Выбрать главу

Ella y su joven tía parecían más unidas que cuando el día anterior Vivien había ido a buscarla. Los obstáculos entre ellas parecían haberse resuelto y Michael sentía que esa difícil relación había comenzado un viaje hacia un lugar diferente. Sobre todo, de un modo diferente.

Esta impresión había sido confirmada cuando Vivien, con palabras que rozaban la euforia, le contó lo sucedido con su sobrina. Le habló de una nueva confianza y unión que ambas habían perseguido con ansiedad y habían logrado con el tiempo?

Ahora, a la luz del sol de un nuevo día, se daba cuenta de lo poco receptivo que había estado con ese entusiasmo. Se había limitado a pedir información a la detective sobre la tragedia de la calle Diez, de sus consecuencias e implicaciones, tratando de enterarse casi obsesivamente de si la policía tenía alguna pista, una relación de elementos, una idea sobre quién había podido ejecutar semejante matanza. Y todo con la reprimida tentación de llevarla aparte, contarle lo ocurrido y transmitirle toda la información que conocía.

Ahora se daba cuenta de que había obtenido las respuestas que podía obtener. Cualquier información que tuviera Vivien como miembro de la policía estaba sometida a la reserva de un caso en proceso de investigación.

Cada uno tenía sus secretos de confesión. Y cada uno debía soportar el peso, por la responsabilidad asumida en el momento de pronunciar los votos. Fuesen laicos o religiosos.

Ego sum Alpha et Omega…

El padre McKean miró por la ventana un paisaje verde y azul de primavera que normalmente le daba paz. Pero lo encontró hostil, como si el invierno hubiera regresado, no por lo que había fuera sino por los ojos con que ahora lo miraba. Después se levantó de la cama como un sonámbulo, se dio una ducha, se vistió y rezó sus oraciones con fervor renovado. A continuación dio vueltas por la habitación, tratando de reconocer las cosas que lo rodeaban. Cosas pobres, familiares, objetos de cada día que, aunque eran símbolos de las dificultades cotidianas de su vida, de golpe parecían pertenecer a un tiempo feliz, perdido para siempre.

Llamaron a la puerta.

– ¿Si?

– Michael, soy John.

– Pasa.

El padre McKean se lo esperaba. Era normal que los lunes por la mañana tuvieran una reunión para tratar sobre las actividades y objetivos de la semana. Eran momentos difíciles, pero también de gratificante energía y de lucha contra las adversidades, a la luz del objetivo común que la pequeña comunidad Joy se había propuesto. Pero ese día su ayudante entró con expresión de querer estar en otro lugar y otro tiempo.

– Perdona que te moleste, pero hay algo de lo que quiero hablar contigo ya mismo.

– No me molestas. ¿Qué pasa?

Dada la confianza y el afecto que compartían, el hombre consideró pertinente un breve preámbulo.

– Mike, no sé qué te ha sucedido, pero estoy seguro de que me pondrás al corriente a su debido tiempo. Y me disgusta venir a molestarte con esto.

Una vez más el padre McKean se dio cuenta del tacto de John Kortighan y de lo afortunado que era de contar con alguien así en el personal de Joy.

– No es nada, John, nada importante. Pasará pronto, créeme. Te escucho…

– Tenemos problemas…

En Joy siempre tenían problemas de varios tipos. Con los chicos, con el dinero, con algunos colaboradores, con las tentaciones del mundo exterior. Pero los que esta vez traía John debían de ser nuevos e importantes.

– Esta mañana he hablado con Rosaria.

Rosaria Carnevale era una feligresa de Saint Benedict de visible origen italiano. Vivía en Country Club pero dirigía una sucursal del M &T Bank en Manhattan, donde se ocupaban de los intereses económicos de la comunidad y de la gestión del patrimonio legado por el abogado Barry Lovito.

– ¿Qué ha dicho?

John informó de aquello que no hubiera querido.

– Dice que ha estado haciendo malabarismos para que los ingresos mensuales que prevé el estatuto siguieran haciéndose. Pero ahora, a instancias de los presuntos herederos del abogado, ha recibido un nuevo emplazamiento del tribunal. Se suspenden los pagos hasta que haya sentencia firme de la causa.

Esto significaba que hasta que el juez no se pronunciara, aparte de la contribución del estado de Nueva York, faltaría el principal soporte económico de la comunidad. Con el peso de sus grandes necesidades, de ahora en adelante Joy tendría que confiar en sus propias fuerzas y en las donaciones espontáneas de gente de buen corazón.

El padre McKean volvió a mirar por la ventana, pensativo. Y luego habló. Fue la primera vez que John Kortighan percibió desaliento en su voz.

– ¿De cuánto disponemos en caja?

– Poco o nada. Si fuésemos una sociedad comercial yo diría que estamos en quiebra.

El sacerdote se volvió y una pequeña sonrisa forzada se dibujó en sus labios.

– Tranquilo, John. Saldremos de ésta. Ya lo hemos hecho otras veces y lo volveremos a hacer.

Pero en su tono no había rastros de la seguridad y la confianza que quería transmitir, como si hubiese dicho esas palabras más para ilusionarse que para convencer a su interlocutor.

John sintió que el frío de la realidad poco a poco se adueñaba de la habitación.

– Bien, entonces, te dejo. De los otros asuntos hablaremos más tarde. En comparación con lo que te he contado son minucias, Michael.

– Sí, John. Gracias. Te veré en un rato.

– Bien, te espero abajo.

El padre McKean vio cómo su hombre de confianza salía y cerraba la puerta con delicadeza. Le dolía verlo decaído por la situación financiera de Joy, pero más le dolía la sospecha de haberlo desilusionado.

«Soy Dios…»

Él no lo era. Ni quería serlo. Sólo era un hombre consciente de sus limitaciones terrenales. Hasta ese momento le había bastado servir a Dios de la mejor manera posible, aceptando todo lo que se le ofrecía y todo lo que se le pedía.

Pero ahora…

Cogió el teléfono móvil del escritorio y tras una breve búsqueda encontró el número de la archidiócesis de Nueva York. Después de unos tonos interminables, juzgados desde su impaciencia, una voz le respondió y él se identificó.

– Soy el reverendo Michael McKean de la parroquia de Saint Benedict, en el Bronx. También soy el responsable de Joy, una comunidad de acogida de chicos que han tenido problemas con las drogas. Quisiera hablar con la oficina del cardenal arzobispo.

Era habitual que sus presentaciones fueran más escuetas, pero había decidido poner en la balanza el cargo importante para que le pasaran la llamada sin dilación.