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Carmen se levantó y fue a la cocina a buscar papel del rollo. Se secó los ojos. Ahora que lo pensaba, la frase completa del muchacho de la película era que en Nueva York no es fácil vivir si eres pobre, hispano y gay.

Abrió la nevera y se sirvió un vaso de zumo de manzana.

«Basta de llorar», se dijo.

En su vida ya había derramado suficientes lágrimas. Y si al principio la vida de Nick no había sido fácil, ahora era vendedor en una boutique del Soho, estaba enamorado y era feliz. Ella también tenía un buen trabajo, no tenía muchos problemas de dinero y desde hacía años mantenía una relación discreta y sin compromisos con su jefe, el doctor Bronson. Podría considerar su vida como aceptable. Aunque Allison, la niña vivaz, se había convertido en una adolescente difícil que de vez en cuando, sin preaviso, pasaba fuera toda la noche. Carmen sabía que estaba con su chico, cuando no había nadie en su casa. De todos modos hubiera preferido que le avisara. Y estaba segura de que la relación, una vez superados los conflictos generacionales, mejoraría.

Con los años, Carmen había aprendido a conocer y comprender a las personas, pero no del todo a sí misma y a quienes estaban afectivamente relacionados con ella. A veces pensaba que todas las certezas que tenía sobre Allison no eran más que cortinas de humo que se ponía ante los ojos.

Estaba por volver a su sillón y a los números de su juego matemático cuando llamaron a la puerta. Se preguntó quién podría ser. Sus pocas amigas no la visitaban sin llamarla antes. Además, a esa hora todas estaban trabajando. Dejó la cocina y recorrió el pasillo hasta la puerta.

En la ventana de la puerta, tras la cortina, vio las siluetas de dos personas.

Cuando abrió se encontró ante una muchacha de aire enérgico y voluntarioso, una de esas chicas que están siempre muy ocupadas como para recordar que son guapas. El otro era un hombre de unos treinta y cinco años, alto, con el cabello oscuro y unos intensos ojos negros. No se había afeitado en los últimos días, lo que le confería un aspecto entre vagabundo y soñador. Carmen pensó que si ella hubiera sido todavía joven, la muchacha era tan atractiva como para ser una rival, y él tan excitante como para considerarlo una presa. Pero ésos sólo eran los fuegos fatuos de su memoria, un juego de identificación consigo misma que practicaba cada vez que conocía a alguien, fuera joven o viejo. A su edad ya no tenía ganas de bajar al ruedo; la vida le había enseñado cómo terminaba eso la mayoría de las veces. En resumen y una vez más, se trataba de una serie de números.

– ¿La señora Carmen Montesa?

– Sí.

La muchacha le mostró la placa de plástico y metal. Brillaba.

– Soy Vivien Light, detective del Distrito Trece de Manhattan.

Le dio tiempo a que mirara la foto del carnet. Después señaló al hombre.

– Él es Russell Wade, mi compañero.

Carmen sintió que una ráfaga de ansiedad le atravesaba el corazón. Tuvo dos extrasístoles, como siempre le sucedía cuando se inquietaba.

– ¿Qué sucede? ¿Se trata de Allison? ¿Le ha pasado algo a mi hija?

– No, señora, tranquila. Sólo necesito hablar un momento con usted.

El alivio llegó como un bálsamo. Era demasiado excitable, pero no podía hacer nada contra su propia naturaleza. En el trabajo era de una frialdad y una eficacia admirables, pero cuando regresaba a su papel de mujer y madre, volvía a ser vulnerable.

Se relajó.

– Dígame, pues…

Con una sonrisa, la mujer señaló el interior de la casa.

– Me temo que no será algo muy rápido. ¿Podemos entrar un momento?

Carmen se apartó con expresión de disgusto. Cuando el hombre pasó a su lado, pensó que usaba un buen perfume. Se corrigió: lo que tenía era un buen olor. En cambio, la chica olía a vainilla y cuero. Mientras cerraba la puerta se preguntó qué habrían pensado de ella de haber adivinado su pensamiento.

Los adelantó por el pasillo hacia la sala de estar. A su espalda oyó la voz amable de la mujer.

– Espero no haberla molestado.

A Carmen le sorprendió que un miembro de la policía se disculpase. Solían ser más bien rudos. Sobre todo si eran gringos y se dirigían a un hispano. En ese momento tuvo la certeza de que no estaban en su casa para darle buenas noticias.

En la sala, Carmen se volvió y miró a la mujer para que supiese que no le respondía palabras de circunstancia.

– Ninguna molestia. Hoy es mi día libre, estaba disfrutando de una tarde de ocio.

– ¿De qué trabaja usted?

Antes de contestar se preguntó el porqué de la media sonrisa que apareció en la cara del hombre cuando oyó la pregunta.

– Soy enfermera. Primero estaba en el Bellevue Hospital, en Manhattan. Trabajé allí mucho tiempo. Ahora soy asistente de quirófano del doctor Bronson, un cirujano plástico.

Indicó el sofá que había detrás de ambos.

– Siéntense, por favor. ¿Les apetece algo? ¿Un café?

Se sentó en el sillón después de que ellos lo hicieran en el sofá.

– No, gracias, señora, estamos bien así.

La mujer le sonrió y Carmen tuvo la impresión de que era una persona que, cuando quería, hacía que los demás se sintieran cómodos. Tal vez porque ella también era así. El hombre parecía más rígido. No tenía aspecto de policía. Carecía de ese aire expeditivo que los representantes de la ley exhiben como muestra de su poder.

Advirtió que Vivien lo miraba todo. Había deslizado la mirada por las paredes, las cortinas, el banco de cocina que se veía a la derecha más allá de la puerta, en el pequeño comedor al otro lado del pasillo. Un vistazo rápido pero agudo. Carmen estaba segura de que cada detalle le había quedado impreso en la retina.

– Es una casa bonita.

Carmen le sonrió.

– Es usted muy amable y diplomática. Es la casa de una mujer que vive de un sueldo. Las casas bonitas son diferentes. Pero yo estoy bien como estoy.

No añadió nada. Miró a la mujer a los ojos y esperó. Vivien comprendió que las formalidades habían terminado y que debía hablar del motivo de su visita.

– Señora, hace dieciocho años usted denunció la desaparición de Mitch Sparrow, su marido.

Era una afirmación, no una pregunta.

Quedó estupefacta. Primero por la coincidencia de haber estado pensando en Mitch unos minutos antes. En segundo lugar porque no imaginaba que después de tanto tiempo aquella historia pudiera interesarle a nadie, aparte de a ella misma.