– Sí, tengo una pista. No es gran cosa, pero servirá como punto departida.
– Bien, adelante. Cualquier cosa que necesites no tienes más que decírmelo. Te puedo facilitar lo que pidas sin muchos problemas… al menos por ahora.
Vivien le había creído. Sabía que el capitán Bellew tenía una vieja amistad con el jefe de policía, que al contrario que Elizabeth Brokens, mujer de Charles Brokens, etcétera, etcétera, no era pura jactancia.
– Bueno, me voy.
Vivien se dio la vuelta para abandonar el despacho. Cuando ya estaba en la puerta, Bellew dijo:
– Vivien, algo más.-La miró a los ojos y dijo con ironía-: En cuanto a Russell Wade, y en caso de necesidad, recuerda este detalle: le he dado mi palabra. -Una pausa para subrayar lo dicho-. Pero tú no.
Vivien se fue con una sonrisa en los labios. Después se encontró con Russell Wade en la sala donde había esperado antes, de pie y con las manos en los bolsillos.
– Aquí estoy.
– Dígame, detective.
– Como pasaremos un tiempo en compañía, puedes llamarme Vivien.
– De acuerdo, Vivien, ¿y ahora qué?
– Dame tu móvil.
Russell lo hizo. Vivien se sorprendió de que no fuera un iPhone. En Nueva York todos los VIP tenían uno de esos aparatos. Quizá Wade no se consideraba VIP, o tal vez lo había lanzado como ficha sobre un tapete verde.
La detective marcó el número de su propio móvil. Cuando sonó bajo su escritorio, cortó y se lo devolvió a Wade.
– Bien. Tienes mi número en la memoria. Fuera, a la izquierda del edificio, hay un Volvo metalizado: es mi coche. Ve allí y espérame. -Y añadió con ironía-; Tengo cosas que hacer y no sé cuánto me llevarán. Lo siento, pero has de tener paciencia.
Russell la miró y por sus ojos pasó un velo de esa tristeza que Vivien descubriera con sorpresa unos días antes.
– He esperado más de diez años. Puedo esperar un poco más.
Se dio la vuelta para irse. En pie, al borde de las escaleras, Vivien se quedó un momento mirándolo bajar y desaparecer en la planta baja. Después volvió a su mesa. Junto a la excitación por la importancia del caso que tenía entre manos, le había quedado la angustia transmitida por las palabras de la carta. Palabras delirantes transportadas por el viento como semillas venenosas. Palabras que no se sabía dónde habían encontrado terreno abonado para germinar. Vivien se preguntó qué tipo de sufrimiento habría padecido el hombre que había dejado aquel mensaje, y qué enfermedad padecería su destinatario si había aceptado la herencia de poner en práctica esa demencial venganza póstuma.
«Las fronteras de la locura se han flexibilizado…»
Tal vez cabría decir que, en este caso, las fronteras habían desaparecido del todo.
Sentada a su mesa, se conectó con la base de datos de la policía. En el espacio de búsqueda escribió The only flag y esperó el resultado.
Casi de inmediato apareció en pantalla la foto de un hombre desnudo tatuado con una figura iguala la encontrada en el cadáver. Era el elemento distintivo de un grupo de moteros de Coney Island que se hacían llamar Skullbusters. Con el dossier había algunas fotos de ficha policial de los miembros de la banda que habían tenido desacuerdos con la justicia. Junto a cada nombre había una lista de las pequeñas o grandes fechorías del caballero en cuestión. Las fotos parecían más bien viejas y Vivien se preguntó si uno de ellos no sería el dueño del cuerpo que había descansado tantos años entre dos paredes de la calle Veintitrés. Sería el no va más de la casualidad, pero no le habría sorprendido. Como había subrayado el capitán, todo su trabajo estaba hecho de coincidencias. La foto del mismo muchacho y el mismo gato encontradas en dos lugares distantes en el tiempo y el espacio, eran la prueba tangible de ello.
Mientras tomaba nota de la dirección de la sede de los moteros, había llegado por vía telemática, enviado por la comisaría del Distrito 67 de Brooklyn, el dossier de la muerte de Ziggy Stardust. Bellew no había perdido el tiempo. Ahora Vivien tenía todo el material en su ordenador: el parte del sumario del juez de instrucción, el informe del detective encargado del caso y las fotos hechas en el escenario del crimen. En la medida en que le fue posible, amplió una de las fotos, tomada en el ángulo que le interesaba. Se veía claramente una mancha roja sobre una tecla de la impresora apoyada en la mesa, como si alguien la hubiera pulsado con un dedo manchado de sangre. Otro elemento que confirmaba los hechos referidos por Russell Wade.
Las otras fotos mostraban el cadáver de un hombre de complexión escuálida que yacía ensangrentado en el suelo. Vivien lo observó durante un largo rato sin sentir una pizca de compasión, a la vez que pensaba que aquel bastardo había obtenido lo que se merecía. Por lo que le había hecho a su sobrina y quién sabe a cuántos otros chicos. Después de haber tenido ese pensamiento de justicia sumaria, se vio obligada una vez más a constatar cuánto cambiaba el compromiso personal la perspectiva de las cosas.
Vivien sacó el mando a distancia del bolsillo y abrió las puertas del coche. Russell Wade se acercó y subió al asiento del acompañante. Cuando ella entró, lo encontró sentado a su lado e intentando colocarse el cinturón de seguridad. Mientras lo observaba se sorprendió pensando en que era un hombre guapo. Enseguida se dijo que era una tonta, y a esto añadió contrariedad e irritación.
El hombre la miró en actitud de espera.
– ¿Adónde vamos?
– Coney Island.
– ¿Para qué?
– A ver personas.
– ¿Qué personas?
– Espera y verás.
Cuando el coche se incorporaba al tráfico, Russell se apoyó en el respaldo y clavó la vista en la calle.
– ¿Te encuentras en un estado de gracia especial, o siempre eres tan comunicativa?
– Sólo con los huéspedes importantes.
Russell se volvió hacia ella.
– No te caigo bien, ¿verdad? -Sonó más a enunciación de un hecho probado que a verdadera pregunta.