– Un momento, padre McKean.
El operador lo puso en espera. Pocos segundos después oyó una voz joven y educada.
– Buenos días, reverendo. Soy Samuel Bellamy, uno de los colaboradores del cardenal Logan. ¿En qué puedo serle útil?
– Necesito hablar con su eminencia lo antes posible. Personalmente. Créame, se trata de un asunto de vida o muerte.
Debía de haber transmitido la propia angustia de modo muy eficaz, porque en la respuesta de su interlocutor hubo auténtico pesar, además de preocupación.
– Lamentablemente el cardenal ha partido esta mañana para una breve estadía en Roma. Estará en la Santa Sede en entrevista con el Santo Padre. No regresará hasta el domingo.
De repente, Michael McKean se sintió perdido. Una semana. Había esperado poder compartir el peso de su preocupación con el arzobispo, recibir consejo, alguna indicación. El milagro de una dispensa no era siquiera una hipótesis lejana, pero el consuelo de la opinión de un superior en aquel momento le era indispensable.
– ¿Puedo hacer algo, reverendo?
– Lo lamento, pero no. Lo único que le pido es que me gestione una cita con su eminencia con la mayor urgencia.
– Le aseguro que lo haré. Y me ocuparé de avisarle personalmente, padre McKean, o dejaré un mensaje en su parroquia.
– Se lo agradezco.
McKean colgó, se sentó en el borde de la cama y sintió cómo el colchón cedía bajo su peso. Por primera vez, desde el momento en que había decidido ser cura, se sintió solo de verdad. Y, como aquel que al mundo le había enseñado el amor y el perdón, por primera vez le surgió preguntarle a Dios, el único y verdadero, por qué lo había abandonado.
20
Vivien salió de la comisaría y se dirigió a su coche. Había refrescado. El sol, que durante la mañana parecía intocable, ahora combatía con un viento del oeste llegado sin preaviso. Nubes y sombras se disputaban el cielo y la tierra. Parecía el destino anunciado de aquella ciudad: correr y correr sin lograr nunca atrapar nada.
Se encontró con Russell Wade en el exacto lugar donde lo había citado.
Todavía Vivien no había logrado formarse una idea sobre ese hombre. Cada vez que lo intentaba llegaba a un desvío impreciso, algo inesperado e improbable que terminaba desacreditando el dictamen que construía su pensamiento.
Y eso hacía que se sintiera mal.
Mientras se acercaba a él, su mente recorrió toda esa historia demencial.
Cuando terminó la entrevista con el capitán todos se dieron cuenta de que no había nada más que decir, sólo quedaba pasar a la acción. Vivien se dirigió a Wade.
– Espéreme un momento fuera, por favor.
El desdichado ganador de un inmerecido Premio Pulitzer se encaminó hacia la puerta.
– No hay problema. Adiós capitán, y gracias.
En la respuesta de Bellew hubo una cortesía formal, no sostenida en el tono:
– No hay de qué. Si este asunto tiene las consecuencias que queremos, habrá mucha gente que deberá darle las gracias a usted.
También el director de algún periódico, pensó Vivien.
El hombre salió cerrando la puerta con delicadeza y ella quedó a solas con su superior. Su primer impulso pudo haber sido preguntarle si se había vuelto loco al prometer lo que había prometido a un sujeto como Russell Wade. Pero su relación con el capitán desde siempre preveía el respeto de cada uno por las razones del otro, y esta vez no podía ser diferente. Además, era su jefe y no quería ponerlo en la situación de tener que recordárselo.
– ¿Qué opinas, Alan? Me refiero a esta historia de las bombas.
– Que me parece una locura. Algo imposible. Pero después del 11 de Septiembre he descubierto que los límites de la locura y lo posible se han flexibilizado.
Vivien estuvo de acuerdo con esa idea y afrontó otro argumento. El que más la preocupaba. El del eslabón débil de la cadena.
– ¿Y qué piensas de Wade?
El capitán hizo un gesto con los hombros, un gesto que lo decía todo o nada.
– Hasta el momento nos ha facilitado la única pista que tenemos. Y es una suerte que la tengamos, aunque nos haya llegado de él. En circunstancias normales habría empujado por las escaleras a patadas en el culo a ese fantoche. Pero éstas no son circunstancias normales, han muerto casi cien personas. En la ciudad hay muchas personas que ignoran que podrían correr la misma suerte. Como dije durante nuestra reunión, tenemos la obligación de no desechar ninguna posibilidad. Además, Vivien, esa historia de las fotos es… curiosa. Hace que un caso de rutina se convierta en una hipótesis de importancia vital. Y me huelo que es auténtica. Sólo la realidad logra ser tan fantasiosa como para crear coincidencias así.
Vivien había pensado muchas veces en ese concepto. Su experiencia parecía avalarlo cada vez más.
– ¿Retendremos la información?
Bellew se rascó una oreja, como solía hacer cuando reflexionaba.
– Por ahora sí. No quiero correr el riesgo de difundir el pánico, ni de que se rían de mí las autoridades del estado y todas las policías del país. Siempre existe la posibilidad de que se desinfle como un globo, aunque no lo creo en este caso.
Te fías de que Wade no vaya a la prensa? Está claro que busca una gran historia.
– Y la tiene. Por ese motivo no hablará, no le conviene. Tampoco lo haremos nosotros, por el mismo motivo.
Vivien quería una confirmación de lo que ya sabía.
– ¿O sea que de ahora en adelante tendré que tenerlo conmigo, pegado como una lapa?
El capitán abrió los brazos como para confirmar lo inevitable.
– Le he dado mi palabra, Vivien. Y yo mantengo mi palabra. -Ahora fue el capitán quien cambió de asunto, sin posibilidad de apelación-: Llamaré inmediatamente al Distrito 67 para que te manden el documento de la investigación sobre ese Ziggy Stardust. Si lo consideras necesario podrás hacer una visita a su apartamento. En cuando al tipo emparedado, ¿tienes alguna idea?