– Bien. Lo hemos entendido. ¿Hay algo más?
El tono del capitán volvió a ser el de un policía que examina los elementos de una investigación, un verdadero profesional. La pausa íntima había terminado.
– La buena noticia es que para este trabajo tenemos a toda la policía de Nueva York a nuestra disposición. Y que podremos despertar a quien sea a cualquier hora de la noche. Incluido el jefe.
Hubo ruido de papeles.
– Aquí tengo los resultados de los primeros análisis. Los expertos han deducido cuál es el tipo de detonador. Se trata de una cosa simple y muy ingeniosa a la vez. Una serie sucesiva de impulsos de radio de diferentes frecuencias, emitidos con una secuencia precisa. En una ciudad invadida por ondas de radio, esto asegura que la bomba no estalle por una señal fortuita.
Russell tenía una duda que lo perseguía desde que conocía esta historia. Intervino en la conversación.
– El edificio que explotó fue construido hace muchos años. ¿Cómo es que después de tanto tiempo las bombas todavía funcionaban?
Era una pregunta que quizás el capitán también se había hecho, porque antes de responder suspiró. No obstante su experiencia, ésa era una pequeña señal de una incredulidad renovada ante el genio de la locura.
– No hay baterías. El hijo de puta conectó el detonador a la red eléctrica del edificio. Puede que con los años alguno se haya estropeado y no funcione, pero ¿quién nos dice en cuántos edificios ese loco ha colocado su mierda?
Hubo un sonido raro y Russell temió que se hubiese cortado la comunicación, pero la voz de Bellew volvió a oírse en el coche.
– Estáis haciendo un trabajo muy bueno, chicos. Quería decíroslo: un trabajo óptimo.
Vivien quitó el manos libres. Todo lo que debía decirse se había dicho.
– Espero saber más de ti. Llámame apenas tengas esas informaciones.
– Todo lo rápido que pueda.
Vivien cortó la comunicación y por un momento sólo el ruido amortiguado del tráfico compitió con sus pensamientos en el silencio del coche. Russell miraba la calle y las luces que iluminaban la noche. En ese día sin memoria, el tiempo los había precedido echando sobre ellos un manto de oscuridad.
Russell fue el primero en hablar. Y lo hizo con palabras que devolvían la confianza que Bellew había puesto en él, permitiéndole participar como testigo en la investigación.
– ¿Quieres el original?
Distraída en sus pensamientos, Vivien no comprendió enseguida el sentido de la pregunta.
– ¿Qué original?
– Tenías razón cuando me acusaste de presentarme con la fotocopia de la hoja que cogí de Ziggy. El original lo metí en un sobre y lo envié a mi domicilio por correo. Un sistema que me enseñó él. En este momento estará en mi buzón.
– ¿Dónde vives?
– Calle Veintinueve, entre Park y Madison.
Sin añadir nada, Vivien recorrió el Queens Boulevard en silencio y atravesó el Queensboro Bridge. Llegaron a Manhattan a la altura de la calle Sesenta y doblaron a la izquierda en Park Avenue. Bajaron hacia el sur, sometidos a los caprichos del tráfico.
– Hemos llegado.
La voz de Vivien irrumpió como un recuerdo y Russell fue consciente de que, después de apoyar la cabeza en el respaldo, se había dormido. Ahora el coche estaba aparcado en la esquina de la calle Veintinueve con Park. Sólo había que cruzar y allí estaba su domicilio.
Vivien lo miró mientras se restregaba los ojos.
– ¿Estás cansado?
– Creo que sí.
– Cuando esta historia termine tendrás tiempo para dormir.
Sin decirle que sus esperanzas eran otras, Russell aprovechó el semáforo verde y cruzó a la otra acera. Cuando llegó a la entrada de su edificio, empujó la puerta y entró en el vestíbulo. Como tantos otros edificios de Nueva York de cierta posición, el suyo disponía de servicio de portería las veinticuatro horas.
El portero estaba detrás de un mostrador y Russell se sorprendió al ver que también estaba Zef, el administrador del edificio. Era una persona amable, un hombre de origen albanés que había trabajado duramente hasta llegar a su posición actual. Desde el principio tuvo una relación cordial con Russell y él estaba convencido de que Zef, además de espectador de sus discutibles andanzas, en secreto era su único fan.
– Buenas noches, señor Wade.
Además de la propensión a la vida disoluta, Russell tenía cierta tendencia a la distracción. Por eso, después de haber perdido algunos llaveros, siempre dejaba las llaves en la portería. Era costumbre que el portero de turno se las diera sin necesidad de pedírselas. El que ahora no lo hiciera daba a entender que ocurría algo fuera de lo normal. No sin inquietud, Russell se dirigió a su amigo.
– Hola, Zef. ¿Es que las has perdido tú esta vez?
– Me temo que hay un problema, señor Wade.
Sus palabras y más aún su expresión, aumentaron la inquietud de Russell. Una idea tenía en la cabeza: era más una certeza que una conjetura. Con esa impresión formuló la pregunta:
– ¿Qué problema, Zef?
El azoramiento era evidente en la cara del hombre. No obstante, lo miró a los ojos.
– Ha venido un representante de la Philmore Inc. en compañía de un abogado. Traían una carta del consejero delegado, una carta para mí. Y otra para usted.
– ¿Qué dice esa carta?
– La que está dirigida a usted no la he abierto, por supuesto. Podrá retirarla junto con el resto de la correspondencia.
– ¿Y la otra?
– La que el consejero delegado me dirige dice que el piso de propiedad de dicha sociedad ya no está más a su disposición, señor Wade. Con efecto inmediato. O sea… que no puedo entregarle las llaves.
– Pero mis cosas…
Zef se encogió de hombros, un gesto que quería decir «por favor, no dispare, sólo soy el pianista». A Russell le dieron ganas de reír. Parecía una situación de comedia de Hollywood, pero estaba ocurriendo de verdad, y le ocurría a él.
– Esa persona que vino, el representante, subió al piso y colocó todos sus efectos personales en dos maletas. Están allí, en el depósito.
Zef parecía disgustado de verdad por lo que estaba sucediendo, y Russell, a la luz de la relación que tenían, no dudaba de que era sincero. Mientras hablaban, el portero había ido a recoger la correspondencia y la había colocado sobre la superficie de mármol del mostrador. Russell reconoció el sobre amarillo con su propia letra y vio la otra carta, no franqueada, con el logotipo de la Philmore Inc. Cuando desplegó el papel, los ojos no tardaron en reconocer la letra de su padre.