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– Penne all'arrabbiata. O espaguetis, a elección.

Russell puso cara de sorpresa. Ella se explicó:

– Soy de origen italiano. Lo hago bien, puedes confiar en mí.

– Por supuesto que confío. Sólo me pregunto cómo has hecho para improvisar la salsa en tan poco tiempo.

Vivien echó la pasta en la olla y la tapó para apurar la ebullición.

– ¿No habías venido antes a la Tierra? ¿En tu planeta no hay congeladores y microondas?

– En mi planeta nadie come en casa.

Russell se acercó a Vivien, que estaba en la otra parte de la encimera. Se sentó en un taburete y curioseó en las ollas, sólo con la mirada, nada de olfateo.

– Lo que pasa es que siempre me ha hechizado la capacidad que tienen algunas personas para desplazarse entre fogones. Yo lo intenté una vez y terminé quemando un par de huevos duros.

Vivien siguió con la pasta y la salsa. La broma de Russell no había alterado su concentración en ningún momento.

– ¿Sabes? -dijo Vivien-. Hoy me he preguntado varias veces cómo eres realmente.

Russell encogió los hombros.

– Soy una persona común. No he tenido nunca especiales méritos. He debido conformarme con mis defectos especiales.

– Sí que tienes un mérito. He leído lo que has escrito. Es muy hermoso y convincente. Llega al lector.

Esta vez le tocó a Russell la satisfacción por el elogio, y también el esfuerzo por no mostrarla.

– ¿Tú crees? Es la primera vez que lo hago.

– Claro que lo creo. Y si quieres saber mi opinión, agregaría algo.

– ¿Qué agregarías?

– Si no hubieses pasado la vida tratando de ser Robert Wade, tal vez habrías descubierto que su hermano era una persona tan interesante como él. O sea tú. ¿Lo captas?

Algo se movió dentro de Russell, pero no supo darle nombre. Era algo que llegaba desde una zona que no creía que existiese y que se había infiltrado en un lugar que él no creía tener.

Sólo entendía que deseaba hacer algo. Y lo hizo.

Rodeó la encimera y se acercó a Vivien. Le cogió el rostro entre las manos y la besó en los labios con delicadeza. Por un momento ella respondió, pero a continuación una mano firme se posó en el pecho de él y lo empujó hacia atrás.

Russell reparó en que Vivien tenía la respiración acelerada.

– ¡Eh, calma! Calma. No te he invitado a casa para esto.

Se dio la vuelta, como para borrar lo sucedido. Un par de segundos más tarde volvió a ocuparse de la pasta, dejando que él se deleitara con la vista de sus hombros y el perfume de su cabello. Russell oyó que murmuraba algunas palabras en voz muy baja.

– O tal vez sí. Ni siquiera yo lo sé. Lo único que sé es que no quiero complicaciones.

– Tampoco yo. Pero si son el precio que hay que pagar para tenerte, las acepto.

Después de un instante, Vivien se volvió y le echó los brazos al cuello.

– Entonces olvidémonos de la pasta.

Levantó la cabeza y el beso que le dio no tuvo mano para apartarlo. El cuerpo de Vivien contra el suyo era tal cual Russell había imaginado. Firme y suave, joven y afrutado. Algo que hoy daba consuelo a lo que ayer había sido desolación. Mientras deslizaba la mano bajo el albornoz y encontraba su piel, se preguntaba por qué allí, por qué en ese momento, por qué ella y por qué no antes de ahora. Vivien siguió besándolo mientras se lo llevaba al dormitorio. Los acogió la penumbra y los convenció de que ése era el lugar para ellos y para una excitación que se libraba de la ropa de ambos y que convertía los cuerpos en ámbitos sagrados.

Mientras se perdía dentro de ella y se olvidaba de nombres y personas, Russell no lograba discernir si Vivien era una claridad antes del amanecer o un fulgor ya entrada la noche.

Sólo sabía que era como su nombre, Light, luce. Nada más que luz.

Después se quedaron allí, amodorrados, como si la piel de una fuera las vestiduras del otro. Russell tuvo la percepción de estar deslizándose en el sopor del sueño y después se repuso, como si temiera perderla mientras dormía. Se dio cuenta de que había dormido un par de minutos. Estiró la mano y encontró que la cama estaba vacía.

Vivien se había levantado y estaba junto a la ventana. La vio a contraluz, velada por las cortinas. Russell aceptaba la claridad que venía de fuera a cambio de la perspectiva que le ofrecía su cuerpo.

Se levantó y se le acercó. Separó las cortinas y la abrazó desde atrás, sintiendo cómo el cuerpo flexible de la muchacha se adhería al suyo. Ella se apoyó con naturalidad, como si estuviera haciendo lo que debía hacerse. Eso, no otra cosa.

Russell pegó los labios en su cuello y respiró un perfume que era el de la piel de una mujer después de hacer el amor.

– ¿Dónde estás?

– Aquí. Allí. En todas partes.

Vivien señaló el río con un gesto vago y, más allá de los cristales, el mundo entero.

– ¿Y yo estoy contigo?

– Desde siempre, creo.

No añadieron nada más. Porque no había nada más que decir.

Más allá de las ventanas el río avanzaba tranquilo y reflejaba unas luces que, a los ojos de ellos, eran de una suntuosidad inútil. Todo lo que se necesitaba para destruir y construir estaba en esa habitación. Se quedaron así, intercambiando el consuelo de la presencia y fragmentos de añoranzas hasta que, de golpe, una luz deslumbrante y arrolladora llegó desde el horizonte y atravesó los espacios entre los edificios de enfrente, fotografiándolos en el recuadro de la ventana.

Un instante después llegó a sus oídos el fragor indecente y altanero de una explosión.

25

– Estamos metidos en la mierda más absoluta.

El capitán Alan Bellew tiró el New York Times sobre la mesa, para que se juntara con el desorden de los otros diarios que lo habían precedido. Todos los periódicos, uno tras otro, habían lanzado ediciones extraordinarias después de la explosión de la noche anterior. Estaban plagados de hipótesis, derivaciones, asociaciones y sugerencias. Pero todos se preguntaban qué estaban haciendo las autoridades con sus investigaciones, qué habían decidido para la defensa y protección de los ciudadanos. Las televisiones se ocupaban del acontecimiento haciendo que cualquier otro suceso en el mundo o en Estados Unidos pareciera una noticia sin importancia. Todo el planeta se asomaba a la ventana y llegaban corresponsales de todo el mundo, como si el país estuviese en guerra.