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,,…-Imagina que los hombres ya están en camino, Vivien.

La detective colgó. Russell lo había oído todo mientras caminaba a su lado en silencio cuando volvían al coche.

– Perdóname.

– ¿El qué?

– Por lo de hace un rato. Me he entrometido; lo hice por un impulso.

Por supuesto, a Vivien le había sorprendido la pregunta que Wade le había formulado a Chowsky. Le había pesado el no haberlo hecho ella. Pero la honradez de su carácter le imponía reconocer los méritos ajenos.

– Ha sido algo sensato. Más que sensato.

Russell siguió en la exposición de sus motivaciones. Él mismo parecía sorprendido por su intuición.

– Pensé que si este Sparrow terminó en un bloque de cemento, debía de saber algo que no tenía que saber, o haber visto algo que no tenía que ver. -Hizo una pausa para reflexionar-. Así, pensé en lo que dice la carta que os entregué.

A Wade se le ensombreció el rostro, y Vivien pensó que quizás estuviera reviviendo las circunstancias en que había obtenido la carta. En su mente también reaparecieron las líneas escritas con una tosca caligrafía masculina.

«Durante toda mi vida, antes y después de la guerra, trabajé en la construcción.»

Terminó ella misma el pensamiento de Russell, que de mera suposición, en ambos se había convertido en certeza.

– Y has deducido que existen grandes probabilidades de que el hombre que mató a Sparrow y el hombre que escribió la carta sean la misma persona.

– Así es.

Habían llegado al aparcamiento. En el otro extremo de la gran explanada, más allá de una línea de pocos árboles, se veían los perfiles esqueléticos del Rollercoaster y la Parachute Tower, y se entreveían los grandes pabellones del parque de atracciones de Coney Island. En el estacionamiento no había muchos coches y Vivien pensó que el lunes no era un día de gran afluencia al parque, aun con un tiempo apacible y extraño como ése.

Miró el reloj.

– Esta historia me hizo olvidar… Pero ahora tengo hambre. Tenemos que esperar la llamada del capitán. ¿Te apetece una hamburguesa?

Russell sonrió de modo misterioso.

– Yo no como. Pero si quieres te acompaño.

– ¿Estás a dieta?

La sonrisa del hombre se trasformó en un gesto de apuro.

La verdad es que no tengo ni un céntimo. Y mis tarjetas de crédito hace tiempo que se transformaron en plástico inútil. En la ciudad hay lugares donde me fían, pero aquí estoy en territorio comanche. Ninguna posibilidad de supervivencia.

A pesar de todo lo que sabía sobre la vida disipada de Russell Wade, Vivien tuvo hacia él un sentimiento espontáneo de simpatía y ternura. Lo había pillado allí donde no podía escabullirse.

– Estás en mala situación, ¿eh?

– Es un momento de gran crisis para todos. Tú que eres policía te habrás enterado del falsificador que arrestaron en Nueva Jersey.

– ¿Qué falsificador?

– Fabricaba billetes de veinticinco dólares, porque en estos tiempos y con los costes de producción no le cuadraban las cuentas con los de veinte.

Vivien se rio, aun no queriendo hacerlo. Dos chicos negros que atravesaban el aparcamiento, vestidos al puro estilo hip-hop, se volvieron para mirarlos.

Ella miró a Russell como si lo viera por primera vez. Tras los ojos divertidos descifró el hábito de la marginación. Se preguntó si en su caso no sería más consecuencia de una decisión personal que una imposición del mundo que lo rodeaba.

– ¿Puedo invitarte?

Él hizo un gesto de desolación.

– No estoy en condiciones de negarme. Reconozco que tengo tanta hambre que con un poco de mayonesa me comería un neumático.

– Entonces ven. Todavía necesitamos los neumáticos.

Atravesaron el aparcamiento y llegaron al paseo marítimo. En la playa no había nadie, salvo una persona con un perro y algún corredor irreductible. El reflejo del sol y las nubes sobre el agua eran un juego mágico de aire, luz y sombras. Vivien se paró a contemplar, con la cara al viento, el mismo que movía las olas y las teñía de espuma. A veces en su vida había momentos como ése. Momentos en los que, ante el esplendor indiferente del mundo, hubiera querido sentarse, cerrar los ojos y olvidarse de todo.

Y que todos se olvidaran de ella.

Pero no era posible. Por las personas a las que amaba y a las cuales había decidido cuidar, como mujer. Por personas a las que no conocía y había aceptado cuidar, como policía. Muchas de esas personas en ese momento se movían por la ciudad ignorando que estaban en la lista de víctimas de un asesino. Un criminal cuya locura había borrado todo resto de piedad de su ser.

Siguieron por el paseo marítimo hasta un colorido puesto que tenía hot dogs, souvlakis y hamburguesas. Los había guiado hasta allí el aroma de la carne a la parrilla, llevado por el viento. Junto al puesto había un tinglado con sillas y mesas de madera, para que los clientes comieran a la sombra y disfrutaran mirando el mar.

– ¿Qué quieres?

– Cheeseburguer, creo.

– ¿Uno o dos?

Russell puso expresión afligida.

– Dos sería perfecto.

Vivien sonrió otra vez. No tenía motivos para hacerlo, pero aquel hombre tenía el poder de hacerle surgir una parte ligera, capaz de flotar sobre todo tipo de humor.

– Vale, huerfanito. Siéntate y espérame.

Se acercó al tipo del puesto y le hizo el pedido mientras Russell elegía un lugar a la sombra de la techumbre. Poco después Vivien volvió con una bandeja, con recipientes de comida y dos botellas de agua mineral. Puso los dos cheesburguers ante Russell y también, con cierta ostentación, el agua.

– Para beber he escogido esto. Supongo que habrías preferido cerveza, pero dado que estás conmigo podemos decir que los dos estamos de servicio. Por tanto, nada de alcohol.

Russell sonrió.

– Un período de abstinencia no me hará daño. Creo que en los últimos tiempos me he excedido un poco… -Dejó la frase y sus significados en el aire. De pronto cambió su expresión y también el tono de voz-. Lo siento por todo esto.

– ¿A qué te refieres?

– Porque has tenido que pagar.

Vivien respondió con un gesto despreocupado y palabras optimistas.