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– Se me ha ocurrido algo. No soy un experto pero él, para decidir poner en práctica lo que su padre sólo había proyectado, necesariamente debe de ser un psicópata social o algo parecido, con todas las implicaciones y características de este caso particular.

Se volvió hacia Bellew y Vivien.

– He leído que estas personas suelen tener un fuerte mecanismo de recarga de sus impulsos. Y, en consecuencia, un comportamiento repetitivo. La primera explosión se produjo la noche del sábado. La segunda en la noche del lunes, después de más o menos tres días. Si ese loco ha decidido un intervalo preciso entre explosiones, deberíamos tener tres días de plazo para atraparlo, antes de que decida actuar otra vez. Ni siquiera puedo pensar… -Dejó la frase en el aire, pero acabó por concluirla, logrando expresar en el tono y las palabras la gravedad de la situación-: Ni siquiera puedo pensar en qué ocurriría si hubiese una nueva explosión. Quizás en un edificio donde trabajan miles de hombres y mujeres. -Y finalmente añadió la peor de la hipótesis-: Eso si no decide volar todos los edificios a la vez.

El capitán lo miró como si todavía se preguntara quién era ese tipo y qué estaba haciendo en su despacho. Un civil que razonaba junto a ellos sobre temas que sólo concernían a la policía, si es que se atenían al reglamento. La situación creada era absurda a la vez que perfecta en su lógica y su encastre. Eran tres personas relacionadas con una investigación secreta cuyo contenido no debía ser divulgado y que ninguno de los tres tenía interés en divulgar.

Bellew se incorporó y se apoyó en el escritorio con los puños.

– Es prioritario poder colocarle un nombre a esas fotos. No podemos publicarlas con la leyenda «¿Alguien conoce a este hombre?». Si lo viese el hijo comprendería que estamos tras sus pasos y podría dejarse arrastrar por el pánico y, en consecuencia, provocar una cadena de explosiones, una tras otra.

Vivien se percató de que se estaban refiriendo a dos personas desconocidas llamándolas «el padre» y «el hijo». Irrisorios recuerdos de su infancia llegaron para subrayar la trágica paradoja de la situación.

En el nombre del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo…

La imagen de sí misma cuando era niña, en una iglesia que olía a incienso, fue de golpe suplantada por la de edificios en llamas y cuerpos transportados en ambulancias.

Llamaron a la puerta. Una persona se entreveía tras el vidrio esmerilado, Bellew la invitó a entrar. El detective Tyler entró en el despacho, traía una carpeta. No se había afeitado y tenía la pinta de quien ha pasado una noche en blanco. Cuando vio a Russell, una mueca de irritación apareció en su rostro, sólo un instante.

Ignoró tanto a Russell como a Vivien y se dirigió al capitán Bellew.

– Capitán, aquí tengo el resultado de lo que había pedido. -Su tono era el de una persona que ha estado haciendo un trabajo duro y fastidioso que no le será reconocido.

El capitán alargó la mano, abrió la carpeta y hojeó rápidamente el contenido. Habló sin levantar la vista de la hoja.

– Muy bien, Tyler. Puedes irte.

El detective abandonó la habitación dejando tras de sí una emanación de cigarrillos fumados con avidez y de mal humor. Bellew esperó a que se alejara de la puerta antes de informar a Vivien y Russell.

– He puesto a trabajar a varios grupos de tres hombres, explicándoles el mínimo indispensable. Esto es lo que tenemos. -Volvió a concentrar su atención en las hojas-. La casa que explotó en Long Island era propiedad de un militar, un tal comandante Mistnick. Parece que estuvo en Vietnam. Esto no significa nada, pero de todos modos lo tendremos en cuenta. La sociedad que la construyó era en efecto una pequeña empresa de Brooklyn, la Newborn Brothers. La empresa que construyó el edificio del Lower East Side se llama Pike's Peak Buildings. Y aquí hemos tenido suerte: hace mucho tiempo, la dirección confió sus datos a una empresa de informática. Todo está en archivos computerizados, o sea que se pueden consultar con rapidez. Incluso las cosas más antiguas.

– Sí que es una buena noticia -dijo Vivien.

– Y hay otra. -Pero no había júbilo en la voz del capitán-. Estamos investigando la compañía que reestructuró la avenida Doce y construyó la nave depósito en Hell's Kitchen, el que explotó anoche. Es un contrato municipal, por lo que la empresa tuvo que verse obligada a contratar trabajadores con las Unions. Los sindicatos están obligados a conservar los datos durante años. Usaremos el mismo procedimiento para la empresa que en su tiempo reestructuró el edificio de la calle Veintitrés, donde se encontró el cadáver. Si logramos reunir los nombres de quienes trabajaron en esas cuatro obras, podremos cotejarlos y ver si alguno coincide.

Bellew se atusó el cabello. Quizá creía que era demasiado viejo para la prueba de idoneidad a que lo sometía este caso.

– Es una pista muy endeble, pero es lo único que tenemos y debemos seguir. Pediré refuerzos y pondré a trabajar la mayor cantidad de hombres que pueda. Les diré que se trata de un código RFL.

Russell enarcó las cejas.

Vivien intervino para darle una explicación.

– Es un código no escrito que cada policía de Nueva York conoce. RFL es Run for Life. En nuestra jerga profesional define los casos en que lo básico es la velocidad de indagación.

Volvió a mirar a su jefe. Después de su leve flaqueza, Bellew volvía a ser el hombre decidido y capaz que Vivien conocía.

– Tú irás a hablar con los de la Newborn Brothers. Si era una pequeña empresa, con pocos obreros, quizás el contacto directo sea más productivo. A lo mejor alguno recuerda algo. Mientras bajas le diré a la operadora que busque el número. Lo encontrarás en el sitio de los agentes de plantón.

Vivien se puso de pie, contenta de hacerlo. Las palabras habían terminado. Había llegado el momento de trabajar sobre los hechos. Cuando salían del despacho oyeron que Bellew ya estaba al teléfono para conseguir lo prometido.

Accedieron a las escaleras que llevaban a la planta inferior. Russell caminaba delante, emitiendo un buen olor masculino y a colonia. Vivien recordó el roce de sus labios en el pliegue del brazo y de su mano en el pelo. Y también del relámpago deslumbrante y del trueno que de un solo golpe los había expulsado del momento íntimo que compartían.

Después de la deflagración se habían vestido deprisa, sin decir nada. Lo que ambos imaginaron había anulado de sus bocas y sus mentes cualquier cosa que estuviesen por decir. Habían ido a la sala para encender el televisor. Después de una espera de pocos minutos, la NY1 había interrumpido un programa para dar la noticia de la explosión. Ellos habían seguido frente al televisor, cambiando de un canal a otro, buscando noticias que se actualizaban cada pocos minutos. La magia anterior se había esfumado, perdida entre las llamas que mostraba la pantalla.

Un simple SMS fue todo lo que llegó de Bellew: «A las siete y media en mi oficina.»