se mostraron contentos de tenerlo con ellos para la pequeña fiesta dominical.

Pero algunos no se habían llamado a engaño. En primer lugar la señora Carraro. Y en medio del caos, risotadas, comentarios y chistes alrededor de la mesa, un par de chicos lo entendieron. Katy Grande, una chica de diecisiete años con una graciosa naricita pecosa, y Hugo Sael, otro huésped de Joy siempre muy consciente del mundo que lo rodeaba, lo miraban cada tanto con aire de interrogación, como preguntándose dónde se había escondido el padre McKean que conocían.

Por la tarde, cuando casi todos estaban en el jardín disfrutando del espléndido día de sol, se le acercaron Vivien y Sundance.

Si la chica estaba disgustada por la suspensión del concierto, no se le notaba. Estaba serena y parecía feliz de volver a Joy.