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– Las guerras terminan. El odio dura para siempre.

Vivien se preguntó si él también tenía de nuevo en la cabeza las palabras de la carta y la idea que expresaban.

«Durante toda mi vida, antes y después de la guerra, trabajé en la construcción…»

– Robert me explicó que en 1987 Milosevic juró que nadie volvería a alzarle la mano a un serbio. Esa declaración de intenciones de repente lo convirtió en el hombre fuerte de Serbia y fue nombrado presidente. En 1989, exactamente seiscientos años después de la batalla de Kosovo Polje, al pie de ese monumento, dio un discurso belicoso ante quinientas mil personas. Ese día todos los albaneses se quedaron en casa.

Russell hizo un movimiento con las manos, como si quisiera encerrar el tiempo con su gesto.

– Nosotros llegamos a principios de 1999, cuando la represión y los combates contra los rebeldes del UCK, el Ejército de Liberación de Kosovo, estaban convenciendo a la comunidad internacional de que debía intervenir. Vi cosas que nunca olvidaré. Cosas que por costumbre y actitud Robert podía atravesar como si fuera impermeable.

Vivien se preguntó si Russell llegaría alguna vez a liberarse del fantasma de Robert Wade.

– Una noche, poco antes de que comenzaran los bombardeos de la OTAN, fueron expulsados todos los periodistas y fotógrafos. Los motivos no se explicitaron, pero la sospecha general era que los serbios estaban organizando una limpieza étnica a fondo. El gobernador de Pristina dijo, de modo sucinto y claro, que a quien se fuera le deseaba buen viaje, pero al que optara por quedarse no se le garantizaba nada. Algunos no se fueron. Entre ellos nosotros.

Vivien arriesgó una pregunta.

– ¿Estás seguro de que Robert era realmente un hombre valiente?

– En una época lo creía. Ahora no estoy tan seguro.

Con una voz que era al mismo tiempo de alivio y cansancio, Russell siguió con su relato.

– Robert tenía un amigo llamado Tahir Bajraktari, creo, un maestro de escuela que vivía en las afueras de Pristina con su mujer, Lindita. Robert le dio dinero y él, antes de abandonar la ciudad, nos escondió en su casa, en una habitación en el sótano a la que se accedía a través de una trampilla oculta bajo una alfombra, en la parte de atrás del edificio. Desde fuera nos llegaba el eco de los combates. Los del UCK atacaban, daban en el blanco y desaparecían en la nada.

Vivien pensó que si miraba a Russell a los ojos podría ver las imágenes que estaba relatando en ese momento.

– Yo estaba aterrorizado. Robert hacía lo imposible para tranquilizarme. Se quedó un poco conmigo, pero el reclamo de lo que sucedía fuera era más fuerte que él. Después de dos días salió de nuestro escondite con los bolsillos llenos de carretes, mientras en la calle sonaban las ráfagas de ametralladora. No lo volví a ver.

Russell cogió la botella y bebió un gran trago de agua.

– Como no regresaba, salí a buscarlo. Todavía hoy no sé qué tipo de arrojo me alentó. Caminé por las calles desiertas. Pristina era una ciudad fantasma. La gente había escapado, en algún caso dejando abierta la puerta de casa. Bajé en dirección al centro y en un momento lo encontré. Robert estaba en el suelo, en la acera de una plazoleta arbolada donde había más cadáveres. Tenía la cámara en la mano y el pecho devastado por una ráfaga de metralleta. Cogí la máquina y volví corriendo al escondite. Lloré por Robert y por mí, hasta que encontré fuerzas para dejar de hacerlo. Después empezaron los bombardeos de la OTAN. No sé cuánto tiempo estuve escondido allí, oyendo caer las bombas, sin lavarme, administrando la comida de reserva, hasta que oí unas voces que se acercaban y hablaban en inglés. Entonces comprendí que estaba a salvo y salí.

Volvió a beber con avidez, como si el recuerdo de las lágrimas de entonces lo hubiese deshidratado a fondo.

– Cuando logré revelar las fotos de la cámara de Robert, cuando pude verlas, fui fulminado por una de ellas, una en especial. Enseguida comprendí que era una fotografía extraordinaria, una imagen de las que un fotógrafo persigue toda la vida.

Vivien recordaba esa imagen con claridad. La conocía todo el mundo. Se había convertido en una de las fotos más famosas del planeta.

Aparecía un hombre en el momento que un proyectil le daba en el corazón. Llevaba pantalones oscuros e iba descalzo y con el torso desnudo. El impacto de la bala lo había levantado del suelo esparciendo una rociadura de sangre. Por una de esas casualidades que son la fortuna del reportero de guerra, había sido fotografiado con los brazos extendidos mientras se elevaba del suelo, con el cuerpo en una pose que recordaba la representación de Jesús en la cruz. El rostro del hombre, descarnado, con el pelo largo y algo de barba, coincidía con el de la iconografía tradicional de Cristo. El título de la foto, La segunda Pasión, había surgido casi solo.

– Me invadió algo que no sé explicar. Envidia, rabia por esa capacidad de captar el momento, ambición. Quizás avidez. La presenté en el New York Times y dije que la había hecho yo. Lo que sigue ya lo conoces. Con esa foto gané un Pulitzer. Por desgracia, un pariente del hombre muerto por la bala había visto a Robert sacar la foto y reveló la verdad a los periódicos. Y así todos supieron que no era obra mía.

Hizo una pausa antes de llegar a una conclusión que le había costado años de vida.

– Y, si te soy sincero, no estoy del todo seguro de que no me gustara.

Con espontaneidad, Vivien había apoyado una mano en el brazo de Russell. Cuando se dio cuenta la retiró, esperando que él no lo advirtiera.

– ¿Qué hiciste después?

– Sobreviví aceptando cualquier trabajo. Retratos de moda, fotos técnicas, hasta de bodas. Pero sobre todo recurrí, quizá más de lo que debía, al dinero de mi familia.

Vivien estaba buscando las palabras apropiadas para aligerar el peso de la confidencia, pero el sonido del teléfono le cortó la intención. En la pantallita aparecía el nombre de Bellew.

Atendió.

– Sí, Alan…

– Un verdadero golpe de la fortuna. He llamado al responsable del Distrito 70 y le solicité que ordenase una búsqueda. Cuando le pedí que utilizara a todos los hombres de que dispusiera me tomó por chiflado.

– Te creo. ¿Encontraron algo?

– La mujer se llama Carmen Montesa. Cuando se mudó tuvo el escrúpulo de dirigirse a la policía y comunicar el cambio de domicilio. He mandado a verificarlo y todavía tiene el mismo número de teléfono en la misma dirección, en Queens. Enseguida te lo envío con un mensaje.

– Alan, eres de los grandes.

– Muchacha, eres la primera mujer que me lo dice después de la comadrona que me trajo al mundo. Ponte en la cola. Buen trabajo y mantenme al corriente.