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Vivien se levantó y Russell la imitó. Había comprendido que la pausa terminaba y que había que ponerse en marcha.

– ¿Novedades?

– Esperemos que sí. De momento hemos encontrado a la mujer, después veremos qué pasa.

La detective se limpió la boca, tiró la servilleta de papel sobre la mesa y enfiló hacia el coche. Russell dedicó una mirada melancólica a la comida que apenas había probado. Después siguió a Vivien, llevando consigo la carga de una historia que, hiciese lo que hiciese, sospechaba que no terminaría nunca.

22

A Carmen Montesa le gustaban los números.

Siempre le habían gustado, desde que era una niña. En la escuela primaria era la mejor de la clase. Trabajar con números le daba una sensación de orden, de paz. Le gustaba encerrarlos en los cuadritos de las hojas del cuaderno, cada uno con su significado cuantitativo enunciado en un signo gráfico, colocados uno junto a otro y en columnas, todos expresados con una caligrafía infantil pero precisa. Y, al contrario que muchos de sus compañeros de colegio, encontraba muy divertidas esas operaciones. Su mente infantil había llegado a atribuir a cada número un color. El cuatro era amarillo y el cinco, azul. El tres era verde y el nueve, marrón. El cero era de un blanco diáfano, no contaminado.

Incluso ahora, sentada en su viejo sillón de piel, tenía una revista de sudokus en el regazo. Lamentablemente, de aquellas fantasías infantiles había quedado poco. Los números se habían convertido en signos negros sobre el papel blanco de una revista, nada más. Los colores se habían esfumado con el tiempo y había descubierto que el cero, aplicado a la vida de las personas, no tenía una bella tonalidad.

Le hubiera gustado para sí un camino diferente, poder estudiar, asistir a un college, escoger una universidad relacionada con los números, una carrera que le habría permitido crear su propia esfera de trabajo. Las circunstancias habían indicado otro camino.

En una película que había visto, uno de los protagonistas decía que en Nueva York la vida es muy difícil si eres pobre e hispano. Cuando escuchó esa frase, no pudo dejar de confirmarla para sí. Comparada con las otras muchachas en su situación, Carmen había tenido la ventaja de ser guapa. Y eso la había ayudado mucho. No había aceptado compromisos serios, aun cuando había tenido que soportar toqueteos e insinuaciones de toda clase. Sólo una vez, para asegurarse la entrada en la escuela de enfermería, le había hecho una mamada al director. Cuando vio las caras de sus compañeras de curso, entre las que había una buena proporción de chicas agraciadas, se dio cuenta de que ese examen de ingreso era algo que tenía en común con muchas otras.

Después llegó Mitch…

Apartó la revista cuando se dio cuenta de que una lágrima caída sobre la tinta de boli había manchado el esquema del sudoku. El número que acababa de escribir, el cinco, había ensanchado su panza y ahora estaba rodeado por una aureola azulina, redonda y demasiado parecida a un cero.

«No es posible que después de tantos años siga llorando.»

Se dijo que era una estúpida y puso la revista sobre la mesita auxiliar. Pero dejó vía libre a las lágrimas y los recuerdos. Era todo lo que le quedaba de una época feliz, quizás el único terreno fértil en toda su existencia. Desde el momento en que lo conoció, Mitch cambió su vida en todos los sentidos.

Antes y después.

Con él había descubierto la pasión y lo que podía ser y hacer el amor. Él le había hecho el regalo más grande del mundo, lograr que se sintiera amada y deseada, como mujer y como madre. Cosas que le había vuelto a pedir, inútilmente, cuando de un día para el otro desapareció dejándola sola en la crianza de un hijo pequeño. La madre de Carmen siempre había detestado a Mitch. Cuando ya estaba claro que su marido no volvería, aun sin comentarlo abiertamente, la madre se presentó y en la cara tenía escritas las palabras «te lo dije». Carmen soportó las alusiones de su madre porque tenía necesidad de ella para el cuidado del niño en las horas de trabajo, pero nunca aceptó volver a casa de los suyos. Por la noche estaba en su apartamento, en el de ellos, con Nick leyendo cuentos, mirando dibujos animados u hojeando revistas de motos. Nick era el vivo retrato de su padre.

Después, un día conoció a Elías. Como ella, era hispano, un muchacho serio que trabajaba como cocinero en un restaurante del East Village. Durante un tiempo se vieron, sólo como amigos. Elías estaba al tanto de su situación, era un hombre amable y respetuoso y se veía claramente que estaba enamorado de ella. No le había pedido nada ni había tratado de tocarla, ni siquiera con un dedo.

Ella se sentía bien, hablaban mucho, y a Nick le gustaba Elías. Carmen no estaba enamorada, pero cuando le propuso que fueran a vivir juntos, después de muchas dudas aceptó. Les concedieron una hipoteca y compraron una casita en un barrio de clase trabajadora de Queens. Elías insistió en que estuviera a nombre de Carmen.

Entre las lágrimas, sonrió con el recuerdo de aquel hombre tierno e indefenso.

Pobre Elías. Hicieron el amor por primera vez en esa casa. Él era tímido, delicado e inexperto, y ella tuvo que cogerlo de la mano como a un niño y conducirlo a través de sus emociones. Un mes después descubrió que estaba embarazada. Exactamente nueve meses después de aquella primera noche nació Allison.

Llegó a tener una familia. Un hijo, una hija y un compañero que la quería, todos juntos sentados a la misma mesa. Frente a ella no estaba el hombre que aún deseaba que volviera. No había la felicidad fastuosa de los días con Mitch. Pero sí había serenidad, que cuando se ganaba debía considerársela un buen resultado. Era el inicio de la vejez.

Pero el destino de su vida no incluía tener un hombre.

Elías también se había ido. Se lo había llevado una forma aguda de leucemia que lo consumió en poco tiempo. Todavía recordaba la expresión de desolación de la doctora Myra Collins, una médica general del hospital donde Carmen aún trabajaba, cuando la había apartado para explicarle qué significaban los resultados de los primeros análisis. Lo había hecho con palabras claras y corteses que a Carmen, ya entonces, le sonaron como un pésame.

Y otra vez se quedó sola. Y había decidido seguir así el resto de su vida. Sola con sus hijos, ellos tres y basta. Nick era un chico dulce y adorable, y Allison una muchachita con una personalidad muy destacada y vivaz. Un día Nick le confesó que era homosexual. Carmen ya lo sabía pero esperaba que fuese él quien afrontara el tema. Desde su punto de vista, no cambiaba nada. Nick era y seguiría siendo su hijo. Se consideraba una mujer bastante inteligente y una madre muy afectuosa como para permitir que la diversidad sexual influyese en el cariño que le profesaba a Nick. Hablaron una tarde entera sobre las humillaciones que el muchacho había sufrido y la turbación que lo había invadido antes de aceptarse, en una comunidad de chicos que hacían del machismo una regla de vida. Después Nick le dijo que se iría a vivir al West Village con su pareja.