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El conductor echó un vistazo al espejo interior y se volvió con rapidez. El cabo no se preguntó si era una invitación a que bajase, o si el conductor sólo estaba comprobando si era verdad lo que acababa de entrever. En todo caso era a él a quien correspondía la iniciativa; se levantó y cogió el morral del portaequipajes. Se lo cargó a la espalda, cuidando de sostener la correa de lona con la mano protegida por el guante para evitar abrasiones.

Recorrió el pasillo mientras el conductor, un tipo al que asociaba curiosamente con Sandy Koufax, el pitcher de los Dodgers, parecía estudiar a fondo el salpicadero.

El cabo bajó unos pocos e interminables escalones y se encontró otra vez solo, en una plaza, bajo un sol que era el mismo en todas partes del mundo.

Miró a un lado y otro.

En el otro extremo de la plaza, dividida en dos por la carretera, había una estación de servicio de la Gulf, con un bar y cafetería y un aparcamiento que compartía con el Open Inn, un motel de aspecto destartalado que prometía cuartos libres y sueño profundo.

Arregló el morral con sus pertenencias y se dirigió al motel, dispuesto a comprar un poco de hospitalidad sin discutir el precio.

Mientras se quedara, sería un nuevo vecino de Florence, Kentucky.

3

Más allá de cualquier promesa, el motel era un lugar común de turismo a bajo precio. El color era el de la necesidad sin el gusto del placer. El hombre que estaba detrás del mostrador de recepción, un tipo bajo y con sobrepeso, con una calvicie precoz compensada con largas patillas y bigotes, no había mostrado la menor reacción cuando el cabo le solicitó una habitación, aunque no le dio la llave antes de recibir el dinero. No entendió si era una práctica habitual o un tratamiento exclusivo reservado para él. En todo caso, no le importaba.

La habitación olía a humedad y muebles viejos, y la moqueta estaba rota y manchada. La ducha que se había dado, escondido detrás de una cortina de plástico a los improbables ojos de quien quisiera espiarlo, fue una alternancia sin control de agua fría y caliente. El televisor funcionaba por momentos y, finalmente, decidió dejarlo sintonizado en el canal local, donde las imágenes y el sonido eran más nítidos. Estaban emitiendo un viejo episodio de The Green Hornet, una serie con Van Williams y Bruce Lee, que mucho tiempo atrás se había mantenido en antena durante un año.

Ahora estaba echado en la cama, desnudo y con los ojos cerrados. Un susurro lejano le traía fragmentos de las palabras de los dos héroes enmascarados y vestidos de manera irreprochable, empeñados en la lucha contra el crimen. Había apartado el cubrecama pero se había tapado con la sábana, para no ver de golpe el espectáculo de su cuerpo cuando abriera los ojos.

Siempre tenía la tentación de cubrirse la cara con la sábana, como se hace con los cadáveres. Había visto muchos cuerpos así, sobre la tierra, con una lona manchada de sangre cubriéndoles la cara, no por piedad sino para evitar que los supervivientes tuviesen una imagen clara de lo que podría ocurrirle a cualquiera de ellos en el momento menos pensado. Había visto a muchos muertos, hasta llegar él mismo a formar parte de esa legión aun estando vivo. La guerra le había enseñado a matar y permitido hacerlo sin acusaciones ni remordimientos por el simple hecho de llevar un uniforme. Ahora, todo lo que quedaba de aquel uniforme era una chaqueta verde que guardaba al fondo del morral. Y las reglas eran otra vez las de siempre.

Pero no para él.

Sin proponérselo, los hombres que lo habían enviado a afrontar la guerra y sus ritos tribales le habían regalado algo que antes sólo había tenido como una ilusión: la libertad.

Incluso la de seguir matando.

La idea lo hizo sonreír y siguió tendido en aquella cama que, sin amabilidad alguna, había acogido muchos otros cuerpos. En esas horas insomnes, con el solo vehículo de sus ojos cerrados, volvió a otros tiempos, a cuando todavía de noche…

dormía profundamente, como sólo los jóvenes duermen después de un día de trabajo. Un ruido sordo lo había despertado de golpe, después la puerta se había abierto llevándole a la cara un soplo de aire y una luz que lo enfocaba. Entre el resplandor había entrevisto la amenaza bruñida del cañón de un fusil a un palmo de su cara. Detrás de esa luz había sombras, como en su cerebro aún empañado por efecto del sueño.

Una de las sombras se había convertido en una voz, dura y precisa.

– No te muevas, cagarruta, o será la última cosa que hagas en tu vida.

Unas manos ásperas lo habían vuelto boca abajo sobre la cama. Sin amabilidad le habían colocado los brazos a la espalda.

Había sentido el sonido metálico de las esposas y desde ese momento sus movimientos y su vida dejaron de pertenecerle.

– Ya has estado en el reformatorio. ¿Conoces todo ese rollo de tus derechos?

– Sí. -Tenía la boca empastada y el monosílabo le salió con dificultad.

– Entonces hazte cuenta de que te los he leído. -La voz se había dirigido a la otra sombra con tono autoritario-: Will, echa un vistazo por ahí.

Mientras tenía la cara apretada contra la almohada, había oído los ruidos de un registro policial Cajones abiertos y cerrados. Objetos que caen. Rumor de ropa tirada o volando. Sus pocas cosas estaban siendo inspeccionadas con mano experta pero sin cuidado alguno.

Finalmente, otra voz, con algo de júbilo en el tono.

– ¡Eh, jefe! ¿Qué tenemos aquí?

Había sentido unos pasos que se acercaban y la presión en la espalda se había relajado un poco. Cuatro manos ásperas lo sentaron en la cama. Ante sus ojos, la linterna iluminaba una bolsita de plástico transparente, llena de hierba.

– Nos hacemos un porrito de vez en cuando, ¿eh? O a lo mejor también vendes esta mierda. ¿Sabes que te has buscado problemas, chico?

En ese momento se había encendido la luz de la habitación, dejando la linterna como un simple accesorio. Tenía ante sí al sheriff Duane Westlake en persona. Detrás de él, seco y larguirucho, con algo de barba en las mejillas picadas de viruelas, estaba Will Farland, uno de sus ayudantes. La sonrisa burlona que había compuesto era una mueca sin alegría y lo único que lograba era reafirmar la expresión malvada de sus ojos.

Él sólo había logrado balbucir unas palabras apresuradas, odiándose por haberlo hecho.