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26

Russell y Vivien estaban otra vez en la calle.

El cielo se había vuelto azul y la ciudad había encajado la nueva afrenta de la noche precedente, escondiéndola entre el tráfico y mostrando el aspecto de estar en un día como otros. Ante sus ojos, el Madison Square Park tenía el mismo aspecto que en cualquier otro día radiante en esa estación. Jubilados que buscaban el sol junto a perros que buscaban plantas. Madres con niños demasiado pequeños como para ir a la escuela y adolescentes demasiado vagos como para tener ganas de asistir a clase. En el centro, un mimo maquillado como la estatua de la libertad esperaba inmóvil a que alguien arrojara una moneda en el recipiente que tenía en el suelo, para gratificarlo con un par de movimientos. Mientras contemplaba esa escena cotidiana, Vivien tuvo la sensación de que una de las personas que la componían se volvía hacia ella y le mostraba un rostro desfigurado por las cicatrices.

Paró a Russell, que se estaba acercando al coche.

– ¿Tienes hambre?

– No mucha.

– Nos conviene comer algo ahora que podemos, antes de que la investigación ordenada por Bellew empiece a dar resultados. Después puede que no tengamos tiempo. Te lo digo por experiencia: un estómago que se queja no favorece la concentración.

En una esquina del parque, en la otra parte de la calle, había un quiosco gris de hot dogs y hamburguesas. Aun en su sencillez, tenía cierta elegancia y armonizaba con el entorno. Vivien señaló la cola de gente que esperaba.

– La guía pone que éste es el mejor de Nueva York. A la hora del almuerzo la cola llega hasta Union Square.

– De acuerdo. Una hamburguesa, pues.

Cruzaron la calle y se pusieron en la cola. Por fin, Vivien verbalizó el interrogante común.

– ¿Qué piensas de lo que nos ha dicho Newborn? Hablo del hombre de las cicatrices.

Russell reflexionó un momento antes de exponer la conclusión a la que había llegado.

– Para mí, nuestro hombre es él.

– Para mí también.

Así pues, a partir de aquel momento ésa sería la pista que tendrían que seguir con todos los medios a su alcance. Si en algún momento se revelaba como equivocada tendrían para siempre, con o sin razón, la responsabilidad de la muerte de muchas personas. Las posibles víctimas estaban en sus manos y en las de un demente que combatía en una guerra heredada de un hombre que, durante años, había actuado impulsado por la misma locura.

En el nombre del Padre…

Casi sin darse cuenta, Vivien se encontró ante el mostrador. Pagó por dos cheeseburguer y dos botellas de agua. A cambio recibió un pequeño chisme electrónico mediante el cual se les advertiría cuando su pedido estuviera listo.

Se alejaron del quiosco hasta un banco cercano. Russell se sentó con una sombra en la cara.

– Te prometo que ésta es la última vez.

– ¿De qué?

– Que pagas por mí. Me olvidé el dinero…

Vivien lo miró. Estaba realmente disgustado. Ella sabía que él se sentía humillado por esa situación. En cierto sentido era una circunstancia sorprendente. Del hombre que Russell Wade había sido hasta pocos días antes, no quedaban trazas. Desaparecido como un maleficio ante una palabra mágica. Por desgracia, también parecía haberse esfumado la persona con que había compartido una experiencia en la que el tiempo se había detenido. Y que una explosión había puesto en marcha otra vez.

Se dijo que era una estúpida por añorar lo que en realidad nunca había tenido. Bajó la vista hacia aquel chisme, similar a un mando a distancia de los antiguos.

– Sí. Debe de ser algo como esto lo que utiliza.

– ¿Quién y para hacer qué?

– El que hace explotar las bombas. Probablemente es con un aparato de este tipo que manda las señales al detonador.

Mientras observaban el inofensivo ingenio de plástico y plexiglás, que dependiendo del uso podía transformarse en un arma letal, la alarma del aparato casi los hizo saltar del banco.

Russell se levantó y cogió el aparato.

– Voy yo. Déjame hacer esto por lo menos.

Vivien lo vio acercarse al mostrador y retirar la bandeja con la comida y la bebida. Volvió hacia ella y colocó la bandeja de plástico en el banco, entre ambos.

Desenvolvieron las hamburguesas y empezaron a comer en silencio. La comida era la misma, pero la atmósfera era muy diferente de cuando habían compartido una comida en Coney Island, solos frente al mar. Cuando Russell se le confió, Vivien estuvo segura de comprenderlo.

Ahora se daba cuenta de que había entendido sólo lo que deseaba entender.

El que más alimentas…

El sonido del móvil la sorprendió en medio de esos pensamientos y la llevó de nuevo al presente. Miró el número en la pantalla y no lo reconoció. Contestó.

– Detective Light.

Al oído le llegó una voz desconocida.

– Buenos días, señorita Light. Le habla el doctor Savine, soy uno de los médicos que atienden a su hermana.

Esa voz y esas palabras trajeron imágenes a la mente de Vivien. La clínica Mariposa de Cresskill, Greta con sus ojos perdidos en el vacío, las batas blancas que significaban seguridad y a la vez angustia.

– Dígame, doctor.

– Lamentablemente no tengo buenas noticias para usted.

Vivien esperó en silencio, apretando el puño libre. La seguridad se había esfumado y sólo quedaba la angustia.

– La salud de su hermana se ha resentido de golpe. No sabemos qué esperar de esto, y por tanto no sé qué decirle en concreto. Pero este empeoramiento no augura nada bueno. Estoy siendo sincero, como usted me pidió al principio.

Vivien agachó la cabeza y dejó que las lágrimas le bajaran por las mejillas.

– Por supuesto, doctor, y se lo agradezco. Por desgracia no puedo estar allí en este momento.

– Lo entiendo. La mantendré informada, señorita Light. Lo siento mucho.

– Lo sé. Gracias una vez más.

Cortó la comunicación y se levantó del banco, dio la espalda a Russell y se secó las lágrimas con el dorso de la mano. Su primer impulso fue abandonarlo todo, coger el coche e ir a toda prisa a ver a su hermana. Compartir con ella los pocos momentos de vida en común que aún les quedara. Pero no podía hacerlo. Por primera vez en su vida maldijo su trabajo, el deber que la encerraba en una jaula, el significado de su placa de policía. Maldijo al hombre que en su delirio la mantenía alejada de cuantos amaba, y que hacía que lo amado pareciera cada vez más lejano.