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Jubilee retrocedió aún más, mientras Jonas se acercaba a los cuadros. El padre McKean intentó interponerse, pero Dude se movió con una agilidad insólita para un tipo de su envergadura. Le rodeó el pecho con el brazo y lo inmovilizó. Cuando apretó, el sacerdote notó que el dolor le recorría el cuerpo y los pulmones se le vaciaban.

– Tranquilo, cura, son asuntos de familia.

El vándalo se volvió de nuevo hacia Jubilee, que estaba a punto de desmayarse.

– Entonces… tú no dices nada y permites que este hijo de puta insulte a tu hermano.

Con un rápido movimiento hizo un tajo en diagonal en el cuadro que tenía más cerca. Estaba por hacer lo mismo con la siguiente pintura cuando una voz surgió desde un lugar a la derecha.

– Bien, muchachos, ya os habéis divertido, ahora tirad la navaja y echaos al suelo.

El padre McKean se dio la vuelta y vio a un agente uniformado. Estaba de pie sobre la hierba y apuntaba a Jonas con la pistola. El pseudo rapero lo miró con aire indiferente, como si el que lo apuntaran con un arma fuera para él un hecho como cualquier otro.

El policía hizo un gesto impaciente.

– ¿Has escuchado lo que te he dicho? Échate al suelo con las manos en la cabeza. Y tú, orangután, suelta a ese hombre.

Cuando la presión disminuyó, el padre McKean inspiró todo el aire que pudo. Dude se separó y se puso junto a su jefe. Con lentitud, ambos se echaron al suelo con las manos en la cabeza. Lo hicieron como si fuera una amable concesión y no una orden.

Mientras el agente los tenía bajo control y pedía refuerzos por la radio, el sacerdote, libre al fin, volvió la mirada hacia el estanque. Con ojos ansiosos recorrió la orilla y la pista para ciclistas, a la búsqueda de alguien a quien no encontró.

Su pesadilla, el hombre de la chaqueta verde, había desaparecido.

28

Vivien escuchó con preocupación las variaciones del ruido del motor mientras el helicóptero bajaba.

No le gustaba volar. No le gustaba estar a merced de un medio desconocido sobre el que no tenía control, que hacía que se sacudiera con las turbulencias y la ponía en guardia ante cualquier vaivén en el rotor. Se asomó por la ventanilla para mirar el suelo que se acercaba. Bajo ellos estaban las luces del mundo, suspendidas en una negra masa de oscuridad que parecía invadir la tierra entera. Las luces triunfales propias de una gran ciudad, y las más pequeñas y separadas como satélites, de las pequeñas poblaciones que la rodeaban. El helicóptero se inclinó e hizo un ágil viraje a derecha. Abajo, enfilados por la proa del aparato, unas señales luminosas delimitaban la pista de un pequeño aeropuerto.

La voz del piloto le llegó por sorpresa a los auriculares. Durante todo el viaje no habían intercambiado una palabra.

– Aterrizaremos en un momento.

Vivien recibió el anuncio con placer. Esperaba hacer el viaje de vuelta con un resultado que le permitiera afrontar con otro estado de ánimo ese paréntesis en el oscuro vacío.

La oscuridad los había sorprendido a mitad del trayecto y Vivien había entendido la necesitad de contar con sofisticado instrumental de vuelo, aun cuando le asombraba que el piloto pudiese descifrar algo en el batiburrillo de colores que era el cuadro de mandos.

Junto a ella, apoyado en el vidrio de su lado, con la cabeza ligeramente inclinada hacia atrás, Russell se había quitado los auriculares y dormía con leves ronquidos. Vivien se quedó un rato mirándolo bajo la reverberación de las luces del cuadro de mandos. Recordó la cabeza de Russell apoyada en la almohada, su respiración regular en la penumbra la noche en que había abandonado la cama para dirigirse a la ventana.

La noche en que el mundo explotó, en todos los sentidos.

Como si aquella imagen fuese la inesperada y violenta proyección de un sueño, Russell abrió los ojos.

– Debo de haberme dormido.

– A menos que ronques estando despierto, yo diría que sí.

Él se volvió hacia la ventanilla. Bostezó.

– ¿Dónde estamos?

– Estamos bajando, hemos llegado.

– Bien.

Vivien volvió a estudiar la superficie debajo de ellos. Después de esa breve ausencia, la tierra se preparaba para recibirlos otra vez, pero ahora a muchos kilómetros de distancia de donde habían partido. Sentía que la urgencia la chupaba hacia abajo como una vorágine y que la responsabilidad que tenía sobre su espalda era demasiado grande.

Después de su conversación con Jeremy Cortese, habían necesitado casi todo lo que quedaba del día para conseguir un resultado. Bellew se puso en contacto con Willard, el jefe de policía, que de inmediato proporcionó el soporte que se necesitaba para ese tipo de búsqueda. Un número no precisado de agentes se desplazó por los grandes y pequeños hospitales de Manhattan, el Bronx, Queens y Brooklyn.

Código RFL.

La indagación se extendió a Nueva Jersey, pidiendo apoyo a la policía local. Ellos tres se quedaron a la espera en el despacho de la segunda planta, cada uno atrapado por sus fantasmas personales y unos dudosos medios para exorcizarlos.

Vivien compartimento su tiempo entre el deseo de que sonase el teléfono del capitán y el temor de que sonase el suyo, con malas noticias de la clínica donde estaba internada Greta. Russell se sentó en una butaca y tenía las piernas apoyadas en una mesilla. Miraba el vacío, demostrando un poder de abstraerse que Vivien no había sospechado que poseyera. Durante todo el tiempo, el capitán estuvo leyendo informes sin parar, pero Vivien estaba dispuesta a apostar que no asimilaba ni una palabra. El silencio se transformó en una telaraña que ninguno tenía ganas de romper. Las palabras llevarían a nuevas conjeturas y esperanzas, y en aquel momento lo único que servía era un mensaje concreto de la realidad.

Cuando sonó el teléfono fijo, la luz más allá de las ventanas anunciaba la llegada del atardecer. El capitán se llevó el auricular al oído con una velocidad que, no obstante las circunstancias, Vivien logró definir como propia de dibujos animados.

– Bellew. -La expresión impasible del capitán no transmitía nada a las caras ansiosas de Russell y Vivien-. Espera. -Cogió bolígrafo y papel y Vivien lo vio escribir con rapidez lo que le dictaban-. Buen trabajo, chicos. Magnífico, os felicito.

Todavía no había colgado cuando alzó la mirada hacia Vivien y le dio el papel que había escrito. Vivien lo cogió como un objeto candente.