La nueva explosión se había producido entrada la noche a orillas del río Hudson, en Hell's Kitchen, en un gran depósito situado en la avenida Doce, a la altura de la calle Cuarenta y seis, justo al lado del Sea Air and Space Museum, donde se exhibía el portaviones Intrepid. La construcción se había desintegrado totalmente y sus fragmentos habían golpeado la gran embarcación anclada al lado y producido daños en los aviones y helicópteros expuestos sobre el puente. Era un trágico y nostálgico déjà vu de las guerras en que habían combatido. Las ventanas de todos los edificios de la vecindad habían sido destruidas por la onda expansiva. En una vivienda, un anciano había muerto de un infarto. Junto al Hudson, la calle estaba prácticamente en ruinas y el fuego había iluminado largo rato una escena de desolación, con restos en llamas transportados por las aguas. Las ruinas incendiadas eran la evidencia de la transformación del lugar en el escenario de una nueva catástrofe que habría de ser recordada siempre. Las víctimas mortales eran alrededor de veinte, a las que se sumaba un número todavía impreciso de heridos graves. Un grupo de noctámbulos, cuya única equivocación había sido estar allí en ese momento, fueron literalmente descuartizados y sus miembros esparcidos sobre el asfalto. No había quedado ningún resto del guardián nocturno de la nave depósito. Algunos coches que pasaban por allí habían sido arrollados por la explosión y sacudidos en marañas de chapas estrujadas como papel. Otros no habían tenido tiempo de frenar y fueron a caer al río, junto a los restos en llamas. Todos esos pasajeros estaban muertos. Los bomberos combatieron el fuego durante muchas horas y los expertos de la policía empezaron con el reconocimiento una vez que el lugar estuvo accesible.
De un momento a otro llegarían los resultados.
Después de haber pasado una noche lívida e insomne, Russell y Vivien se encontraban en el despacho del capitán y compartían con él la frustración y la impotencia frente al individuo que los estaba desafiando.
Por fin, Bellew dejó de moverse por el despacho y se sentó en su silla. No por ello encontró la paz.
– Hubo llamadas de todas partes. El presidente, el gobernador, el alcalde. Cada maldita autoridad de este país ha cogido el teléfono para llamar a otra maldita autoridad. Y todos se concentraron en el jefe de policía Willard. El cual, como era de esperar, me llamó enseguida.
En silencio, Russell y Vivien aguardaron el resultado del desahogo de Bellew.
– Willard siente que toca fondo y, de paso, me arrastra en su hundimiento. Tiene complejo de culpa por haber pecado de prudente.
– ¿Y tú que le has dicho? -preguntó Vivien.
– Le he dicho que por un lado todavía tenemos la seguridad de estar siguiendo la pista justa. También le he recordado que cuantas más personas conozcan los detalles, más posibilidades hay de una filtración. Si esto llegase a oídos de Al Qaeda sería una verdadera catástrofe. Tendríamos una competencia despiadada en la caza de aquella lista. Piensa en cómo se les haría agua la boca. Una ciudad minada, sólo falta que explote. Si esto fuera de dominio público, en tres horas Nueva York se transformaría en un desierto. Con el follón que podéis imaginar. Autopistas colapsadas, heridos, bandas de saqueadores, gente perdida deambulando por todas partes.
Vivien lograba imaginar la escena con bastante detalle.
– ¿Y el FBI y la NSA qué dicen?
El capitán apoyó los codos en la mesa.
– Poco y nada. Sabes que los de la nobleza no se desmelenan con facilidad. Parece que siguen por su cuenta unas pistas de terrorismo islamista. Por ahora no hay muchas presiones de su parte, al menos esto es algo positivo.
Durante todo la conversación entre Bellew y Vivien, Russell se había quedado absorto, como siguiendo un hilo lógico personal.
En cierto momento intervino para hacerles partícipes de sus cavilaciones.
– Lo único que nos relaciona con la persona que ha puesto la bomba es Mitch Sparrow. Creo que no quedan dudas sobre que se trata del cadáver emparedado. También es cierto que el portadocumentos con las fotos no era suyo, es probable que lo haya perdido el que metió en el cemento al pobre tipo. O sea que en las fotos, la del gato y la sacada en Vietnam, está el retrato de su asesino. Yo creo que Sparrow descubrió lo que el otro estaba haciendo, y para que no hablara, ese hombre lo mató.
De parte de Bellew llegó una conclusión que era la consecuencia directa de lo que acababa de decir Russell.
– O sea que trabajaban para la misma empresa.
– Si lo hacían todo el tiempo o de vez en cuando no lo sé -dijo Russell-. Pero hay algo indiscutible: trabajaban en el mismo lugar cuando Sparrow fue asesinado.
Durante un momento Russell quedó absorto, como si quisiera reordenar las ideas. Vivien estaba maravillada con esa concentración.
– La persona que buscamos es el hijo del que ha puesto las minas, seguro. Tal vez el padre era un veterano de Vietnam, uno de esos que regresaron con la mente hecha papilla. La guerra transformó a muchos soldados. Algunos no perdieron la costumbre ni, sobre todo, el gusto de matar, y siguieron haciéndolo en la vida civil. Mi hermano lo comprobó muchas veces.
Vivien percibió que el fantasma de Robert Wade reaparecía en la voz de Russell, pero sin ansiedad. Lo observó y vio un rostro que conocía lo que era mirar varias realidades. Experimentó un pequeño brote de felicidad. Pero pronto las preocupaciones inmediatas se impusieron.
Russell siguió con su racional exposición de los hechos sin darse cuenta de lo que había sentido Vivien.
– Por desgracia, está claro que si quien escribió la carta y colocó las bombas tenía problemas mentales, su hijo los ha heredado multiplicados. Por el modo en que está escrito el mensaje me parece que nunca tuvo la ocasión de conocer a su padre, que se le presentó después de muerto. Me pregunto el porqué.
Russell se interrumpió, como si la respuesta a aquella pregunta fuese de vital importancia.
Como si quisiera conceder una pausa de reflexión a los presentes, el teléfono del capitán empezó a sonar. Bellew alargó la mano y se lo llevó a la oreja.
– Bellew.
Se quedó escuchando en silencio. Tanto Vivien como Russell vieron que apretaba los dientes. Cuando colgó, su expresión revelaba ganas de romper el teléfono.
– Era el jefe de los artificieros que han examinado las ruinas del Hudson. -Hizo una pausa y luego dijo lo que todos esperaban-: Ha sido él otra vez. El mismo explosivo, el mismo tipo de detonador.
Russell se puso de pie, como si después de esa confirmación tuviese necesidad de moverse.