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Cualquier cuerda, aun la más resistente, si se estira lo suficiente acaba por romperse. La mía se rompió hace tiempo. Sólo la gentileza y la bondad de tu madre lograban juntar los pedazos y mantenerla unida, dándote sin que yo lo supiera el piso donde has vivido hasta ahora, y también dinero. Después de tu última proeza, creo que sus fuerzas han flaqueado. Se ha encontrado cara a cara con una elección: o mantener su vínculo con el hombre con quien se casó hace décadas y que en el curso del tiempo le ha dado miles de pruebas de su amor, o mantenerlo con un hijo irrecuperable que no ha hecho otra cosa que traer, en el mejor de los casos, una gran vergüenza al seno de esta familia.

Aunque dolorosa, la elección ha sido espontánea.

Para usar un lenguaje que puedas entender, desde este momento haz lo que quieras con tu culo, hijo mío.

Jenson Wade

P.D. Si tuvieras la buena idea de cambiarte el apellido, cuenta con nuestro beneplácito.

Russell se adecuó al léxico del último párrafo, para ratificar el concepto.

– Así pues, el mierda de mi padre me ha echado de casa.

Zef adoptó un gesto de circunstancia que incluía una discreta media sonrisa.

– Bueno, yo habría usado otras palabras, pero ése es el concepto.

Durante un momento, Russell se quedó pensando. Pese a todo, no tenía ganas de censurar la decisión de su padre. Incluso estaba sorprendido de que no hubiera llegado antes, concediéndole un tiempo que ni siquiera él se habría concedido a sí mismo.

– No importa, Zef, no pasa nada.

Recogió los sobres del mostrador y se los metió en el bolsillo de la chaqueta.

– ¿Puedo dejar las maletas aquí, por el momento?

– El tiempo que quiera, señor Wade.

– Muy bien. Vendré a buscarlas y pasaré cada tanto para ver si hay correspondencia.

– Siempre será bien recibido.

– De acuerdo. Entonces hasta pronto, amigo mío.

Russell se dio la vuelta y se dirigió a la puerta. La voz de Zef lo detuvo.

– Tengo algo más que decirle, señor Wade.

Russell se volvió y vio cómo Zef abandonaba el mostrador y atravesaba el vestíbulo. Lo alcanzó y se colocó entre él y el portero a sus espaldas. Habló en voz baja, en tono confidencial.

– Me imagino que en este momento su situación es, no sé cómo decirlo…, un poco precaria.

A Russell siempre le había hecho gracia la propiedad con que ese extraño personaje utilizaba el idioma.

– Bien, sí. El concepto no es el más adecuado, pero sirve para dar una idea.

– Entonces, señor Wade, si usted lo permite…

Zef le tendió la mano como para saludarlo formalmente y cuando Russell se la estrechó sintió en su palma la consistencia de algunos billetes.

– Zef, mira que no…

El hombre lo interrumpió. Hizo un gesto de complicidad y entendimiento.

– Sólo son quinientos dólares, señor Wade. Le servirán para salir del paso. Me los devolverá en cuanto se reponga de esto.

Russell retiró la mano y guardó el dinero en el bolsillo. Lo aceptaba por lo que significaba. Tanto para él como para la persona que se lo daba de todo corazón y con total compostura. En un momento tan importante de su vida, la única ayuda le llegaba de un extraño.

Le puso la mano en el hombro.

– Eres una buena persona, amigo mío. Prometo devolvértelos, y con intereses.

– Estoy seguro de ello, señor Wade.

Russell lo miró a los ojos y descubrió en sí mismo una sinceridad y una confianza que antes no estaba seguro de albergar. Se dio la vuelta, dejó a aquel buen hombre y se dirigió a la calle. Se detuvo un momento para pensar en lo que acababa de suceder. Metió la mano en el bolsillo para comprobar si era cierto, si de verdad todavía existían personas así.

En ese momento, con el rabillo del ojo advirtió un movimiento a sus espaldas. Desde la penumbra surgió una mano que apretó su brazo con energía y firmeza. Se volvió y se encontró con un negro alto y corpulento, vestido de negro. Un vehículo oscuro encendió los faros, se separó del bordillo de enfrente y estacionó delante de ellos al tiempo que se abría la puerta de atrás. Russell miró alrededor para comprender qué estaba pasando. Su ángel de la guarda lo interpretó como una búsqueda de alternativas y consideró oportuno subrayar la realidad de la situación.

– Sube sin aspavientos. Es lo mejor para ti, créeme.

En el asiento trasero Russell vio las piernas de un hombre gordo y grande. Entró en el coche y se sentó con un suspiro, mientras el tipo de doble medida que tan amablemente lo había invitado a entrar se sentaba en el asiento del acompañante.

Russell saludó al hombre sentado a su lado. Lo hizo con el tono con que un antiguo egipcio daría la bienvenida a una plaga.

– Hola, LaMarr.

En los labios del gordo se dibujó la acostumbrada sonrisa de burla. La ropa elegante no lograba compensar su grotesca figura y las gafas de sol no conferían protección alguna a la vulgaridad de sus rasgos.

– ¿Qué tal, fotógrafo? Te veo un poco desastrado. ¿Tienes preocupaciones?

Cuando el coche se puso en marcha, Russell miró la luneta trasera. Quería saber si Vivien había visto la escena, si tendría tiempo de intervenir. No la vio, aunque podía ser que los siguiera. Pero ningún coche se separó del otro bordillo de Park Avenue.

Se volvió hacia LaMarr.

– El problema es que sigues equivocándote de desodorante. Estar sentado junto a ti humedece los ojos de cualquiera.

– Buen chiste, merece un aplauso.

LaMarr no dejó de sonreír. Hizo una señal al hombre sentado delante, que con rapidez propinó un sonoro bofetón al rostro de Russell, que sintió como si cientos de pequeñas agujas le pincharan la mejilla y vio cómo una mancha amarillenta llegaba y danzaba frente a su ojo izquierdo. Sin delicadeza, LaMarr le puso una mano sobre el hombro.

– Como puedes ver, mis chicos tienen un modo particular de captar el sentido del humor. ¿Tienes algún otro chiste?

Russell se apoyó en el respaldo, con resignación. Mientras tanto, el coche había girado en Madison y ahora se dirigía al Uptown. El conductor era un tipo con la cabeza afeitada y Russell calculó que tenía una envergadura equivalente a la del que acababa de hacerlo objeto de una discutible gentileza.