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A Vivien le gustó ese planteamiento directo. Para poner los puntos sobre las íes de sus relaciones presentes y futuras, expuso su parecer sin pelos en la lengua.

– En condiciones normales, me serías indiferente. Cada uno hace con su vida lo que cree mejor. Hasta puede tirarla a la basura, si con eso no le hace daño a nadie. Por ahí hay mucha gente que tiene necesidad de ayuda por líos que les han caído encima sin tener la culpa. El que es adulto y se busca los líos a conciencia, por mí que haga lo que quiera. Y esto no es indiferencia, es sólo sentido común.

Russell hizo un gesto elocuente.

– Bien, por lo menos tengo una toma de posición oficial hacia mí, de tu parte quiero decir.

Vivien hizo una maniobra brusca y se detuvo junto a la acera, provocando la ira de los conductores de atrás. Imbuyó sus palabras de una dureza que no le era propia.

– Las personas no cambian, señor Russell Wade. Cada uno es quien es y pertenece a un preciso lugar. Aunque mire a otro lado, tarde o temprano regresa. Y no creo que tú seas la excepción a esta regla.

– ¿Qué te lo hace creer?

– Llegaste con la fotocopia de una carta que te dio Ziggy. Esto quiere decir que todavía tienes el original manchado de sangre. Y que te habría servido como prueba en el FBI, INSA, o con quien quieras, en caso en que no te hubiéramos creído o nos hubieras contrariado. -Vivien se animó y endureció las palabras-. Si por un motivo u otro te hubiésemos pedido que vaciases los bolsillos sólo hubiéramos encontrado la fotocopia de una hoja que bien podías hacer pasar como una fantasía tuya o el apunte para una historia. Porque en el arte de hacer pasar una cosa por otra creo que tienes alguna experiencia.

Sus palabras no parecieron alterar la actitud imperturbable de su interlocutor, lo cual podía ser un síntoma de autocontrol o de costumbre. La ira no impidió a Vivien inclinarse por la segunda posibilidad.

Cogió el volante, se separó de la acera y prosiguió hacia Coney Island. La siguiente pregunta de Russell la pilló por sorpresa. Tal vez él también estuviera tratando de formarse una opinión de su compañera de viaje.

– Por lo general los detectives tienen un acompañante, ¿por qué tú no?

– Ahora eres tú. Y tu presencia confirma las razones por las que trabajo sola.

Tras esa respuesta seca, en el coche se hizo el silencio. Durante la conversación Vivien había tomado en dirección Downtown y ahora estaban saliendo del puente de Brooklyn. Cuando Manhattan quedó atrás, Vivien encendió la radio y la sintonizó en la emisora Kiss 98,7, que transmitía música negra. Condujo el Volvo por la vía rápida Brooklyn-Queens hasta Gowanus.

Russell miraba por la ventanilla de su lado. Cuando llegó una canción especialmente rítmica empezó, tal vez sin advertirlo, a marcar el compás con el pie. Vivien se dio cuenta de que la responsabilidad en aquel caso le había llegado en un delicado momento personal. Pensar en Sundance y en el extraño comportamiento del padre McKean, habían alterado su equidad. O por lo menos la habían llevado a expresar una opinión no solicitada.

En el momento de aparcar en Surf Avenue, en Coney Island, tuvo un leve sentimiento de culpa.

– Russell, perdóname por lo que te he dicho antes. Sea cual sea tu motivación, nos has proporcionado una gran ayuda y te estamos agradecidos. En cuanto al resto… yo no soy nadie para juzgarlo. No está bien que lo haya hecho, pero en este momento tengo problemas personales que influyen en mi comportamiento.

A él le impresionó esa sinceridad repentina. Sonrió.

– Descuida. Nadie más que yo puede entender cuánto los problemas personales tienen influencia en toda la vida.

Bajaron del coche y llegaron a pie a la dirección de los Skullbusters que Vivien había recabado en el documento informático. El número correspondía a una gran concesionaria de Harley Davidson, con taller para reparaciones y personalización de las motos. El lugar daba sensación de prosperidad, competencia y limpieza. Estaba a años luz de las experiencias que Vivien había tenido con guaridas de moteros como las del Bronx y Queens.

Entraron. A la izquierda, una larga fila de motocicletas de diferentes modelos de Harley Davidson. A la derecha, una exposición de ropa de motorista y accesorios, desde cascos a tubos de escape. Al frente, un mostrador de donde salió un tipo alto y corpulento, con tejanos y una camiseta negra sin mangas. Vino hacia ellos. Tenía una boina negra, patillas y bigotes de manubrio de moto, y a Vivien le recordó al novio de Julia Roberts en Erin Brockovich. Cuando lo tuvo cerca, Vivien se dio cuenta de que los bigotes estaban teñidos, que la boina quizá tuviera la misión de cubrir una calva y que, bajo el bronceado, el tipo había pasado los sesenta hacía tiempo. En el hombro derecho tenía un tatuaje con el Jolly Roger y la misma leyenda que el cuerpo emparedado quince años atrás.

– Buenos días. Me llamo Vivien Light.

El hombre sonrió divertido.

– ¿La de la película?

– No. La de la policía.

Al tiempo que daba esa seca respuesta, le mostró la placa. La semejanza de su nombre con el de Vivien Leigh, la actriz de Lo que el viento se llevó, la había atormentado toda la vida.

El hombre no se apeó de su actitud serena.

«Piel dura, conciencia tranquila», pensó Vivien.

– Yo soy Justin Chowsky, el propietario. ¿Ocurre algo…?

– Por lo que sé, ésta era la sede de un grupo de motoristas llamado Skullbusters.

– Todavía lo es.

La expresión sorprendida de Vivien hizo sonreír a Chowsky.

– Las cosas cambiaron un poco, desde el principio quiero decir. Hace tiempo en este lugar había un grupo de muchachos disolutos, algunos con problemas con la ley. Hasta yo, para serle sincero. Sólo menudencias, puede comprobarlo. Algún porro, alguna que otra pelea, alguna borrachera de más.

El hombre, con sus obstinados bigotes colgantes, miró una vitrina como si allí se estuvieran proyectando escenas de su juventud.

– Teníamos la cabeza acalorada pero ninguno de nosotros era un verdadero malhechor. Los tipos malos de verdad se fueron por su propia voluntad.

Hizo con la mano un gesto circular que abarcaba al mismo tiempo el lugar que los rodeaba y una sensación de positivo orgullo.

– Después, un día decidí abrir este chiringuito. Poco a poco nos transformamos en uno de los más importantes puntos de venta y personalización de este estado. Y los Skullbusters se volvieron un sereno grupo de vejetes nostálgicos que se obstinan en circular con estas motos como si todavía fuesen muchachos.

Vivien miró a Russell, que hasta ese momento se había mantenido a un par de pasos, sin acercarse ni presentarse. Le gustó esa actitud. Era alguien que sabía estar en su lugar.

Volvió a mirar al veterano motero.