– Entre los hombres que trabajaron con usted en la construcción de ese edificio, ¿recuerda alguno que tuviera la cara y la cabeza desfiguradas por cicatrices?
No tuvo dudas.
– Sí.
El corazón de Vivien comenzó a bombear.
– ¿Está seguro?
Después del susto inicial, ahora Cortese parecía sereno y tranquilo. Parecía ansioso de responder para acabar cuanto antes y poder archivar aquel encuentro entre los recuerdos poco agradables.
– No estaba en mi grupo, pero recuerdo haberme cruzado varias veces con un tipo que tenía la cara devastada, como usted dice. Quiero decir que una cara así se hacía notar.
– ¿Recuerda cómo se llamaba?
– No. Nunca hablé con él.
La desilusión golpeó a Vivien, pero fue borrada por una idea repentina.
– Dios lo bendiga, señor Cortese. Dios lo bendiga una y mil veces. Me ha sido de gran ayuda. Por favor, vuelva a su trabajo y tranquilícese.
Apenas el tiempo de darse la mano y Vivien ya se había dado la vuelta. Dejaba solo y en medio de la calle a un hombre pasmado y aliviado. Cogió el móvil y llamó al capitán.
Ni siquiera le dio tiempo de decir «Bellew».
– Alan, aquí Vivien.
– ¿Qué pasa? ¿Adónde has ido?
– Puedes convocar a los agentes. La búsqueda entre los nombres no sirve.
Esperó un momento para dar tiempo a que la curiosidad de Bellew sintonizase con lo que estaba por pedirle.
– Debes repartir a toda la gente que puedas entre todos los hospitales de Nueva York. Deben dirigirse a todas las plantas de oncología y comprobar si durante el último año y medio murió en alguno de ellos un hombre con la cara desfigurada por quemaduras. «Ahora, cuando el cáncer ha hecho su trabajo y yo ya estoy del otro lado…»
Como todos, Bellew recordaba de memoria esa carta. La excitación de Vivien se le contagió.
– Muchacha, eres grande. Enseguida pongo a los hombres en marcha. Te esperamos aquí.
Vivien cerró el teléfono y volvió a metérselo en el bolsillo. Mientras regresaba a la comisaría a paso rápido, confundida entre la multitud, hubiera pagado lo que fuera por ser una mujer cualquiera en medio de gente anónima. En cambio, ante cada persona con la que se cruzaba se preguntaba si sería una víctima o se había salvado. Concibió una improbable esperanza también para ellos. Tal vez el hombre que había dejado tras de sí una estela de bombas como piedrecitas de una trágica fábula, al morir también había dejado el rastro de un nombre y una dirección.
27
El padre McKean se mezcló sin ganas entre la gente que colmaba el Boathouse Café. En su rostro eran evidentes las señales de una noche de insomnio frente al televisor, absorbiendo con la avidez de un sediento las imágenes de la pantalla y, al mismo tiempo, quitándoselas de la mente como un pensamiento horripilante.
«Soy Dios…»
Unas palabras que seguían resonando en su cabeza, como la infame columna sonora que la memoria recorría una y otra vez. Los coches destrozados, los edificios seriamente dañados, el fuego, las personas heridas y cubiertas de sangre. Sobre el asfalto, un brazo arrancado de un cuerpo por la violencia de la explosión, encuadrado sin piedad por las cámaras de los telediarios.
Respiró profundamente.
No había dejado de rezar y pedir alivio y lucidez allí donde solía encontrarlos. Porque la fe siempre había sido su consuelo, el punto desde donde partía y adonde llegaba cada vez, fuera cual fuese la naturaleza del recorrido. Gracias a la fe había iniciado su aventura con la comunidad, y gracias a los resultados obtenidos con algunos chicos se había permitido soñar. Soñar con otras Joy, otras casas distribuidas por todo el estado, donde los jóvenes absorbidos por la droga tuvieran la posibilidad de dejar de sentirse como veletas sin flecha. Esos mismos chicos habían sido, a partir de cierto punto, su fuerza.
En cambio esa mañana había circulado entre ellos tratando de ocultar su pena, y había sonreído cuando se lo solicitaban y respondido cuando le preguntaban. Pero en cuanto se quedaba solo todo volvía a caerle encima, como esos objetos que se acumulan sin orden en un armario.
Era la primera vez en su vida de sacerdote que no sabía qué hacer. Aunque sí se había encontrado en situaciones similares en el pasado, cuando aún vivía en el mundo seglar, antes de entender que lo que quería hacer de su vida era servir a Dios y al prójimo. Había resuelto sus dudas y su ansiedad entrando en la paz del seminario. Pero esta vez era diferente. Había llamado al cardenal Logan sin muchas esperanzas. Si hubiera estado en Nueva York, habría ido a su encuentro más para tener un consuelo moral que para obtener una autorización que, de antemano, sabía que no conseguiría. No en el tiempo y las condiciones que se requerían. Conocía bien las reglas que tutelaban esa parte de la relación con los fieles. Era uno de los pilares del credo, la seguridad de poder acercarse al sacramento de la confesión sin temores y con libertad de ánimo. Y hacerlo ofreciendo el arrepentimiento a cambio de la purificación por sus pecados. Pero la Iglesia, en virtud de su ministerio, lo condenaba al silencio y, así, condenaba a muerte a otros cientos de personas… si los atentados continuaban produciéndose.
– Así que usted es el célebre padre McKean, el fundador de Joy.
El sacerdote se volvió hacia la voz. Se encontró ante una mujer alta, de unos cuarenta años, cabello oscuro e impecable. Estaba demasiado maquillada, era demasiado elegante y, quizá, demasiado rica. Tenía dos copas de un líquido que bien podía ser champán.
La mujer no esperó confirmación. Al fin, no había formulado una pregunta sino expresado un dato.
– Me dijeron que era usted un hombre muy carismático, una persona fascinante. Y tenían razón.
Le ofreció una de las copas. Perturbado por esas palabras, el padre McKean la aceptó como un acto reflejo. Tuvo la impresión de que, de no cogerla, la mujer la habría soltado igualmente.
– Me llamo Sandhal Bones y soy una de las organizadoras de la muestra.
La mujer estrechó la mano del sacerdote y la retuvo un segundo más de lo necesario. El religioso sintió que a todos los estados de ánimo que lo estaban perturbando, ahora se unía la vergüenza. Desvió la mirada y la concentró en aquel cáliz y las burbujas que subían vivaces a la superficie.
– O sea que usted es una de nuestras benefactoras.
La señora Bones trató de restarle importancia, pero no le salió bien.
– Benefactora es una palabra demasiado magnánima. Digamos que me gusta ayudar allá donde lo necesitan.