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– Eso no es mío.

El sheriff había enarcado una ceja.

– Ah, no es tuya, ¿y de quién es, entonces? ¿Es mágico este lugar? ¿Es el ratón Pérez el que te trae la marihuana?

Había alzado la cabeza para mirarlos con firmeza, lo que los policías interpretaron como un desafío.

– La pusisteis ahí vosotros, hijos de puta.

El bofetón llegó veloz y violento. El sheriff era grande y tenía la mano pesada. Hasta parecía imposible que fuera tan rápido. Sintió en la boca el regusto dulzón de la sangre. Y también el otro, el sabor corrosivo de la furia. Instintivamente se lanzó hacia delante, tratando de golpear con la cabeza el estómago del sheriff Quizás el suyo fuera un movimiento previsible o tal vez el sheriff estaba dotado de una agilidad poco común en un hombre de su envergadura. Se encontró tirado en el suelo, con una terrible rabia unida a la frustración de no haber logrado nada.

Encima de él se habían pronunciado otras palabras de escarnio.

– Nuestro joven amigo tiene la sangre caliente, Will. Quiere hacerse el héroe. A lo mejor le vendrá bien un sedante, ¿no?

Lo habían puesto en pie sin consideración. Después, mientras Farland lo sostenía, el sheriff le descargó un puñetazo en el estómago que lo dejó sin aire. Cayó como un saco de patatas sobre la cama deshecha, con la certeza de que no volvería a respirar.

El sheriff se dirigió a su ayudante con el tono con que se pregunta a un niño si ha hecho los deberes.

– Will, ¿estás seguro de que has encontrado todo lo que había?

– A lo mejor no, jefe. Voy a echar otro vistazo en esta ratonera.

Farland había metido una mano en la chaqueta y sacado un objeto envuelto en una lámina de plástico transparente. Se había vuelto hacia el sheriff, mirando a los ojos al muchacho.

Su mueca risueña se había ensanchado.

– Mire lo que he encontrado, jefe, ¿no le parece sospechoso?

– ¿Qué es?

– Visto así, parecería un cuchillo.

– Déjame ver.

El sheriff había sacado de su chaqueta un par de guantes de cuero y se los había puesto. Después había cogido el paquete que le mostraba el ayudante y había empezado a desenvolverlo, dejando ver el brillo de un largo cuchillo con mango de plástico negro.

– Vaya, Will, esto parece una espada. Visto así, bien podría ser el arma que acabó con esos dos hippies harapientos la otra noche, en el río.

– Sí, podría ser.

Tirado sobre la cama, él había empezado a entender. Y había tenido un escalofrío, como si la temperatura del cuarto hubiese bajado de golpe. Con voz rota por el puñetazo, había insinuado una débil protesta.

Todavía no sabía cuán inútil sería.

– No es mío… nunca lo he visto.

El sheriff lo miró con una expresión de ostentoso estupor.

– ¿Ah, no? Pero si está lleno de tus huellas.

Los policías se acercaron y lo pusieron boca abajo. Sosteniendo el cuchillo por la hoja, el sheriff lo obligó a coger el mango. La voz de Duane Westlake sonó tranquila mientras pronunciaba la sentencia:

– Me he equivocado cuando te he dicho que te habías buscado problemas, chico. En realidad estás con la mierda al cuello.

Al cabo, cuando lo arrastraban hacia el coche policial, había tenido la certeza de que su vida, tal como la había conocido hasta entonces, había terminado.

«… de la Guerra de Vietnam. Sigue la polémica por la publicación en el New York Times de "Pentagon Papers". Está previsto un recurso ante la Corte Suprema, para ratificar el derecho a hacerlo por parte de…».

La voz impostada de un locutor de las Daily News, que un rótulo identificaba como Alfred Lindsay, lo sacó del sopor sin descanso en el cual había caído. El volumen del televisor se había elevado solo, como impulsado por una voluntad interna. Como si esa noticia fuese algo que él debía escuchar. El argumento era siempre el mismo: la guerra, el conflicto que todos querían esconder como una suciedad camuflada bajo la alfombra y que, reptando como una serpiente, siempre conseguía asomar la cabeza por los bordes.

El cabo conocía esa historia.

Los «Pentagon Papers» eran el resultado de una minuciosa investigación sobre las causas que habían llevado a Estados Unidos a verse envuelto en lo de Vietnam, y también sobre los modos en que se hizo. Era una investigación solicitada por el secretario de Defensa McNamara y realizada por un grupo de treinta y seis expertos, funcionarios civiles y militares, basándose en documentos del Gobierno que partían de la época de Truman. La verdad había salido como un conejo en la chistera de los periodistas: era evidente que la administración Johnson había mentido a conciencia a la opinión pública sobre la evolución y conducción del conflicto. Pocos días antes el New York Times, periódico al que de un modo u otro habían llegado los documentos, había empezado a publicarlos. Con consecuencias que no era difícil imaginar.

Pero al final se convertirían sólo en palabras, como solía suceder con estas cosas. Palabras dichas o escritas que tendrían siempre el mismo peso.

¿Qué sabían ésos de la guerra? ¿Qué sabían de qué significaba encontrarse a miles de kilómetros de casa, combatiendo contra un enemigo invisible e increíblemente obstinado?, un enemigo dispuesto a pagar el más alto precio para obtener tan poco. Un enemigo al que, en el fondo de sus pensamientos, todos respetaban, aunque nadie tuviera la valentía de reconocerlo.

Se necesitarían treinta y seis mil expertos calientasillas, civiles o militares. Y aun así no llegarían a una conclusión porque nunca habrían olido el tufo del napalm o del agente naranja, el exfoliante que usaban para destrozar la selva donde el enemigo se escondía. No habían oído el tipi-tipi-tipi-tipi de las ametralladoras, el golpe sordo de un proyectil al perforar un casco, los gritos de dolor de los heridos, que parecían tan fuertes como para oírse en Washington, aunque a duras penas eran oídos por los camilleros.

«Que tengas suerte, Wendell…»

Apartó la sábana y se sentó en el catre.